Esa noche solo hablaron sus cuerpos. Como si las palabras fueran detonantes que les estallarían en la cara a la menor frase dicha. No importó. Sus cuerpos se reconocieron. Sofía había leído en alguna parte que las vaginas tenían memoria, lo pudo comprobar esa noche. La intimidad vivida con Álvaro nueve años atrás había marcado al resto las de las relaciones sexuales que tuvo en esos años. Estuvo con hombres buenos y no tan buenos, la pasión y su cerebro pudieron engañarla muchas veces, pero su vagina siempre fue honesta, reflejó sus fantasías, sus sueños y su más profundo deseo de él, siempre de él.
Observándolo dormir, en toda su espléndida belleza, ella fue incapaz de quedarse dormida. Tenía miedo de despertar y que hubiera sido un sueño. Le tocó un mechón de cabello, quiso tocarle las arrugas de la frente, que se notaban aún con el ceño distendido —ya se habían hecho permanentes, como si estuviera serio mucho tiempo—, y su boca, su boca era absurdamente perfecta. No se cansaba de mirarlo, de constatar en lo se había convertido físicamente: un diez le hubiera dado Edith sin dudarlo, se notaba que practicaba deporte, y sí, ella había devorado el reportaje del periódico, y por él supo que Álvaro aún corría todos los días, que era asiduo practicante de krav magá —eso era nuevo—, que era hermético en sus relaciones y muy exitoso profesionalmente.
Por lo que ella acababa de comprobar, había ganado experiencia sexual, aunque después de la primera colisión, su talante poco había cambiado, seguía siendo demandante, fiero y posesivo, toda la noche sintió como si la estuviera marcando de alguna manera primitiva. Descansaron alrededor de la medianoche y luego él la despertó con sus caricias atrevidas, sus palabras calientes y sus besos voraces. Había bajado el ritmo apenas una hora antes, tampoco habían comido nada. No habían usado protección, menos mal que ella tomaba la píldora. Cuando trató de decirle que tenía profilácticos en la mesa de noche, la miró con una sonrisa que no le llegó a los ojos, la penetró enseguida y le dijo:
—No hará ninguna diferencia después de las dos veces anteriores. —Luego murmuró algo parecido a una disculpa y suavizó el tono—. Esta noche no, por favor, después los usaremos. —La besó de nuevo—. Después.
Ella no tenía ningún problema con eso, pero tampoco iba a dejar el tema así. Ambos tenían un pasado, nunca se había acostado con un hombre sin que este usara un condón, era responsable, no sabía si Álvaro había hecho lo mismo.
Amanecía. Quiso levantarse, pero el brazo de Álvaro no la dejó.
—Ni lo sueñes. Nos moriremos en esta cama, no pienso levantarme más.
Sofía soltó la carcajada.
—Tenemos que hablar.
Él gruñó y se puso encima de ella.
—Más tarde.
Ella le acarició el rostro, le delineó la boca, los pómulos, la barbilla con asomo de barba.
—Il mio amore[19].
—¡Me pones tan caliente!
Sin ningún pudor, tomó la mano de Sofía y la encajó en su miembro, ella lo masajeó de arriba abajo.
Álvaro no podía apartar la mirada de su rostro, del color de sus ojos —en la madrugada, ella se había podido deshacer de los lentes de contacto—, era su Sofía. Sabía que debía dejarla descansar, esa noche había actuado con ella como si no hubiera tenido sexo en diez años y en parte era cierto, el intercambio con otras mujeres no tenía nada que ver con el cataclismo de placer que Sofía le provocaba. Era como una maldita adicción, siempre ahí, latente por años y ante el más mínimo roce, volvía con más fuerza.
Vio las marcas que le habían hecho sus dientes en el hombro. Con orgullo, le besó el moretón y recordó el momento caliente que lo había propiciado. Él también tenía las marcas de sus uñas en la espalda. Siguió el recorrido por sus pechos perfectos, donde sus pezones en alto ya esperaban su boca. Se deleitó con ellos unos momentos, observó la piel enrojecida por culpa de su roce, percibir sus gemidos y la manera en que le aferraba la cabeza era muy estimulante.
Escuchar otra vez sus palabras de amor en italiano era su fetiche y no iba a pelear contra eso. No se engañaba, aún estaba furioso y bastante, su amor y su deseo estaban en pugna con los celos, la angustia por volverla a perder y la desconfianza, pero no era sino tocarla, y su hambre de ella se ponía por encima de cualquier desengaño. Era una mujer hermosa, su cuerpo, sin ser perfecto, encarnaba todas sus fantasías masculinas, con la misma piel sedosa y una sensualidad que no existía en la Sofía de años atrás.
Los celos lo ahogaban al pensar en los otros hombres que gozaron de sus encantos, pero no sería justo recriminarle nada, él no había sido ningún santo. El recordar sus pecados, le obligó a concentrarse en la mujer dispuesta debajo de él.
Se levantó en la cama y se puso de rodillas con los muslos cerrados, le acarició el sexo, la penetró con un dedo, estaba hinchada y lubricada, caliente y apretada. La jaló hasta que quedó frente a él, con sus piernas entre las de ella, la alzó, la situó entre su pecho y sus piernas y fue introduciéndose despacio, poco a poco la hizo descender sobre su miembro hasta que la penetró por completo. Ella siseó y exhaló una respiración. Él le aferró el rostro.
—¿Te hago daño?
— Non ti fermare. ¡Oh mio Dio, per favore, amore mio![20]
Él emitió una exclamación.
Ella se aferró a él por la espalda y le besó los hombros y el cuello, el roce de sus senos contra el pecho de Álvaro la enloquecía de placer. El calor se adueñaba de su cuerpo con cada vaivén, él presionaba con sus rodillas hasta acercarla más y entrar más profundo en ella. Era una postura muy íntima, él le aferró el cabello para no perder ningún gesto de su rostro.
—¿Te gusta?
—Oh, sí —suspiró ella, al notar el roce.
Álvaro le besó los parpados en un gesto de ternura que no había tenido con ella la noche pasada. Le parecía una quimera estar en su interior, disfrutar de sus caricias, escuchar sus gemidos. Ella echó la cabeza hacia atrás y los pechos quedaron a la altura de la boca de Álvaro, que no perdió tiempo y se dedicó a besarlos y acariciarlos.
—Tus tetas son una preciosura, tu sabor es delicioso —dijo en español.
Ahora quería disfrutar, tomándose su tiempo, sin la urgencia de la noche anterior, pero la fricción de sus sexos, su calor vaginal que lo endurecía más, lo apremiaba, lo avivaba, los jadeos, las respiraciones agitadas, hasta el roce de las sabanas y el sentirse devorado aumentaron el vaivén.
—Mírame —dijo él con un sonido estrangulado—. Soy yo, tu hombre.
—¡Mio, amore, mio!
Sofía estaba perdida en el placer, en el brillo de sus ojos, su fricción hizo que pusiera los ojos en blanco, las sensaciones punzantes se repetían una y otra vez, fluyendo por todo su cuerpo. Lo dejó hacer lo que quiso. La sacudía con el movimiento implacable de sus caderas, todas sus partes chocaban hasta que la suma de sentires se agolpó en su sexo y de allí se extendió por todo su cuerpo hasta llegarle al alma, podía jurar que vio una mezcla de colores nunca imaginada y susurró su nombre una y otra vez.
Con la respiración agitada y las embestidas a ritmo febril, Álvaro sintió un corrientazo que lo atravesó de arriba abajo y se vació en ella en medio de resuellos ruidosos y puntos brillantes tras de los ojos. Ofuscado, trataba de recuperar el aliento, abrazado a su cuerpo. Repitió su nombre una y otra vez.
Iván apenas había dormido, después de preparar todo un informe sobre la operación del traficante de armas sirio, que había tenido buenos resultados y pocas bajas. Se disponía a abordar el primer avión a París. Dan Porter lo había llamado el día anterior, Sofía se había vuelto loca y le habían destinado un hombre para que la siguiera, que empezaba su labor hoy, aunque en su opinión, lo mejor sería sacarla del país.
Su malgenio hervía a fuego lento. Así que había terminado su relación por ese mamarracho, caviló, mientras echaba un jean y un par de camisetas en una mochila. ¿En qué mierda de mundo te vuelves a encontrar por casualidad con alguien que no ves hace nueve años? En un mundo ajeno al de él, de eso estaba seguro.
El sonido del timbre del móvil lo distrajo de sus pensamientos. Era Michel Vial, su compañero de la agencia en París, eran buenos amigos.
—Enhorabuena por el último trabajo, mereces unas vacaciones.
Alexander se sentó en la cama y se rascó la frente mientras miraba el reloj. En veinte minutos saldría para el aeropuerto.
—Creo que me voy a tomar unas vacaciones permanentes, estoy cansado de tanta mierda.
—Si lo haces, avísame, aquí hay una empresa que necesita hombres como tú.
—Quisiera alejarme de todo esto, armas, sangre, muerte.
—Eres un guerrero, hermano, y los guerreros mueren en batalla.
A Alexander le fastidió el comentario.
—Me imagino que no es por tu bondadosa preocupación por mi futuro que me llamas. ¿Qué pasó?
—El tipo ruso que llevas tiempo buscando está en París.
Un sudor frío le atravesó la espalda. La conmoción lo golpeó como con un bate.
—¿Viktor?
—Sí.
—¿Hace cuánto lo vieron?
—Hace dos días. Un agente de policía lo vio por una de las cámaras del metro, pero hasta anoche no me avisó.
El rostro de Viktor estaba en las alarmas de la policía. Desde los atentados terroristas, una serie de personajes estaban en la mira de las cámaras de las diferentes estaciones del metro, aeropuertos, calles y sitios turísticos de las principales ciudades del mundo. Habían atajado más de un ataque gracias a los avances de la tecnología. Aunque Viktor no era terrorista, sí era peligroso, y su inclusión en el cotejo de rostros de la policía permitía mantenerlo en la mira. Así lo habían tenido localizado a lo largo de los años, pero cuando intentaban atraparlo, se escurría como la rata de alcantarilla que era.
“El maldito ya vio la foto”, se dijo, mientras se echaba la mochila a la espalda y repasaba con la vista que no quedara nada de su presencia en el lugar. Maldijo, furioso.
—¿Tienes idea de donde está?
—Venía en un tren de una de las rutas de Saint Dennis.
—Trata de ubicarlo, pon un grupo de hombres en ello enseguida, estaré en un par horas en París.
—¿Sofía ya está siendo vigilada?
—Un hombre va para su casa ahora.
—Que se apresure.
Se despidió de él, no sin antes pedirle el favor de que reforzara la vigilancia en la casa de Sofía, le dio los datos. Un solo hombre no era suficiente.
Álvaro se ponía la chaqueta cuando entró una llamada a su móvil.
—Bonjour, Ginette —saludó en cuanto contestó el aparato.
Sofía se terminó de vestir en silencio. ¿Quién sería Ginette? Cuando empezó a hablar de trabajo y reuniones, dedujo que era su asistente. Le dio un par de instrucciones y le pidió que le enviara un correo con un informe para leer en el auto antes de llegar a la embajada. Sofía se aplicó el perfume de violetas.
—Me encanta ese perfume —dijo Álvaro, guardando el móvil.
Se acercó por detrás y le olfateó la nuca. Habían compartido una ducha, Álvaro se cambiaría en la embajada, tenía ropa de recambio en la oficina. El aroma de las flores estalló en su nariz para enseguida dejar un vacío, volvía y atacaba con la fragancia, y se iba otra vez. Un aroma de refinada seducción que encarnaba lo que había vivido con Sofía. Lo aspiró con deleite.
—Me vuelve loco.
Ella ya lo sabía, quería conquistarlo, deseaba volverlo loco, lo ocurrido la noche anterior le daba vuelo para querer algo más, tendría que buscar una solución, porque sin Álvaro Trespalacios ya no quería vivir. Hablaría con Dan, con Alexander, haría lo que fuera, hasta contratar seguridad privada si era el caso, con tal de estar en su vida.
Era consciente de la lucha interior que llevaba Álvaro. Sus gestos afectuosos estaban marcados por la desconfianza y algo más que no sabía dilucidar. Seguía resentido, pero él la necesitaba y se agarraría a ese sentimiento para superar lo ocurrido. Al ver que ella tomaba de la mesa de noche el estuche de los lentes, él la jaló y le acarició el rostro con la mano.
—Déjame ver tus ojos otra vez, antes de que los escondas.
Ella le sonrió.
—Te invito a desayunar en la panadería de la esquina, venden el mejor café y los croissants más exquisitos de París.
Él sonrió al verla y sentirla tan feliz. Ella se puso los lentes con rapidez. Al salir de la habitación se percató de la pintura que colgaba en la pared, era él, años más joven, se acercó y la tocó con la yema de los dedos. Luego miró a Sofía, sorprendido, con un nudo en la garganta y el pecho encogido. Ella nunca lo olvidó.
—No sabes cómo soñaba con volverte a ver —susurró ella a su lado.
Él la envolvió en sus brazos, no quería salir de la habitación en la que por fin había recuperado su alma, pero el mundo real los acechaba detrás de la puerta y había que hacerle frente. La besó, luego se puso el abrigo y salieron de la habitación.
Edith los esperaba, sentada en una de las sillas que daban al mesón de la cocina.
—Vaya, vaya… —dijo, levantándose enseguida y caminando hacia él.
—Edith, te presento a Álvaro.
Ella soltó una carcajada nerviosa.
—¡Ahora entiendo muchas cosas!
—Edith es mi mejor amiga, vivimos juntas desde que somos estudiantes.
Sofía se acercó a ella y la abrazó.
—Puede ser un incordio la mayoría de las veces, pero a veces actúa con inteligencia.
Edith resopló.
—Me alegro —dijo Álvaro, y sonrió ante la mirada de interés que le lanzó la joven.
—Ya deja de mirarlo así —susurró Sofía cuando pasó por su lado.
—¿Quieres un café? —preguntó Sofía a Álvaro.
Él negó con la cabeza mientras contestaba varias preguntas de Edith y observaba los cuadros en las paredes. El día anterior no había reparado en el apartamento, dirigió la mirada a las pinturas y se percató de que había estado en lo cierto. El arte de Sofía había madurado y conservado su estilo, sus pinturas eran altamente detalladas, pero ahora su obra, de colores neutros, oscuros y nebulosos, delataba una profunda melancolía, nada que ver con aquellos cuadros de fuertes colores de años atrás. Sin embrago, las sensaciones que trasmitían eran igual de palpables para el observador, pequeños prodigios colgados de una pared, que lo enternecieron.
Ante las insistentes preguntas de Edith, Sofía lo sacó corriendo.
Aún estaba oscuro, eran apenas las ocho de la mañana, el día estaba helado. Sofía se puso los guantes tan pronto salieron. Álvaro le pasó el brazo por los hombros mientras llamaba al chofer para pedirle que lo recogiera, y le dio las señas de la cafetería.
Entraron al lugar, una bofetada de aire caliente con olor a pan y a café les invadió el rostro y las fosas nasales. Había apenas unas tres personas, seguro por la hora temprana: una anciana en una mesa, y en otra una pareja madura.
— Bonjour, Pierre —saludó jovial Sofía al hombre maduro que organizaba los croissants en una amplia bandeja. El olor la hizo salivar, no comía nada desde el día anterior en la merienda.
Se ubicaron en una de las mesas junto a la ventana, que tenía unas primorosas cortinas de cuadros rojos y blancos.
—Hoy quiero un chocolate bien caliente.
Pidieron croissants con mantequilla, un café para Álvaro y un chocolate para ella.
—Álvaro, il mio amore, tenemos que hablar.
Una expresión hermética vistió el semblante de él. Sofía comprendió que no iba a ser fácil.
—Necesito saber qué diablos pasó. No des más vueltas y suéltalo.
Álvaro desvió la mirada al par de hombres con pinta de problemas en mayúscula que entraron al local. Se puso en tensión enseguida.
Uno era alto, fornido, de cabello negro largo, barba espesa, abrigo oscuro y mirada helada de color plomo. El otro era un poco más bajo, rubio, de cara delgada, calvicie incipiente, y ojos grises como témpanos de hielo. Se adentraron en la cafetería uno detrás de otro, ignoraron el saludo del panadero, haciendo que sus pasos rechinaran en los tablones de madera, y luego se desplegaron, uno delante de ellos y el otro, cubriendo la salida de atrás.
Sofía palideció, aterrorizada al ver frente a ella, de repente, el rostro de uno de los cómplices del asesinato de Ivanova.
El primer impulso que tuvo Viktor Kasansky en cuanto vio a Sofía fue pegarle un tiro en plena cara, fue algo tan fuerte que tuvo que recurrir a todo su autocontrol para no hacerlo. Las cosas habían cambiado, el millonetas que estaba con ella podría ser su pensión de retiro. Se le había ocurrido la idea al verlos pasear el día anterior. Aunque aún deseaba descerrajarle la pistola en la cara, una buena suma de dinero podría moderar el impulso. La secuestraría y el imbécil que estaba sentado junto a ella pagaría lo que fuera, estaba seguro.
Álvaro se levantó despacio. Hubo un momento de absoluto silencio, sus gestos emanaban ondas radioactivas de peligro que eran casi palpables.
—¿Qué se les ofrece? —preguntó Pierre.
Ellos no contestaron, el hombre de barba de acercó para golpear a Álvaro. Primer error, se dijo él, preguntándose por qué no habían sacado las armas enseguida, seguro por las personas que observaban la escena. Le atajó el golpe al empujar su cuerpo contra el otro maloso, evitando que este se acercara a Sofía.
No se esperaban ese tipo de respuesta. Álvaro era consciente de que en segundos tendría que noquearlos antes de que sacaran algún arma. El de barba, sorprendido, se levantó, dispuesto a sacar la pistola, pero Álvaro extendió la pierna hacia adelante y la enredó con el pie del tipo, que cayó a pocos centímetros de él. La cabeza dio con el filo metálico de la superficie de la vitrina, y se desgonzó en el piso sin sentido en medio de una lluvia de vidrios, uno de ellos se alojó en la mano de Álvaro, que empezó a sangrar. Lo dejó allí, lo empujó con los dedos, más bien le serviría de arma.
La pareja empezó a gritar, la anciana observaba todo aterrorizada, cuando Álvaro reaccionó para atacar al segundo hombre, este ya había sacado el arma y tenía a Sofía en el punto de mira.
—Quietos todos y nadie saldrá lastimado.
Álvaro le creyó por el simple hecho de que en el momento inicial de la agresión, el hombre no tenía intención de disparar o lo hubiera hecho tan pronto irrumpieron en el local. Claro que eso no lo hacía menos peligroso.
El hombre se acercó a Sofía y la agarró del cuello. Álvaro quiso matarlo con sus propias manos al ver como empalidecía más a causa de la falta de respiración. Ella le miraba la mano y la sangre que manaba de la herida. Él le dijo con los ojos que no se preocupara.
—Déjala respirar, hombre —dijo Álvaro, mientras meditaba su próximo movimiento.
El hombre no le hizo caso. Álvaro la miró con tristeza, angustiado.
—Si tienes algún arma, tírala ahora.
Álvaro puso las manos en alto, podría atacarlo, pero el malnacido era el dueño del gatillo y nada le garantizaba que no lo fuera a utilizar a la mayor provocación. Sofía se revolvió, inquieta, tratando de darle patadas, rebelándose contra la muerte, no se iría sin luchar.
—Vamos a salir de aquí despacio. Nadie puede seguirnos o le meto un tiro al que se atreva.
—¿Cuánto quiere? Es suyo —soltó Álvaro como tiro de metralla.
Viktor sonrió, un gesto que lo hacía más terrorífico.
—Se lo haré saber.
—No se la lleve —rogó, angustiado—. Le daré lo que quiera, ahora.
—No soy tan imbécil. Espere órdenes mías.
La gente del local los miraba aterrada, todos se habían juntado en una esquina. Nadie entraba, los mafiosos habían puesto el aviso de cerrado al llegar.
Álvaro se acercó unos pasos.
—Aléjese o disparo —bramó Viktor, mientras caminaba para atrás.
No, no y no, Álvaro no la dejaría marchar sin luchar por ella. El corazón le batía como tambor, apenas podía tragar y un sudor helado perlaba su cara. Tenía unos pocos segundos antes de perderla. Vio que ella sacaba algo del bolso. Un arma no podía ser, no creía que fuera armada. Sacó un frasco de perfume, le quitó la tapa con cuidado y en el momento en que Viktor iba a abrir la puerta, le roció la fragancia en los ojos. El matón lanzó un grito y la soltó enseguida, el arma se disparó. Álvaro se acercó con un bramido, cortó la muñeca del hombre con el vidrio enterrado en su mano, lo desarmó y le fracturó los dedos. Con el arma en su poder, lo golpeó hasta dejarlo inconsciente.
—Este último golpe, gran hijo de puta, es por haberme separado de mi mujer tantos años. Quiero matarte, malparido —le dijo al cuerpo desgonzado.
Antes de ir con Sofía, gritó que alguien llamara a la policía.
—Álvaro —escuchó un susurro—. Debo ir a un hospital. Estoy herida.
Se levantó enseguida y se acercó a ella. La sangre abandonó su rostro y un ligero mareo lo acometió al ver que ella se tapaba una herida en el costado izquierdo de su abdomen.
—Mi amor —farfulló, asustado.
El miedo lo inmovilizó. No podía ser, no la perdería ahora que la había vuelto a encontrar.
—¡Llamen una ambulancia! ¡Necesito ayuda! —gritó, mientras apoyaba la cabeza de ella en su regazo.
—Mi amor, no, ya te llevo al hospital — dijo al ver que los segundos pasaban y nadie hacía nada por ayudarlos.
—¿Voy a morir? —dijo ella, angustiada.
—No —respondió él, apretando los dientes—. No va a sucederte nada, te lo juro. No lo permitiré.
La palidez de Sofía lo sumió en la desesperación. Le acariciaba el cabello y el rostro. Se levantó, la alzó con mucha suavidad y la llevó hasta la puerta.
—Mi amor, aguanta, por favor, aguanta —susurraba en español.
En minutos el sitio estaba rodeado por la policía, al ver que no había una situación de rehenes, la autoridad irrumpió en el lugar.
Un hombre con pinta de agente se presentó ante Álvaro.
—Soy Leonard Hinault, estaba encargado de la custodia de mademosielle Duras, hace media hora liberaron la orden.
—¡Al hospital más cercano, carajo! —gritó Álvaro al chofer que, pasmado, miraba la escena.
No prestó atención al agente, ni a las autoridades que trataron de detenerlo e impedirle que se llevara a Sofía, que iba dejando un rastro de sangre por el camino.
—Monsieur, no puede llevársela de la escena hasta que venga la ambulancia —dijo un agente de policía, impidiendo que Álvaro la subiera en el auto.
Álvaro lo empujó.
—No haga que lo detenga, monsieur.
—¡Me importa una mierda! ¿No ve que está herida?
La ambulancia llegó en ese momento, los paramédicos estabilizaron a Sofía, la bala había atravesado tejido y salido por la espalda. La llevaron al hospital Pompidou.
Álvaro, con la adrenalina a tope, a duras penas permitió que le cosieran la herida que se llevó ocho puntos. No había noticias todavía del estado de Sofía. Estaba con la cabeza agachada cuando Dan Porter entró en la sala de espera. Se levantó como un resorte.
—¡Hijo de la gran puta! —exclamó Álvaro.
Se levantó, se lanzó sobre él y le dio un puñetazo en el rostro que tomó al hombre totalmente desprevenido. Dan trastrabilló hacia atrás, mientras se llevaba la mano a la nariz.
—Me viste la cara de pendejo, cabrón ¡Me juraste que estaba muerta!
—Lo hice por ella.
—¿Dónde estabas hoy? ¿Dónde estaba la protección que ella necesitaba?
—Usted no tiene ningún derecho a recriminarme nada, Trespalacios, llevo nueve años cuidándola y fue por su maldita culpa que ese malnacido dio con ella.
Álvaro sintió como si Dan le hubiera devuelto el golpe.
—Pues de malas, porque no voy a desaparecer como en el pasado y veremos si ella está de acuerdo con eso.
“¡Lo que faltaba!”, pensó Álvaro, al ver a Ivan Rabcun entrar en la sala.