París, Francia, 16 de diciembre de 2014.
Álvaro Trespalacios quedó sembrado en el lugar todavía un tiempo después de que la mujer parecida Sofía se hubiera marchado en su coche. Tuvo por lo menos el buen tino de anotar la placa del auto antes de que desapareciera como por encanto. Anduvo hacia su propio auto con los paquetes y la cabeza agachada. Puso en marcha el motor, sin creer aún en lo ocurrido y con el pulso todavía acelerado.
Sofía Marinelli, cómo había tratado de ahogar sus recuerdos, los primeros años no superaba su ausencia, ella era lo que más ansiaba. Cometió muchas locuras y ahora, cuando parecía tener su vida en equilibrio, esta extraña aparición de otro tiempo se llevaba al traste sus intenciones. ¡Maldita sea! Tenía que averiguar, tenía que saber.
Tecleó el teléfono de la única persona que lo podía sacar de dudas sobre la identidad de la mujer. Era imperativo saberlo, se conocía, no tendría vida hasta que no lo supiera.
—Armand, necesito que me averigües todo sobre una mujer cuya placa de auto te enviaré por correo enseguida. Ocúpate de seguirla, quiero toda la información.
Cortó la llamada, tecleó los datos de la matrícula del auto y salió del lugar rumbo a su departamento. Vivía entre la famosa y elegante Avenida Foch y la avenida Henri Martin, en un edificio remodelado de principios del siglo XX. El apartamento, que quedaba en el segundo piso, era refinado y de techos altos, con una sala amplia de muebles neutros, una mesa de centro con libros y una escultura de bronce comprada en un mercadillo de pulgas, cuadros enviados por su madre y un comedor de madera lisa oscura. Por una puerta blanca y vidriada se llegaba a una amplia cocina y por un hall al fondo se llegaba al estudio y a las habitaciones, que eran grandes y ventiladas. La ventana del estudio daba a un balcón que a su vez daba a un parque, era una delicia sentarse allí en primavera o en otoño y admirar los árboles multicolores.
Soltó los paquetes en la consola de la entrada, se aflojó el nudo de la corbata y se dirigió a un mueble del que sacó una botella de whisky, se sirvió un trago y lo bebió de golpe. El alcohol le atravesó la garganta como fuego, la sensación de calor, al llegar a su estómago, le ayudó a calmarse. Ella estaba muerta, había pasado mucho tiempo sin volver a pronunciar su nombre, no podía, una coraza de hielo lo asaltaba cuando su mente lo llevaba por el sendero del recuerdo, dejándolo hecho trizas.
Canceló la cita de esa noche para entrenar krav magá, que había comenzado a practicar cinco años atrás y que le ayudó a canalizar su malgenio, algo que el atletismo no lograba. Se interesó en esa disciplina debido a la inseguridad y la ola de secuestros que se desataron en Colombia, había aprendido a luchar haciendo uso de todo su cuerpo o empleando armas simples (blancas y contundentes), y asimilado técnicas de desarme y defensa contra portadores de armas de fuego. Su entrenador en París era un antiguo agente de la ley, cuyos métodos no eran los más ortodoxos, pero sí muy efectivos.
Con la botella de licor en la mano se sentó en la oscuridad del estudio. De pronto sus recuerdos le jugaban una mala pasada, esa mujer no podía ser su Sofía, ella estaba muerta y enterrada en un cementerio de Nueva York. Nueve años atrás, cuando le volvió la cordura, examinó con lupa el informe del FBI, habló con quien tenía que hablar, nada parecía fuera de su puesto, demasiado perfecto, hasta había un par de recortes de periódico que mostraban el accidente. Nunca creyó que Dan Porter fuera tan cínico como para hacerle una trastada así cuando lo sabía tan enamorado de ella. Aunque la verdad era que ellos podían hacer lo que les viniera en gana y con quien les viniera en gana.
El licor no era buen consejero, a medida que pasaron las horas decayó su ánimo de nuevo, y más cuando encendió una de las velas aromáticas y el olor de sus recuerdos inundó el espacio. Fue un tiempo muy breve el compartido con Sofía, pero lo había marcado a fuego para toda la vida, sus relaciones hasta hoy día seguían estando signadas por lo ocurrido ese verano en Nueva York. Ni siquiera había vuelto a poner un pie en esa ciudad, se había perdido varias reuniones importantes, o las convocaba en Washington o en Chicago, si era absolutamente necesario.
Se escuchó el timbre del teléfono, no contestó. La única llamada que deseaba recibir era la de Armand, pero él se comunicaría por el móvil. Dejó que el aparato saltara a contestador.
—Hermano, ¿cómo estás? Hablé con tu padre y me dijo que en unos días vienes a Colombia, queremos que seas el padrino de bautizo de Sebastián.
Sonrió. En medio de su situación, su amigo había estado a su lado en todo momento y sin embargo, él no había respondido de la misma forma cuando Gabriel Preciado fue víctima de un secuestro en manos de la guerrilla y Melisa… Aún se angustiaba al pensar en todo lo que ese par tuvo que pasar. Gabriel casi la pierde por los malentendidos, pero el amor, la perseverancia y el alma de la chica habían logrado al fin que su amigo superara el trauma de sus casi dos años retenido en la selva.
—A ver si por fin nos presentas a una buena chica o tendré que hacer de casamentera otra vez —señaló Melisa al aparato. A lo lejos escuchó el llanto de un bebé—. ¿Escuchas? —insistió—. No aceptará a nadie más de padrino.
La emoción que sintió el día que nació Valentina como regalo a la pareja de amigos que más quería en el mundo, le devolvió en algo su fe en la vida, y ahora había llegado este hermoso bebé a aumentar la familia. Melisa de casamentera era cosa seria, ya le había tendido varias emboscadas, pero él era experto en escabullirse como liebre, después de su única experiencia en ese campo. Si fuera una mujer como ella, se sentiría tentado, pero no, ejemplares así ya estaban casadas, enterradas bajo tierra o —sonrió irónico—, perdidas en ciudades desconocidas.
—Mucho ojo, cabrón, estoy depositando uno de mis tesoros más preciados en tus manos. Así que ajuíciate y por lo menos ve a misa antes de la entrevista con el sacerdote. Un abrazo y nos vemos pronto —se despidieron sus amigos al unísono.
No se movería de París hasta saber algo de la mujer. Lo sentía por su familia, hablaría con Gabriel y le pediría un pequeño aplazamiento, pues sabía que andaría con el alma en vilo allá en Colombia si se iba sin tener alguna información.
Al día siguiente en la tarde volvió al centro comercial, se sentó en la pequeña sala de lectura de la librería que quedaba frente al negocio de las velas y con la paciencia de un francotirador, se dispuso a esperar. No la vio ese día, ni tampoco el siguiente. Un viaje de trabajo le impidió continuar su vigilancia.
La información tardó cuatro días en llegar. Álvaro había llegado de Bruselas a última hora de la tarde, tras un viaje de dos días, en que asistió a una convención de tecnología donde varias empresas colombianas, entre ellas una del conglomerado Preciado, tenían una importante representación. Le era difícil concentrarse, por su mente pasaban las imágenes del dichoso encuentro como si de una cámara se tratara, volvía a cada uno de los gestos de la mujer, sin saber qué dilucidar. A veces se reprendía y se decía que la expresión que duró nanosegundos en su rostro, donde se sintió reconocido, había sido una alucinación.
Citó al detective privado Armand Leblanc en la noche en su apartamento. Se había duchado y cambiado con un chándal y una camiseta gruesa, hacía frío, faltaban tres días para Navidad. Soraya, la empleada colombiana que se encargaba de su apartamento tres veces a la semana, había ido ese día y le había dejado un estofado en el horno y una ensalada en la nevera, comió de pie en el mesón de la isla de la cocina mientras leía la prensa del país. En cuanto escuchó el timbre, dejó los platos en el mesón y se apresuró a abrir.
Un hombre joven y delgado, un poco más bajo que él, de gafas y con mirada de sabueso entró al lugar.
—Bonne nuit, monsieur[13].
Álvaro le correspondió el saludo y lo hizo pasar directo al estudio.
Armand Leblanc ejercía como detective privado e industrial, su relación con Trespalacios databa de tiempo atrás. En el trabajo que Álvaro desempeñaba la información era más valiosa que el oro, porque implicaba poder. Álvaro mandaba a investigar a personas y empresas, el futuro de miles de personas y de millones de dólares estaba en sus manos y no iba a dejar que su país invirtiera dinero en empresas que estuvieran mal catalogadas, ya fuera por cuestiones de índole personal de sus accionistas y dirigentes, o por algún problema en la parte industrial y empresarial. Armand era una persona recomendada por su padre y hermano, leal y discreto, pero también poco escrupuloso, lo que por cierto, es una ventaja en ese tipo de profesión.
Álvaro se sentó en el sofá e invitó al detective a ocupar una silla delante de él.
—¿Qué noticias me trae?
El hombre sacó su tableta y se la pasó a Álvaro, que pudo ver que había recopilado gran cantidad de información.
—Me hubiera enviado la información a mi mail.
—No sabía si lo deseaba o era seguro en el correo.
—No se lo dije, es cierto.
El hombre enfocó una serie de fotografías mientras le iba contando a grandes rasgos lo encontrado en su investigación. A Álvaro se le detuvo el corazón al ver las fotografías con detalle. Aquí estaba ella en un supermercado, con el cabello suelto, se veía algo pálida; en otra fotografía salía de su casa y en otra caminaba y entraba al almacén donde él la había visto días atrás.
Sofía había vuelto de la muerte, su cabello rubio podría ser producto de algún tinte y el color de los ojos por el uso de lentillas. Sin embargo, no podría asegurarlo, algo le impedía reconocerla e ir a encararla, tendría que dilucidarlo de una u otra forma.
El hombre empezó a recitar todos los datos recopilados desde otro dispositivo igual al que le pasó a Álvaro.
—Chantal Duras, nacida en París el 20 de mayo de 1985, de padre francés, profesión docente, y madre americana, vivieron varios años en el extranjero, quedó huérfana de padre a los catorce años y luego a los veinte un cáncer de mama se llevó a su madre en pocos meses. Vivió tres años en Argenteuil donde trabajó, estudió unos semestres de Química que le sirvieron para estudiar seis meses perfumería en la escuela Givaudan, allí conoció a Edith Barrau, su mejor amiga, y juntas aplicaron para un trabajo como auxiliares en la perfumería Fragonard, vivieron en Grasse año y medio y luego se trasladaron a París. Trabaja en La Maison du Perfum como ayudante del célebre Bernard Leduc. Edith Barrau es hija de uno de los perfumistas de la empresa y el oficio se hereda, la madre de Chantal era perfumista, pero ejerció muy pocos años la profesión. Los sábados en la tarde visita a su amiga Silvia Ferreira y a su hija Paula, vecina y divorciada, les enseña a hacer jabones, velas y ambientadores, ella los lleva a estas dos tiendas. —Le señaló con el dedo la dirección—. Una en Les Quatre Temps, en La Defense, y la otra en Montmartre, y el dinero recaudado va a un fondo de ayuda para lucha contra el cáncer de mama. Vive en el distrito XIV en el barrio de Montparnasse, en un apartamento que comparte con mademoiselle Barrau.
—¿Algún hombre?
—Ha tenido varias relaciones sentimentales, pero nada serio, ve a un hombre tres o cuatro veces al año en Cap d´antibes desde hace dos años. No ha vuelto a salir con nadie más, solo esos encuentros que duran de cuatro o cinco días.
—¿Quién es?
—Ivan Rabcun, ucraniano, es fotógrafo freelance de lugares en conflicto, trabaja como independiente para varias publicaciones extranjeras. En el lugar donde se hospedan me dijeron que es generoso con las propinas.
El detective le mostró una fotografía. Era un hombre alto, trigueño, de mirada oscura, tenía cara de agente y no de fotógrafo. Dejó la tableta a un lado.
Nada le decía a Álvaro que Chantal fuera Sofía, nunca le había comentado temas referentes al estudio, solo la pintura y el oficio artesanal de la perfumería. La mujer que había investigado había hecho estudios de Química, no, no era la imagen que tenía de ella.
—Necesito una última investigación en Estados Unidos.
—Saldrá costoso.
—No me importa.
—Bien.
En cuanto el detective se fue con las indicaciones de lo que debía hacer y una buena suma en el bolsillo, Álvaro tuvo el impulso loco de ir a donde vivía la mujer, encararla, y si era Sofía, recriminarle el engaño; pero sin tener la absoluta seguridad de que era ella, podría meterse en muchos problemas, hasta podrían considerarlo un loco. La atraería, solo tenía que pensar en la mejor forma de hacerlo, mientras tanto iría a Colombia, cumpliría con sus compromisos familiares y en enero, pondría en marcha su plan.
La cena de Nochebuena reunió a toda la familia Trespalacios en el hogar. Tenían casa en Bogotá, pero habían decidido estar unos días en Barranquilla y el año nuevo pasarlo en Cartagena. La entrada de la mansión ubicada al norte de la ciudad estaba decorada con una amplia malla de luces que subían hasta las palmeras que circundaban el camino hasta la puerta, la brisa del Caribe en esa época del año aliviaba la temperatura. En el interior, en una esquina de la amplia sala, un árbol gigante, tapizado de adornos y luces, y rodeado de regalos en el suelo, daba la bienvenida a los visitantes. La familia se encargaba de todo, Mónica Trespalacios le daba descanso al servicio en esa fecha especial. Guillermo, el hermano mayor, y su esposa Judy habían encargado un delicioso pernil; sus gemelos de cinco años jugaban con el tren que rodeaba el árbol y los regalos; Francisca, la hermana menor, cuidaba de que los chicos no se metieran en problemas. En la cocina, Álvaro y Oscar freían las últimas hojuelas de trigo, que antes estiraban con los dedos.
Álvaro observaba la masa crecer al contacto con el aceite.
—En la próxima te superaré —lo desafió Oscar, mientras bebía un trago de whisky.
Álvaro sonrió.
—Eso espero.
—Bueno ya... —interrumpió Mónica, que alistaba la natilla en pequeños platos.
La cocina era grande y con mesones amplios. El aire estaba inundado de diversas aromas que se paseaban por el espacio de electrodomésticos de última generación y potes con toda clase de salsas y condimentos. El lugar estaba desordenado. Refractarias con tortas de papa, pechugas de pollo rellenas y ensaladas variadas tapizaban uno de los mesones.
—Necesito esta cocina impecable después de la medianoche —dijo la mujer, que se quitó el delantal y salió a la sala—. No demoren, que ya vamos a rezar la novena.
—Alguna de las empleadas debió haberse quedado, papá.
—¡Qué va! ¿Crees que tu madre se va a perder el espectáculo de vernos lavar platos?
Álvaro sonrió en silencio y empezó a recoger cuencos y a limpiar el mesón, mientras su padre se sentaba frente a él.
—¿Todo bien, hijo?
Álvaro levantó el rostro, sorprendido. Quiso sincerarse con él, pedirle consejo, pero no deseaba preocuparlo.
—Sí, todo bien. ¿Por qué?
—Tienes la misma mirada de cuando ocurrió aquello…
Álvaro volvió a hablar antes de que su padre terminara.
—No papá, no tienes nada de qué preocuparte.
—Me preocupo, porque esa situación hizo que tomaras decisiones poco acertadas que te trajeron muchos problemas. Debes seguir con tu vida, enamorarte de nuevo, quiero verte pleno y feliz, cambia de actitud, hijo.
Siguieron hablando de negocios y de los viajes que tendría que hacer en enero, se notaba que Oscar deseaba sacarle todo tipo de información. Se quedaron unos segundos en silencio.
—¿Cómo está Brenda? —preguntó Álvaro, con expresión cautelosa.
El padre dejó el vaso en la mesa y se levantó.
—Bien, muy bien, ella siguió con su vida tras el divorcio, lo mismo que debes hacer tú.
Uno de los gemelos entró a la cocina, se trepó en una silla y agarró una hojuela con azúcar. Se bajó e iba a salir corriendo, Álvaro lo alzó, se lo puso debajo del brazo y empezó a darle vueltas.
—No, bájame, ya vamos a rezar la novena.
Salieron a la sala, donde el acorde de los villancicos se elevaba por encima de las voces. Mónica le dispensó una mirada significativa a su esposo. Él la calmó con un gesto. Álvaro se acercó a ella, la abrazó, la besó en la frente y le dijo al oído que todo estaba bien. Eso no calmó a la mujer, que todos los días oraba por ese hijo que andaba por la vida con el corazón partido en pedazos.
El ambiente hogareño, el olor a cera de algún cítrico de los muebles y las caras expectantes de sus sobrinos dispuestos a recibir sus regalos fueron un bálsamo para el alma atormentada de Álvaro. Había hecho bien en venir, su familia era lo único bueno y sagrado con lo que contaba, debía hacer el deber de no olvidarlo.
Las fiestas pasaron en un ambiente tranquilo. Álvaro celebró el cambio de año con una serie de sentimientos encontrados, una brizna de esperanza mezclada con confusión lo asolaba. Disimuló como pudo ante su familia, se negaba a preocuparlos. Francisca, que trabajaba en el Museo Nacional, en la restauración de pinturas del siglo XIX, volvió a Bogotá, para reincorporarse al trabajo. Guillermo, perteneciente al cuerpo diplomático, esperaba su nuevo nombramiento. Él volvería a París después de la ceremonia de bautizo del hijo de Gabriel Preciado.
Álvaro llegó a Bogotá los primeros días de enero, el sol brillaba en el cielo más despejado que hubiera visto en mucho tiempo. Era una época sin lluvias y como casi todo el mundo salía a veranear, la ciudad era una delicia, libre de gente y del caótico tráfico que la caracterizaba.
El hogar de los esposos Preciado estaba ubicado en las afueras de la ciudad, en un conjunto residencial con todas las medidas de seguridad. Su amigo, desde su secuestro, se había vuelto obseso de esas medidas y más tras la llegada de los hijos. A Álvaro le parecía que a veces exageraba, pero tampoco lo culpaba por ello.
Después de pasar los controles, a su juicio excesivos, llegó hasta una casa rodeada de un enorme jardín. Al fondo se veía un pequeño parque con columpios y deslizaderos. Valentina, de dos años y medio, salió corriendo a su encuentro con su padre detrás. A la niña le había crecido el cabello, en el que llevaba un adorno en forma de mariposa de varios colores, vestía jeans, suéter claro y los zapatos más psicodélicos que Álvaro había visto en su vida.
—¡Tío Álvaro, tío Álvaro! —La chiquilla se lanzó a sus brazos, él la recibió y le dio un sonoro beso en la mejilla.
—Mi princesa favorita en todo el mundo. ¿Cómo estás? ¡Qué zapatos tan pintorescos!
—Ahora soy reina. ¿Te gustan?
Álvaro levantó una comisura de la boca, al ver que su amigo fruncía los hombros.
—Sí —soltó la risa ante el gesto serio de Gabriel.
—Desde que nació Sebastián, soy reina, mi mamá me dijo.
La niña se miró los zapatos. La pequeña estaba celosa, caviló Álvaro, mientras la dejaba en el suelo y le daba un abrazo a su amigo.
—Los escogí yo —le informó, estirando la o.
—Tienes buen gusto, alteza.
Entraron en una sala que mostraba los mismos muebles que tenían en la anterior vivienda, había un amplio ventanal que daba al mismo jardín de la entrada, a lo lejos se observaba una montaña cubierta de árboles de pino.
—Vaya, vaya, París parece sentarte muy bien —dijo Gabriel, después de los saludos—, yo me siento ya como un venerable patriarca, hasta se me ha empezado a caer el cabello.
Melisa, que entró a la sala en ese momento, los interrumpió.
—Eso es mentira, sigues siendo el hombre más guapo que he conocido.
—Si lo dices tú, mi amor, entonces lo creo.
—Felicitaciones a ambos por el nuevo miembro de la familia.
Melisa se acercó a Álvaro y le dio un abrazo. Estaba hermosa y plena en su maternidad. Gabriel no dejaba de mirarla con gesto codicioso y posesivo, así llevaran tres años casados. Llevaba el cabello un poco más corto, debajo de los hombros, y el rostro sin maquillaje, sus increíbles ojos azules expresaban felicidad. Vestía de manera sencilla, blusa de manga sisa de color pastel, jean pegado y zapatos mocasines cerrados. Se veía voluptuosa, apenas hacía mes y medio que había nacido Sebastián.
La chiquilla miraba los regalos empacados que Álvaro había traído con viva curiosidad.
—Majestad. —Le hizo una reverencia a la niña—. Aquí está mi presente.
Le entregó un paquete largo y delgado. Valentina se apresuró a abrir su regalo, Melisa lo invitó a sentarse. Al destapar el regalo, quedó a la vista un cilindro de colores vivos.
—Oh, por Dios, Valentina —celebró Melisa—, es un poster gigante para colorear, lo pondremos en el cuarto de juegos, será tu pared para pintar de ahora en adelante. Es un regalo maravilloso, Álvaro, mil gracias. Cómo verás en un rato, hay ciertas obras de arte en las paredes del comedor, del hall y la habitación de Sebastián, que mi querido esposo no ha querido que limpie.
—Para la reina, lo mejor. —La niña se acercó y se subió en las rodillas de Álvaro.
Melisa tomó el regalo de Sebastián y lo abrió, era un móvil de delfines de colores, que ella de nuevo agradeció.
—¿Y cuándo conoceré al rey?
—Príncipe —interrumpió Valentina—. Mi papá es el rey.
—Acabo de dormirlo, pero en un rato ya estará despierto. Mi reina, vamos a poner el papel en el cuarto de juegos, le diremos a Inés que nos ayude, ¿te parece? Les enviaré dos cafés en un momento.
—¡Sí! —exclamó la chiquilla entusiasmada.
—¿Te quedarás a almorzar, me imagino?
—Sí, claro que sí.
Su esposo le besó la mano y Melisa salió con la niña.
En cuanto se quedaron solos, Gabriel inquirió por la reunión en Bruselas y luego charlaron de las fiestas, de lo que cada uno había hecho y de hasta cuándo iba a estar en el país.
—Te envidio —dijo de pronto Álvaro, que se había levantado de la silla y tomaba el café mirando el paisaje sabanero por la ventana.
—¿Por qué?
Álvaro soltó una carcajada irónica.
—Tienes a la mujer perfecta a tu lado, dos hijos y un bello hogar, hermano.
—Gracias, Melisa no es perfecta, pero es perfecta para mí. ¿A qué viene ese comentario?
—Creo que Sofía no está muerta.
Gabriel se levantó en el momento en que Álvaro se dio la vuelta y se sentó de nuevo.
—¿Pero qué mierda estás diciendo?
—Lo que oyes.
—¿Te volviste loco?
—No.
Le contó todo lo ocurrido, hasta la investigación que el detective llevaba a cabo en ese momento. Cuando terminó de contar la historia, Gabriel lucía preocupado, soltó un largo silbido y se quedó unos momentos callado.
—Sí es ella, tuvo que tener una razón muy poderosa para haberlo hecho.
—Eso no es ningún consuelo para mí, estoy que voy a su casa y le saco la verdad a la fuerza. Créeme, si me hubiera quedado, te juro que lo habría hecho.
—Demos gracias entonces a la Navidad, a los padrinazgos y a la familia que han evitado que cometas un error tan garrafal.
—Me voy a volver loco.
—No llegarás a tanto.
—¿Qué hago?
—Pregunta difícil, mi hermano —señaló Gabriel, volviendo a tomar asiento—. Decirte ahora que la olvides, que conozcas una buena chica y te enamores, no servirá de nada. Ve hasta el fondo del asunto, pero… —Lo miró, dudoso—. ¿Qué tan conveniente será el que tengas algo con ella? Porque no te vas a aguantar, te conozco, meterás a esa mujer en tu cama a la primera oportunidad. Si no es Sofía, tarde o temprano algo te lo mostrará y tendrás otro fracaso a costa. Piensa muy bien lo que vas a hacer.
—Necesito saber. Tengo que buscar un buen pretexto para acercarme.
—¿Qué pretexto? —preguntó Gabriel, dubitativo.
—Algo se me ocurrirá.
—Ten cuidado, Álvaro, si desapareció por algo grave, no es bueno ni para ella ni para ti que reanuden lo de ustedes. Ahora te sostiene una tenue esperanza, pero…
—No creo en la esperanza —interrumpió él enseguida—. La dejé morir hace nueve años frente a su tumba.
—Claro que crees, la esperanza está en todo lo que hacemos, hasta cuando planeamos las cosas de último minuto. Fíjate en lo que me acabas de decir, vas a propiciar un encuentro con ella. ¿Hay o no hay esperanza en eso, hermano? Simplemente te digo que seas cauteloso, no te precipites.
Álvaro suspiró y dejó la taza de café en un plato en una mesa esquinera.
—¿Algo te hubiera detenido si hubiera sido Melisa?
Gabriel frunció el ceño ante la incómoda pregunta.
—No la hubiera dejado en paz. —Se retrepó en la silla y juntó las manos—. No quiero verte lastimado otra vez. Prométeme que te cuidarás.
—Lo tendré, ya no soy ese jovencito, ha pasado mucha agua bajo el puente.
—Ojalá, mi amigo, ojalá.
Gabriel no olvidaba los días en Nueva York, después de la desaparición de Sofía, cuando la herida de Álvaro estaba en carne viva: sus sollozos antes de dormirse, su intento de averiguar la verdad de lo sucedido. Volver a pasar por ello lo mataría.
Después del almuerzo, pasaron a la habitación de Sebastián. Melisa lo levantó de la cuna y lo puso en brazos de Álvaro, tenía unas facciones hermosas. Valentina era la viva estampa de Gabriel, en cambio, el pequeñín tenía más parecido a Melisa, tocaría esperar a que creciera. Su pecho experimentó gozo al tenerlo en los brazos y un brote de añoranza.
—Es precioso.
—Sí —afirmó Melisa, orgullosa—, la primera semana casi no me despego de la cuna, con mi adorada Valentina me ocurrió lo mismo.
—Dios los proteja siempre —susurró, mientras el bebé le aferraba el pulgar.
—La ceremonia será en tres días —señaló Gabriel—, en la iglesia de una hacienda a pocos minutos de aquí. Allí mismo haremos la celebración, tienes cita con el sacerdote mañana en la tarde, te enviaré todos los datos por correo.
Los días siguientes transcurrieron con celeridad y el día del bautizo llegó. Álvaro se alegró de ver a toda la familia reunida en tan feliz circunstancia, el momento en que el sacerdote regó de agua bendita la cabeza de Sebastián fue interrumpido por el grito del pequeño, que al parecer encontró el agua demasiado fría. La madrina fue la hermana de Gabriel, Amparo.
En la reunión, que transcurrió en un salón de eventos y en los jardines de la hacienda, Álvaro pudo hablar con Rafael Preciado, que lo instó a que volviera a trabajar con ellos. Sorteó con éxito la presentación de una amiga de Melisa, abogada en Derecho Familiar, una atractiva joven de no más de veintiocho años. De no haber tenido tanto en mente, se hubiera sentido tentado de cortejar a la chica, porque era preciosa y con una sonrisa muy dulce. Se retiró de la reunión temprano. Tendría vuelo al día siguiente.