Una lápida para Danny Fisher
Colocas rápidamente la piedra en el mausoleo y quedas ante él grave y solemne, los ojos azules muy abiertos. En tu interior sientes crecer una duda. Tu padre.
No tengo forma y no hay imagen mía en tu memoria. No soy más que una palabra, un retrato en la repisa de la chimenea, un sonido en los labios de otro. Porque jamás me has visto y yo te he visto solo un instante.
Entonces, ¿cómo podré llegar a ti, hijo mío, cómo podré hacerme escuchar por ti cuando mi voz es un sonido extraño para tus oídos? Lloro, hijo mío, lloro por toda esa vida que te di y no podré compartir contigo. Las penas y las alegrías que experimentó mi padre conmigo, yo no podré sentirlas contigo.
Porque aun cuando yo te di la vida, tú me diste mucho más. En aquel brevísimo momento que juntos compartimos, aprendí muchas cosas. Aprendí de nuevo a amar a mi padre, a comprender sus sentimientos, su felicidad, sus errores. Todo aquello que yo signifiqué para él, en ese breve instante, tú significaste para mí.
Jamás te tuve en mis brazos ni te apreté contra mi corazón, y, no obstante, experimenté esa sensación. Cuando algo te duele, siento tu dolor; cuando lloras, siento tu pena y cuando ríes hay alegría en mí. Todo lo que eres fue, una vez, parte de mí: tu sangre, tus huesos, tu carne.
Eres parte del sueño que fui yo: la prueba de que una vez alenté y caminé por la tierra. Eres mi legado al mundo; el don más preciado que pude jamás hacer a mis semejantes. Todos los valores, nada son comparados contigo.
En tu época habrán muchas maravillas. Los rincones más distantes del mundo, el océano más profundo, las montañas más altas, quizá hasta las estrellas se hallarán a tu alcance. Y no obstante, todos estos milagros no podrán jamás equipararse al milagro que eres tú.
Porque eres el milagro de mi continuidad. Eres el eslabón que me une al mañana, el eslabón de la cadena que desde los comienzos de los tiempos me vincula con la eternidad.
Y, sin embargo, hay en todo esto una sorprendente maravilla. Porque tú, que naciste de las pasiones de mi sangre y de mi fuerza y me unes con el mañana, nada sabes de mí.
Solo estuvimos juntos un brevísimo momento, el momento de tu despertar, y por lo tanto no me conoces. «¿Cómo eres tú, padre?», debes de preguntarte en el silencio de tu pequeño corazón. Cierra los ojos, chiquitín mío, y trataré de decirte cómo soy. Aparta por un momento de tus ojos la verdeante y luminosa visión del mundo y trata de escucharme.
Ahora estás quieto. Tus ojos están cerrados, tu carita pálida, y me escuchas. El sonido de mi voz es el sonido de un extraño en tus oídos y, sin embargo, muy dentro de ti, sabes quién soy.
Las líneas de mis facciones jamás se fijarán en tu memoria y, no obstante, me recordarás. Porque algún día, en alguna ocasión, hablarás de mí. Y en tu voz se percibirá el sentimiento de que no nos hayamos conocido. Y en este sentimiento habrá también una nota de júbilo. El júbilo derivado del hecho de que todo lo que tú eres me lo debes. Todo aquello que tú legarás a tu hijo vino de mí como lo que yo te legué me vino de mi padre, del mismo modo que este lo heredó del suyo. Y así sucesivamente.
Escúchame, hijo mío, y conoce a tu padre.
Aunque la memoria del hombre es algo transitorio, porque su vida no es más que un instante fugaz, hay en él una condición de inmortalidad tan permanente cormo las estrellas.
Porque yo soy tú y tú eres yo, y el hombre que comenzó con Adán vivirá parar siempre en esta tierra. Como yo en cierta ocasión viví.
Una vez, respiré el aire que tú respiras y sentí bajo mis pies el blando suelo de la tierra. Una vez tus pasiones corrieron por mis venas y tus penas anegaron en llanto mis ojos.
Porque una vez fui hombre, como tú.
Yo también tenía una cuenta de crédito en los Almacenes Macy, una libreta de ahorro en el Banco Dihe Savings; en alguna escondida caja acorazada he de tener todavía papeles firmados por mí, escritos con una tinta que se habrá vuelto parda y desvaída; un número de seguridad social enterrado en la masa de estadísticas en un archivo gubernamental con esta extraña inscripción numérica: 052-09-8424.
Todo esto lo tuve en otros días, hijo mío. Y por esto y por otras muchas razones distintas, no será olvidado mi nombre. Porque en esos papeles escritos, solamente hay evidencia de mi inmortalidad.
No fui un gran hombre cuya historia mereciera ser transcrita para que los niños la estudiaran en las escuelas. Ninguna campana tocará por mí, ni bandera alguna será arriada en su mástil.
Porque fui un hombre corriente, hijo mío, uno de tantos, con esperanzas vulgares, sueños vulgares y temores vulgares.
Era el vecino de la casa de al lado. El hombre de pie en el vagón del metro, que iba a su trabajo; el hombre que encendía un pitillo o paseaba con el perro.
Era el soldado que temblaba de miedo, el hombre que vociferaba en el estadio; el ciudadano en la privacidad de la caseta electoral, votando jubiloso por un candidato indigno.
Era el hombre que vivía miles de veces y moría miles de veces en una historia del hombre que abarca sesenta siglos. Era el hombre que navegó con Noé en su arca, que estaba entre la multitud que cruzó el mar cuyas aguas apartara Moisés, el que fue clavado en la cruz al lado de Jesucristo.
Era el hombre vulgar al que jamás se dedicaron cantos, ni del que se refirieron historias o inspirara leyendas.
Pero soy el hombre que vivirá hasta la eternidad, a través de los miles y miles de años por venir. Porque soy el hombre que recogerá muy exiguos provechos, y pagará en cambio por todos los errores que cometan los hombres notables.
Y los notables no son más que mis servidores, porque los que son como yo formamos legión. Porque los notables yacen solitarios en sus tumbas bajo sus fastuosos monumentos, porque no se les recuerda por lo que fueron, sino por lo que hicieron.
Porque por lo que se refiere a mí, todos los que lloran a sus seres amados, lloran también por mí. Y cada vez que un ser humano se lamenta, se lamenta asimismo por mí.
Tú abres tus ojos atónitos y te pones a contemplar las seis piedras que están encima de mi losa. Ahora ya lo sabes, hijo mío. Este fue tu padre. Los brazos de tu madre te ciñen, pero tú sigues mirando las lápidas. Tus dedos señalan las palabras escritas debajo de ellas, en el mausoleo. Los labios de tu madre se mueven suavemente mientras tú las lees.
Escúchalas con atención, hijo mío. ¿Acaso no dicen la verdad? «Vivir en los corazones que dejamos detrás es no morir.»