Capítulo 4

 

Álvaro caminaba por el campus universitario, rumbo a su próxima clase. Atravesó las puertas y anduvo por el corredor principal de la facultad de estudios financieros, camino al aula.

Greg se acercó por un lado y se saludaron con un roce de puños.

—Esta noche, no lo olvides. ¿Vas a ir con Brenda?

—No.

El joven lo miró, sorprendido.

—¿Y entonces?

—No la conoces.

Greg silbó por lo bajo y antes de que pudiera replicar algo, Álvaro se adelantó:

—Sin comentarios.

Le dio un puñetazo en el brazo. Greg le devolvió el gesto con un empujón.

—Estás hecho un soberano marica, dejar ir a ese bombón.

Álvaro no le contestó y con un gesto del dedo del medio se despidió de Greg y entró al salón de Finanzas.

En la clase, sus pensamientos volvían a Sofía una y otra vez. El rato pasado con ella había sido exquisito, aunque una sensación extraña los circundaba. En medio de una fórmula financiera, pudo vislumbrar lo que era. Ni su físico ni su alcurnia ni sus apellidos, ni siquiera el dinero podrían atravesar las barreras que percibía en ella. Era una mujer con muchos recovecos. Una parte de aquella chica vivía muy lejos, y ese lugar inalcanzable que vislumbraba en sus ojos era el que deseaba conquistar. Las mujeres que solía frecuentar eran mucho más obvias, no tenía necesidad de escarbar para conocerlas y tampoco le interesaba, pero esta… ¿Y si no valía la pena? ¿Y si era un espejismo?

Pensó en alejarse, por su bendita paz mental, a la que ya se había acostumbrado, pero entonces se interponía el deseo, al recordar el ángulo de su boca, su figura o la línea de su cintura. La mirada de evidente interés que le destinaba cuando creía que no se daba cuenta y el modo en que bajaba la vista en cuanto él se volteaba a mirarla. Se sentía muy atraído. Tenía que volverla a ver para confirmar que no se había vuelto loco o caído en medio de un hechizo.

También estaba Brenda, le había pedido algo de tiempo, argumentando que tenía que estar concentrado en los finales del semestre. No se lo había tomado muy bien, y él se arrepintió de haberle dado alas a la relación cuando sus perspectivas eran tan diferentes: ella quería un compromiso; él, un buen polvo. Y con Sofía… ¿qué carajos quería con ella?

 

Sofía miraba el montón de vestidos encima de la cama sin poder decidir qué ponerse.

No era una salida formal, podría decantarse por unos jeans, pero las dos últimas veces que había visto a Álvaro llevaba esa prenda. Tomó un vestido negro y lo soltó al momento, demasiado formal. Lo mismo hizo con otro.

La había llamado al móvil en un par de ocasiones. Su voz, Dios santo, su voz… Tenía el mismo impacto en ella que si lo tuviera enfrente y cuando pronunciaba su nombre, era como la cera de verbena y lima para masaje que contenían las velas que hacía y que rodaba por su cuerpo en una pecaminosa y placentera caricia que despertaba todos sus sentidos.

Al final, y por falta de tiempo, escogió un vestido palabra de honor en seda fría de fondo beige y diminutas flores rojas, rosadas y amarillas. Un chal de hilo y flecos color beige sobre los hombros y estaba lista. Se había peinado el cabello en ondas y maquillado un poco. Esparció unas gotas de su perfume detrás de las orejas, en las muñecas y bajó a esperar a Álvaro.

Gregorio y Dan estaban sentados en la sala viendo un partido de béisbol.

—Vaya, vaya, estás preciosa, Sofía.

—Gracias, Dan.

—Si ese tipo se sobrepasa contigo, le haré las pelotas moño y lo deportaré de una patada a su país.

—¡Dan! Es un amigo.

Sonó el timbre y enseguida Dan se levantó a abrir.

Álvaro entró con el ceño fruncido y ella supo que no le había gustado que Dan le abriera la puerta. Lo escaneó en pocos segundos. Su ropa era de calidad: una chaqueta color manteca de algún modisto de alta costura —estaba segura, por la manera en que realzaba su físico y sus hombros—, un jean azul y una camiseta oscura. Era un hombre cómodo consigo mismo y con su entorno, y eso se manifestaba en su pose y movimientos. El familiar cosquilleo en el estómago y la sequedad en la garganta que le impedía tragar con tranquilidad la llevaron a pensar que estaba hecha una soberana tonta. Cuando él la vio en medio de la sala, el conocido brillo en sus ojos amenazó con convertirle las piernas en gelatina. La había acariciado con la mirada.

—Buenas noches.

El abuelo y ella respondieron al saludo. Álvaro se acercó y la saludó con un beso en la mejilla.

—¿Nos vamos? —dijo con la mirada puesta en Dan.

—Sí, claro.

Su abuelo se levantó, la tomó de la mano y añadió:

Sei bella mia principessa[3].

Ella le devolvió un gesto complacido y lo besó en la frente.

—Grazie, nonno

Escucharla despedirse en italiano de su abuelo tomó a Álvaro desprevenido, y un barullo de sensaciones lo asaltó: alegría, de ver que se había arreglado tan bella para él; deseo, por culpa de ese tono de voz y sus palabras en italiano. Y también celos, porque Dan estaba en la sala, se notaba el afecto y la camaradería entre ellos.

Cuando se acercó a despedirse de él, Álvaro la apremió, no toleraría que el tipejo la tocara. No, señor, colocó la mano en su espalda, marcando territorio, ya casi en la puerta, frunció de nuevo el ceño y la tomó de la mano, tal vez con firmeza exagerada.

Había decidido utilizar su auto esa noche, un Toyota Camry del año anterior que poco usaba en la ciudad. La dificultad para encontrar parqueaderos y los embotellamientos hacían que se transportara en metro o en bicicleta. Al llegar a la puerta del pasajero y mientras la abría, él le preguntó:

—¿Estoy interrumpiendo algo entre tú y ese Dan? Por qué si es así, me gustaría saberlo.

Sofía, que lo miraba desconcertada —no había hecho comentario alguno sobre su aspecto—, se sulfuró, se soltó y dio media vuelta para devolverse.

—¿Tú crees que saldría contigo si tuviera algo con otro hombre? Deberíamos dejar la salida aquí. No me impresionas con tus actitudes trogloditas.

Se sintió un tonto. La tomó de nuevo con suavidad del brazo y la llevó a la puerta del auto.

—Disculpa, es que…

Le pasó los brazos por la cintura, sujetándola, y su atrayente perfume, que apenas había percibido cuando la besó en la mejilla, la inundó de pronto. ¡Por el amor de Dios! Cómo la afectaba ese hombre. Disimulando, lo miró con reprobación.

—Si eres así con todas, no debes salir mucho.

Una sonrisa se formó en el rostro de Álvaro. No quería soltarla. Sentía su respiración y no podía dejar de mirarle la boca. Cruzó de nuevo su mirada con ella.

—No tengo problemas en ese campo, créeme, y te pido disculpas por mi comportamiento.

Sofía lo sabía, solo quería pincharlo. Era un hombre seguro de sus encantos, estaba acostumbrado a que las mujeres se le lanzaran. Pues bien, con ella otra sería la historia.

Álvaro, sin decir palabra, la hizo subir al auto, en cuanto dio la vuelta, la ayudó a ajustarse el cinturón de seguridad y al acercarse, inhaló nuevamente su aroma, que lo llevó por otros caminos. Se sosegó de golpe, empujó un disco compacto y la música de Bruce Springsteen irrumpió en el silencio.

La noche no había empezado bien. Tendría que mejorar.

—Estas hermosísima, Sofía

Ella distendió los labios y lo miró.

—Gracias.

“Con ese cabello suelto y esas facciones, Sofía, me dejas pasmado”. No podía decírselo, las palabras se le atragantaban, por primera vez se sentía torpe con una mujer. La sensación de celos que lo asaltó al ver a Dan en la puerta lo había confundido. No la quería cerca de ese tipo. No sabía por qué. Nunca había sido territorial en sus relaciones, pero con ella todas las premisas que habían regido su vida volaban por los aires. Cada sonrisa suya le provocaba sensaciones cálidas en el pecho.

En pocos minutos llegaron al bar restaurante, ubicado en la avenida Ámsterdam. Bajaron del auto. Álvaro se dirigió a la puerta del lugar y la mantuvo abierta hasta que Sofía pasó junto a él. Entró tras ella y dio su nombre al mesero. Había hecho una reserva. El hombre miró una lista y los llevó a una mesa al fondo del local.

Había una tarima donde se presentaría la banda. Al lado, una barra con taburetes altos y en la pared una colección de botellas de toda clase de licores. Cuadros con fotografías de los diferentes parques de la ciudad adornaban las paredes. Álvaro le abrió la silla a Sofía y esperó hasta que estuvo acomodada, pidieron un par de cervezas y mientras tanto, el mesero les pasó la carta. Sofía escogió ese momento para quitarse el chal, dejando al descubierto sus blancos hombros. Él quedó de nuevo pasmado, eran delicados y tuvo el apremio de tocarlos, un centenar de pensamientos obscenos cruzaron por su mente.

—Te aconsejo las costillitas de carne y las alas de pollo en salsa Barbecue — carraspeó Álvaro sin dejar de mirarla.

—Las costillitas están bien, gracias.

Pidieron un par de ensaladas. Sofía observaba el lugar con curiosidad. Un pianista interpretaba una suave melodía.

—¿Hace cuánto estás en Columbia?

Álvaro le relató que llevaba año y medio viviendo en los Estados Unidos, que en tres meses terminaría el posgrado y volvería a su país. Tenía muchos planes. Sofía percibió en él que era y sería un hombre de éxito. Le habló de sus padres y hermanos, hasta que una sombra se posó en los ojos de Sofía.

Llegaron los platos, y mientras pinchaban los diferentes alimentos, charlaron de trivialidades. Álvaro, sin pena, tomó una de las costillas de su plato y a su vez le brindó parte de su comida. A Sofía le encantó ese gesto. Cuando iban por el postre, él cambió de tema de conversación.

—¿Hace cuánto que ocurrió la muerte de tus padres? —preguntó y al tiempo tomó su mano.

Ella no lo rechazó y él le acarició el dorso con el pulgar. Sofía soltó la cuchara del postre y se limpió con una servilleta.

—Hace cuatro años. —Bebió un trago de su bebida—. Yo tenía dieciséis.

—Debió ser algo terrible, no lo puedo imaginar —dijo él cuándo el silencio flotó en la mesa.

Sofía le dio un nuevo giro a la conversación. Aún no confiaba en él lo suficiente como para relatarle el hecho que le había cambiado la vida.

—La vez que me invitaste a tomar café, el día de la exposición, me hablaste de Italia, cuéntame.

Álvaro demoró unos segundos en contestar, en vez de molestarle el gesto de desconfianza, aguijoneó su deseo de conocerla más y estar al tanto de cada uno de sus secretos.

—¿Nunca has salido de Estados Unidos?

—No, desde que llegué con mis padres a los cuatro años.

—Me imagino que te hablaban mucho de Italia. ¿No recuerdas nada?

—No.

Álvaro tornó su expresión a una soñadora.

—Es un país hermoso y con una historia privilegiada. Fui por primera vez cuando tenía dieciséis años con mi familia. Hubiera sido el viaje ideal para ti: arte, galerías y museos. Volví el año pasado. Fue un viaje algo diferente. Es un país que te cambia la percepción que tienes de la vida. Te invita a que tomes todo con calma, bueno, es mi apreciación desde el punto de vista de viajero, si vives allí, estoy seguro de que otra será la historia.

Tomó un sorbo de la bebida y se perdió en los ojos de Sofía.

Y ese fue el preámbulo para que ella se abriera a una catarata de recuerdos. Su madre en la cocina, tan hermosa, tan joven, con esa piel tan luminosa que le había heredado, su olor y los blusones que usaba, se afanaba entre sartenes y cuencos para agasajar a su padre con platos que los transportaban por instantes al pequeño pueblo de La Toscana del que habían salido, tan jóvenes y enamorados.

Con la voz entrecortada, dijo:

—Mi madre era buena cocinera.

Álvaro aferró de nuevo su mano y dejó que siguiera hablando.

—Hablaban de cómo se habían enamorado. El pueblo es pequeño y se conocían desde niños.

—Sofía…

—Ey, hermano… ¿Cómo estás? —Los interrumpió Greg, que no dejaba de mirar a Sofía con curiosidad—. ¡Epa! Es hermosa. Mucho gusto. Soy Greg Anderson y mucho mejor partido que este coñazo, te lo aseguro.

—No después de que termine contigo —sentenció Álvaro—. Vuelve a tu saxo, cabrón, que bastante ruido has hecho las últimas semanas para que ahora vayas a salir con un chorro de babas.

Ambos lo miraron, confusos.

—Dichos colombianos que solo entiende él —aclaró Greg a Sofía—. Aunque deduzco que quiere decir que no vaya a salir mal la interpretación. Es su manera de desearme suerte.

Se despidió de Sofía con un beso en la mejilla que le hizo rechinar los dientes a Álvaro. El muy cabrón, ya vería. Álvaro quería recuperar el halo intimista que tenían antes de la llegada del chico, pero fue imposible, Sofía se había cerrado otra vez. Charlaron de música y se dedicaron a escuchar la interpretación de Greg. Era una selección de jazz latino que invadió con su ritmo y energía el lugar. Tenía talento, Álvaro admiraba enormemente el universo creativo a pesar de ser un hombre que se regía por el pragmatismo en todas las facetas de su vida. Él pensaba que se lo debía al entorno en el que había crecido, aunque no tenía talentos especiales para descollar en el mundo del arte, se quitaba el sombrero ante el espíritu de creación, quizás por eso le atraía tanto Sofía. Además de por su belleza y por el aura de misterio que la rodeaba, claro.

Después de la presentación de Greg, un grupo de pop rock tomó la tarima. Álvaro se levantó para ir al baño. Al salir, se tropezó con Greg en el pasillo.

—¿Estás enganchado? —preguntó el músico.

—No es tu problema.

—Oye, si tiene una hermana o una prima, me apunto.

—De malas, es hija única.

—Llegué tarde, entonces. —Le dio el consabido puño en el brazo—. No es como Brenda. No la has llevado a casa todavía…

—Ya basta.

—Tengo razón.

Álvaro agachó la mirada, se metió las manos en el bolsillo y dijo:

—No sé.

Greg silbó.

—Estás hecho un marica. No me digas más y ve corriendo, porque Brenda acaba de entrar, ya escaneó el lugar y viene hacia acá.

Brenda, enfundada en un diminuto vestido negro y con tacones interminables, caminó con decisión hasta él.

—¡Hola, querido! —Se abalanzó y le dio un beso en la boca que Álvaro no devolvió.

—¿Qué haces aquí? —preguntó, mientras no dejaba de mirar a Sofía, que parecía atónita. Trató de soltarse, pero el agarre de la mujer era fuerte.

—Greg también es mi amigo.

El aludido blanqueó los ojos, ni siquiera lo había saludado. Álvaro no entendía el poco amor propio de Brenda. Su padre lo había llamado, y de manera velada había preguntado por su relación con ella, Álvaro estaba seguro de que la chica ya había comentado sobre el fin de la relación a su familia, y papi seguro había hecho alguna observación. Sus padres no irían más allá, lo conocían y sabían que Álvaro no permitiría intrusiones en su vida privada, pero era jodidamente incómodo.

—Estoy acompañado, Brenda —repuso en tono frío.

La chica palideció.

—Así que por eso deseabas tiempo, eres un jodido hijo de puta.

—Brenda, no quiero un espectáculo.

Sofía se puso el chal y se levantó. Álvaro, horrorizado, se soltó de la rubia y corrió hacia ella. La joven no se quedó atrás y caminó detrás de él. Álvaro aferró el brazo de Sofía.

—Ey, vienes conmigo —dijo, mientras sacaba un dinero y lo dejaba en la mesa.

—Ya tienes compañía —contestó Sofía, con los ojos como chispas y los dientes apretados.

Brenda se las arregló para llegar al lado de Álvaro. Arqueó una ceja y la miró de arriba abajo.

—¿Y tú eres…? Ah, pero si es la chica de la feria —dijo en tono poco amistoso.

La miró con odio de arriba abajo.

—Sofía —contestó ella, incómoda por la situación, y con la puñalada de los celos hiriéndola en lo más vivo de sus sentimientos ¡Era una situación tan ridícula!

—Buenas noches, Brenda —se despidió Álvaro, sin soltar del brazo a Sofía. Le notaba las ganas que tenía de propinarle un codazo en las costillas.

—¿Ya la llevaste a tu casa? —dijo a Álvaro sin quitarle la mirada a su rival y a la mano que la aferraba, luego sonrió con burla—. Es exigente en la cama, querida, no creo que des la talla.

Álvaro frenó en seco, dio la vuelta y le lanzó una mirada asesina.

Sofía lo jaló del brazo para sacarlo del lugar, él se dejó llevar. Tan pronto atravesaron la puerta, ella dijo:

—Me voy en un taxi.

—¿Sola? No lo creo, viniste conmigo, te vas conmigo.

—Tú novia te espera —dijo, furiosa, y negándose a mirarlo.

—¡Sabes que no es mi maldita novia!

Ella levantó la mirada en un gesto que le decía que no se lo creía.

—Lo que vi allá dentro me dice otra cosa. ¡Te besó!

—Tienes que confiar en mí.

—¡Confianza! —Sofía levantó el tono de voz y empujó su pecho con la mano, dispuesta a parar el primer taxi que pasara—. No te conozco de nada. —Fijó la mirada en él y alzó la mano con cuatro dedos levantados—. Te he visto cuatro jodidas veces, Álvaro, ¡cuatro!

—Tú crees que para mí es fácil hacerme cargo de esto que siento aquí. —Se golpeó el pecho y exhaló una risa carente de humor—. No, claro que no, ¿qué vas tú a saber?

—¡No me conoces!

—Pero quiero hacerlo, maldita sea, lo necesito, esto que siento por ti me tiene jodido, te pienso todo el maldito día.

Sofía quedó muda ante su explicación y su mente voló a las palabras de Brenda. ¿De qué diablos hablaba esa mujer? ¿Cómo así que no daría la talla? ¿En la cama?

Álvaro no dejó de mirarla después de su declaración, pensando en su mala suerte en cuanto a esta mujer se refería. Respiró profundo y antes de hablar, Sofía le soltó:

—No me vuelvas a llamar, ni a aparecer por mi casa.

—No.

—Sí.

—Sofía, por favor. —Cerró los ojos, tratando de tranquilizarse—. Esto no se trata de Brenda, sé que no te soy indiferente.

—Eres un engreído.

—Pero no lo niegas.

Sofía enrojeció de repente.

—Estás jugando conmigo.

—¡Nunca!

Se alejó unos pasos de ella y puso ambas manos detrás de la cabeza. ¿Qué mierdas hacía? Estaba perdiendo los papeles por una mujer a la que ni siquiera había besado. Pues tendría que ponerle remedio a eso, se moría por besarla, por tocarla, si después no lo quería volver a ver, por lo menos se llevaría el sabor de sus labios con él.

Sofía se alejó, y sacó el móvil, dispuesta a llamar a un taxi.

—No seas niña, te vas conmigo.

La tomó por la cintura y la llevó con firmeza por la acera. Ella se soltó y en ese preciso instante, Álvaro la arrinconó contra una pared, apoyó las manos a ambos lados de ella y la inmovilizó.

—No le devolví el beso, porque los únicos labios que quiero tocar son los tuyos.

Y se apoderó de su boca.