Capítulo 5

 

Sofía notó que la boca de Álvaro era muy suave, en claro contraste con la tensión que reverberaba por su cuerpo. No podía negarlo, entre ellos había algo y no solo por el hecho de no querer separarlo de un empellón. El hombre le tomó el rostro con las manos y le saboreó los labios en detalle, aprendiéndose sus contornos. Ella metió las manos entre la chaqueta, le acarició los hombros y enredó los brazos en su cuello. Fue como si él hubiera estado esperando su aquiescencia para profundizar el gesto. La lengua de Álvaro recorrió la boca ofrecida y la invitó a abrirla. Cuando los labios de la mujer se separaron, se sumergió de lleno en su interior y ahí empezó el verdadero beso.

La boca de Álvaro se cerró sobre la de Sofía, como un hambriento al que de pronto le brindan un festín. El chal se le escurrió a ella por los brazos. Álvaro le acariciaba el cuello y no pudo resistir la urgencia de acariciarle los hombros con los que había fantaseado durante toda la cena. Se sentía tan bien. La piel era suave como la seda, pero caliente como una manta en una habitación caldeada. Esa imagen, la de una habitación, hizo que la aferrara más a él y sus caricias se intensificaron, le acarició la espalda y el trasero, pegándole la pelvis a su voluminosa erección. No quería soltarla, pero la bocina de un auto los sacó del ensueño.

Al levantar la cara, Sofía estaba segura de que se encontraría con un gesto de victoria, pero se equivocó. Los ojos de Álvaro mostraban una pasión cruda y algo de confusión. Reacio a soltarla, le acarició con la boca el cuello y los hombros, cuando la sintió erizarse, llevó sus labios al oído de ella.

—¿Te das cuenta? Así estoy desde que te conocí.

Luego la condujo hasta el auto, le abrió la puerta y la ayudó a subir.

Dentro del espacio del vehículo, la tensión entre ellos tenía cuerpo y ocupaba un buen espacio. Después de probarla, su esencia a verbena y lima revoloteaba por el pequeño recinto y se imbuía en sus sentidos. Cuando Álvaro se acercó para revisar que el cinturón estuviera bien puesto, percibió la ansiedad de ella y notó que le miraba la boca. Le acarició el contorno de los labios con el pulgar, los tenía rojos, hinchados, suculentos. Podía escuchar su respiración más rápida y cargada, la miró a los ojos, percibió su gesto pesado; lo deseaba, no se pudo aguantar, soltó su cinturón y le sujetó la nuca para volverse a apoderar de ella.

Sofía se preguntaba cada segundo: ¿qué diablos hacía? Dejándose besar por un hombre que lo más seguro era que lastimara sus sentimientos a la primera de cambio. Gimió en su boca, mientras la lengua de Álvaro jugaba con sus labios. Besaba tan delicioso, había pasado mucho tiempo y sus adormecidas hormonas deseaban ese festín que no era de todos los días. La besó durante un largo rato. Movió una palanca y la silla se reclinó más, la cubrió con su peso y le hurgó la boca con la lengua, hasta casi ahogarla. Se separó un momento de ella.

—¿Estás bien?

—Sí.

Entonces fue Sofía la que se pegó de nuevo a él, la que le introdujo la lengua y se adueñó de su boca, incitándolo, jugueteando, sabiendo muy bien que con un hombre como él, el juego terminaría con ella en horizontal. Tal vez esa imagen hizo que recuperara un poco de control y buscara separarse de él. Álvaro la soltó, un poco reacio, y volvió a su posición. Sofía percibió sus labios rojos, que evidenciaban lo vivido minutos atrás y sintió un vacío en el estómago y una profunda desazón entre las piernas. Álvaro, con una lenta sonrisa, puso en marcha el auto.

Hicieron el regreso en silencio. Él la observaba de reojo, era una mujer exquisita, su piel, su cabello, todo en ella lo llamaba como canto de sirena. Quería que le hablara, que le contara cosas, pero ella parecía que se había olvidado de él, estaba sentada a su lado, perdida en sus pensamientos. Quería que se centrara en él, que dejara de mirar la noche y lo mirara. Se sintió como un niño antes de una pataleta. Cualquier otra mujer estaría acurrucada a su lado y ansiosa porque la llevara a la cama. Quería que Sofía lo buscara, lo anhelara, pero por lo visto podría esperar sentado hasta hacerse viejo.

La sentía cercana y lejana al mismo tiempo, no sabía si era un juego de su imaginación, como si dar el siguiente paso fuera impensable y eso la hacía desearla más. Ella le sería inaccesible hasta que confiara plenamente en él, hasta que lo conociera. ¿Pero qué tanto permitiría Álvaro que alguien atravesara sus barreras? Se conocía, era hombre de afectos y apetitos intensos, se sentía perdido en sus sentimientos, con ella no valdrían las dotes de cazador que esgrimía con otras.

Esa mujer lo había cautivado y no sabía por qué, o sí lo sabía: una belleza incomparable, y una ternura y un fuego que eran como su hermosura, visibles solo para el que tuviera el privilegio de conocerla. No era una mujer fácil, tenía la certeza de que estaba ante una persona que no daba su corazón ni su cuerpo sin sentimientos profundos de por medio.

Por primera vez, desde que la conoció, sintió temor. Era una mujer que a su corta edad llevaba una pérdida grande a cuestas. Había percibido el dolor por la muerte de sus padres y afloró en él el deseo de llenar su vida de gozo. En ese momento, supo que quería entretejer su mundo con el de esta mujer, era de locos, pero era lo que sentía, y desde lo visceral y lo profundo, sabía que lo haría. Recordó las palabras que su padre le dijera tiempo atrás: “En cuanto la encuentres, lo sabrás, es como sí una parte tuya que no hubieras percibido reconociera a tu alma gemela. Será desconcertante y no será fácil, pero ocurrirá de golpe y sabrás que estarás atrapado ante uno solo de sus gestos”.

Llegaron a la casa. La luz del porche estaba encendida, el abuelo seguro todavía estaba despierto.

—Si separamos el encuentro con Brenda ¿te divertiste? —preguntó Álvaro, ansioso como nunca en su vida, antes de salir del auto.

—Sí, muchas gracias —Sofía se soltó el cinturón, se inclinó y le dio un beso suave.

Minutos después, Sofía rememoraba en su cuarto lo ocurrido, cuando un tono de su móvil le dijo que tenía un mensaje de texto:

“Aún llevo el sabor de tus labios”. Sofía tecleó en el móvil: “No debí disfrutar tanto”. Otro mensaje de vuelta: “Pero lo hiciste, cada bendito segundo”. “¿De qué hablaba tu amiga?”. El móvil enmudeció.

A la semana del beso, Sofía decidió invitarlo a su taller. El olor de pintura y disolventes le dio la bienvenida. Había botes esparcidos en una mesa, pinceles y espátulas. El piso era una mezcla de colores, a pesar del desorden, rezumaba femineidad, había flores y macetas regadas en desorden por la estancia.

—¿Puedo? —preguntó él, al acercarse a un montón de pinturas apiladas en la pared.

Sofía frunció los hombros y lo dejó hacer. Se mordió la uña del pulgar mientras Álvaro examinaba las diferentes telas. A medida que la mirada del hombre se posaba en los lienzos y expresaba su opinión, y a pesar de la incomodidad inicial, se sintió bien al compartir con él el espacio vital de su vida. Solo Dan, su abuelo y el marchante de la galería conocían su celo a la hora de mostrar su obra. Era la quinta vez que lo veía y ya estaba desnudando una parte importante de ella. Se asustó, las sensaciones que él le producía la incomodaban, una mirada de sus ojos color chocolate la ponía en jaque, si las cosas iban así de rápido, pronto estaría desnuda en todo sentido y vulnerable, como cuando ocurrió su pérdida.

—¿Te das cuenta de todo el talento que rezuma este lugar? —señaló Álvaro, mientras recorría el pequeño espacio, tomaba las pinturas que se amontonaban en las paredes y las alejaba de sí para tener una mejor perspectiva—. Pero no importa lo que yo piense. Tú sabes que pintas bien. Nada de lo que yo vea cambiará la perspectiva de tu trabajo. Eso es algo intocable.

Sofía asintió en silencio. Él la vio acercarse a un espacio donde había tres pinturas tapadas con una sábana y quedó a la expectativa, pero ella pasó de largo, como si las evitara a propósito. Eso despertó su curiosidad, pero no le dijo nada y se concentró de nuevo en las telas que estaban a la vista.

—¿Tienes idea de lo que despierta cada una de tus pinturas? ¿Sabes lo que significa no querer dejar de mirarlas? Es un hermoso trabajo.

Sofía se sintió halagada por sus palabras. Sonrió, la sensación era muy diferente a la que experimentó cuando el marchante de la galería vino a observar su trabajo, y eso que solo le mostró cinco pinturas. Los lienzos tapados eran trabajos de cuando era adolescente y sus padres aún estaban vivos. Ni siquiera Dan los conocía. Nunca los vendería. Por primera vez alguien lejano a ella comprendía su trabajo, tuvo unas ganas inmensas de mostrarle esos lienzos especiales, pero decidió no hacerlo aún.

 

Las semanas siguientes fueron confusas para los dos. Para Álvaro fue un tiempo extrañamente largo sin relaciones sexuales; para Sofía, que había visto la avidez con que la besó esa noche, era ambigua la manera en que él se contenía. A dura penas le rozaba los labios y se despedía con un casto beso en la frente. Ella llevaba la cuenta de los besos.

Álvaro llevaba otro tipo de cuenta. ¿Cuánto faltaría para que ella confiara en él y así poder, por fin, meterse entre sus bragas? La continencia era un hecho ajeno a su naturaleza, cuando quería algo, lo tomaba y después a otra cosa. Era un hombre impetuoso y rápido para entrar en acción, en menos de nada establecía una relación. Le gustaba el sexo duro y fantaseaba con Sofía todo el tiempo, pero algo lo detenía. Le gustaba demasiado, era más importante que el montón de fantasias que despertaba en su cabeza, y allí estaba, como el ejemplo del amigo modélico, haciendo acopio de toda su entereza para no saltar sobre ella.

Sabía que la muchacha estaba desconcertada, pues había notado su avidez hacía pocas semanas, pero decidió ir más lento, y esperar a que algo le indicara el camino a seguir. Era condenadamente difícil, se sentía muy atraído hacia ella, la cortejaba y la halagaba con una paciencia que no había empleado antes con ninguna otra mujer. Si alguien le hubiera comentado a sus antiguas parejas que Álvaro Trespalacios llevaba tres semanas saliendo con una chica sin llevársela a la cama, no lo hubieran creído.

Lo único que hacía era visitarla, llegaba con ramos de flores, por supuesto, y la acompañaba en el taller de pintura; otras veces ayudaba al abuelo con algunas reparaciones, o sacaba a pasear a Max, hasta una tarde lo bañaron juntos. Aún recordaba su expresión cuando se quitó la camiseta y su torso musculado hizo aparición. Se miraron fijamente durante unos segundos, hasta que el abuelo y los ladridos del perro los sacaron de su abstracción.

Le había tomado cariño al anciano y hasta lo había acompañado a una partida de dominó en el centro comunitario y social para la tercera edad. Fue una tarde de sábado fantástica y valió la pena, porque Sofía esa noche se despidió con un profundo y apasionado beso. La deseaba, cómo la deseaba, no hallaba la hora de recorrer su cuerpo con manos y boca, saborear su piel, aprenderse cada depresión, cada curva, dormir a su lado y que su olor lo envolviera. A veces, cuando observaba su boca, se obligaba a cerrar los ojos por segundos para dar rienda suelta a su fantasía favorita: sus deliciosos labios alrededor de su miembro, dándole un placer inimaginable, mientras sus ojos de brandi se posaban en su cara.

En la mente de Sofía aún revoloteaban las insinuaciones de Brenda, y a veces trataba de tocar el tema con él, pero siempre se iba por la tangente. No quería asustarla a destiempo hablándole de sus “juegos”. No eran nada del otro mundo y dependía de los límites que la mujer interpusiera, con Brenda, lo reconocía, había llevado las cosas un poco lejos.

 

Un martes, Sofía madrugó para hacer su viaje quincenal a Soho. En días anteriores había trabajado haciendo velas para masajes con aroma a lima, sándalo y verbena. Aprovecharía el desplazamiento para comprar los insumos, que ya se le iban acabando.

En un carrito de metal llevaba dos cajas con el pedido que le había hecho Sally Davis, su clienta de la boutique de productos naturales y orgánicos, una atractiva pelirroja en la cincuentena, fiel sobreviviente de aquella época hippie que había marcado a una generación. Álvaro insistió en acompañarla, pero Sofía declinó, escudándose en su propósito de no permitir que faltara a clase para estar con ella. Lo cierto era que deseaba hacer ese recorrido en solitario y alejarse del entorno Trespalacios por unas cuantas horas para pensar. Tomó el subterráneo, que en poco tiempo la dejó a un par de cuadras de la tienda.

A poca distancia del local pasó por Starbucks y compró un capuchino, que degustó mientras caminaba por las calles de Soho repletas de boutiques y galerías de arte. Eran pocos los negocios como el de Sally, reducto de una generación de bohemios y artistas que se negaban a abandonar ese espacio de Manhattan en el que ahora convivían con yuppies y otras especies.

Entró a la Tienda Naturista y Cosmética Beautiful y de inmediato la invadió el aroma a menta y a canela. Por un equipo de sonido se escuchaban los acordes de una guitarra, era una melodía de Santana. El lugar era primoroso y muy bien arreglado, con estanterías en madera color caoba donde se exhibían, en una conjugación de colores, velas aromáticas, cremas y lociones. En otra repisa colgaban ramos de flores secas, lavanda, margaritas y rosas, y en una vitrina al frente, cajas de tés naturales y dulces de granola en compañía de otras confituras y productos naturistas.

—Sally —llamó— ¿Sally?

—Aquí —contestó una voz atenuada.

Una mano se apoyó en una vitrina y emergió una cabellera roja y rizada.

—¡Sofía! ¡Qué alegría verte!

Ella dominó una momentánea sonrisa cuando la mujer salió de un escondite. Era alta y delgada, vestía una túnica blanca y al salir a saludarla, vio que unas sandalias doradas vestían sus pies. Era alguien que iba por la vida persiguiendo emociones nuevas para el espíritu. Sofía apreciaba esa manera de ver la vida, y se sentía muy a gusto en su compañía.

—Menos mal que llegaste, la provisión de jabones se me acabó.

—Bueno, aquí están.

La mujer la observó atentamente. Se llevó una mano a la mejilla.

—Estás diferente, tienes tu aura rosa, pero hay una energía en ti que antes no captaba. —Se acercó a ella, dio la vuelta a su alrededor—. Ven, vamos atrás, te echaré las cartas.

—¡No!

—¿Qué temes?

—No creo en eso.

—Si no crees, mejor no lo hagamos ¿Hay algún hombre?

Sofía sonrió y empezó a sacar los diferentes frascos y productos, que puso encima de una vitrina.

—Sí, eso creo.

La mujer detuvo el movimiento de sus manos y con una ceja enarcada, le preguntó:

—¿Cómo así que eso crees?

Sofía, que se moría por hablar con alguien del barullo de sentimientos que la asaltaban, procedió a contarle todo. Sally la escuchó mientras organizaba la mercancía en las vitrinas.

—Te está dando tiempo, te está envolviendo, se toma muchas molestias para querer una simple amistad. Vamos, me muerde la curiosidad.

La tomó del brazo y la llevó a un cuarto trasero donde tenía un equipo de video con la imagen de las cámaras de la tienda. Allí podrían estar tranquilas, y verían si alguien llegaba.

Sofía accedió por no parecer descortés. Se sentaron una frente a la otra. Sally sacó un mazo de cartas de un cajón y las barajó durante varios minutos. Le señaló el mazo y le pidió que cortara las cartas en dos grupos. Luego las extendió sobre la mesa.

—Concéntrate en lo que quieres discernir de esta lectura —le pidió la mujer a la joven.

Las inquietudes de Sofía eran variadas y no solo tenían que ver con Álvaro. Le intrigaba su futuro, no pensaba quedarse toda la vida haciendo velas y jabones, deseaba poder vivir de la pintura. Y le preocupaba su abuelo.

Cuando Sally dio vuelta a la carta del centro, exclamó, jubilosa:

—Lo sabía, mira, el mago, lo más probable es que sea Aries, pero regido por Mercurio. ¿Sabes su signo zodiacal?

Sofía negó con la cabeza.

—Es una persona de fuerte temperamento y que tiene las cosas muy claras en la vida, es o será alguien importante, aunque un poco controlador. Es terco y siempre consigue lo que quiere. Razón y pasión rigen su vida. Es su propia ley y de naturaleza sensual.

La mujer dio vuelta a otra carta: los enamorados. Le habló de la profunda atracción que había entre ellos y que podría desembocar en un gran amor, no sin ciertos sinsabores y problemas.

La tercera carta que abrió le hizo fruncir el ceño. El diablo, una persona o fuerza oscura se entrelazaría en sus vidas, aunque también podrían ser energías negativas de ellos mismos que tendrían que manejar y superar. La torre: cambios repentinos, renacer, y la última carta: la muerte, un final sin aviso, algo que termina para siempre y que puede ser doloroso, porque todavía no se ve lo nuevo que comienza.

La mujer se quedó en silencio unos segundos. Sofía, que al comienzo la escuchaba con indiferencia, ahora estaba un poco asustada y a la expectativa de cómo iba a concluir la sesión. Sally señaló la carta de la torre y de la muerte. Indicaban que renacería a una vida lejos de allí.

Recogió las cartas y le hizo repetir el procedimiento. La segunda tirada mostró pocas variaciones. Sofía notó a la mujer nerviosa, dándole explicaciones que ella no le había pedido. Al final, concluyó que todo cambio podía ser positivo. Si el joven era colombiano y las cosas entre ellos funcionaban, ella terminaría viviendo en Colombia.

Sofía no supo qué decir después de la sesión y Sally se levantó para atender a una pareja de asiáticos que habían entrado a la tienda. Las palabras de su amiga la impresionaban, porque, aunque no creyera en esas artes, las respetaba. Lo más impactante, aparte de la manera en que dibujó a Álvaro, fue la carta de la muerte. La interpretación fue algo confusa en las dos ocasiones en que había aparecido. “Renacería a una nueva vida lejos de allí”, eso le pareció raro, y no le prestó más atención al escuchar el sonido de su celular. Jimmy, el marchante de arte, le dijo que había una mujer interesada en su trabajo.

Salió del negocio de Sally a eso del mediodía, dejó el carrito al cuidado de su amiga y caminó hasta la estación del subterráneo.

 

Ivanova Golubev caminaba a zancadas por el pequeño perímetro de la galería; tenía unas piernas tan largas que parecía danzar por el recinto. Jimmy Houghton observaba embobado sus movimientos: era una mujer segura de sus encantos y cómoda con su silueta como muy pocas mujeres lo estaban.

—Señor Houghton… ¿a qué hora llegará la artista?

—Ya viene en camino, en unos minutos estará aquí.

Una empleada se acercó con una bandeja de metal y una vajilla para té. Ella pidió té Twinings y Jimmy se felicitó por contar con un abanico de opciones. La mujer destilaba dinero; sus ropas de diseñador, su bolso de tres mil dólares y su perfume delataban el estrato social al que pertenecía. Además, ya le había hecho el día: se había llevado un cuadro de Sofía de reciente producción. Le intrigaba qué querría tratar directamente con la pintora. Si era un trabajo aparte, de todas formas, la galería se llevaría su comisión.

Sofía entró como una tromba. Se paró en seco e inhaló el aroma a té y a perfume caro combinado con el olor de la resina y los disolventes. Se pasó la mano por el cabello y lamentó no haberse vestido mejor al saludar a la mujer que Jimmy le presentó.

Hablaron de trivialidades, del clima y del tráfico, mientras Sofía, con ojos de artista, observaba las bellas facciones de Ivanova. Los ojos color azul aguamarina desprendían ese aire de las personas que han visto demasiado y a las que pocas cosas sorprenden; la piel dorada parecía producto de una lámpara, demasiado perfecto el bronceado; el cabello hasta la espalda era entre rojizo y rubio.

—Sofía, compré una de tus obras: El baile —dijo en un tono mesurado, pero con un ligero acento que Sofía no supo discernir—. Es un magnífico trabajo.

El baile era una pintura conmovedora: un par de ancianos bailaban en un parque en medio de un paisaje de otoño. La imagen era tan real que parecía que la pareja se iba a salir del cuadro.

—Gracias —contestó en voz baja e inclinó la cabeza ante el cumplido.

—Quiero hacerle un regalo a mi novio por su próximo cumpleaños, deseo que me pintes. Puedo posar para ti y como lo que tengo en mente es algo atrevido, me viene de perlas que seas mujer. Mi novio es algo celoso.

Sofía sonrió y asintió, entusiasmada. El marchante también.

—Aparte de posar, también puedo hacerlo con una fotografía.

La respuesta fue contundente.

—Nada de fotografías. Quiero que sea en vivo.

—Tengo mi estudio…

—No puedo ausentarme demasiado tiempo. Sergei sospecharía y quiero la sorpresa. Tengo un pequeño apartamento que mi novio me dejó conservar, para cuando viene mi familia de visita.

—Nunca he pintado fuera de casa…

Ivanova dirigió su mirada a Jimmy.

—Señor Houghton, ¿podría hablar a solas con Sofía?

El hombre se levantó, incómodo, y se dirigió a la oficina.

—Mi novio es una persona obsesiva de la seguridad. La única manera en que podríamos hacer las sesiones sin que él se dé cuenta sería en ese apartamento, que da la casualidad que está cerca de aquí. Lo haríamos dos veces por semana y aprovecharía cuando él esté de viaje. ¿Crees que podría hacerse?

Sofía frunció los hombros.

—Por mí no hay problema.

—¿Tienes inconveniente con que te investiguemos? —Ante la mirada de confusión de la artista, Ivanova la tranquilizó—. No será nada del otro mundo, averiguar si tienes antecedentes y que tan peligrosa puedes ser para mí.

Esto último a Sofía le sonó a chanza pero no estaba segura.

—No… ningún problema.

Ultimaron detalles del pago e intercambiaron tarjetas. Quedaron de reunirse la semana siguiente.