once
Salí del oscuro pasillo; la brillante luz del sol hería mis ojos y me detuve allí durante un momento, dejando que el suave calor y el aire se apoderaran de mi cuerpo. La casa aún no había abandonado el frío y la humedad del invierno, y antes que pudieras darte cuenta, se transformaría en un verdadero horno.
Me sentía en buena forma. Habían transcurrido cuatro meses desde que comencé con Sam. Buenos meses, además. Había pasado las eliminatorias de Los Guantes ya y, solo con una pelea más, estaría seleccionado para las finales en el Garden… si ganaba. Pero no tenía ninguna duda acerca de ello.
Llené mis pulmones con el aire fresco. El cuello de la camisa me oprimió la piel y lo abrí. Spritzer era un mago para ponerlo a uno en condiciones. Sam, también. Me obligaban a mantenerme en estricta forma, pero estaban en lo cierto. La preparación física era la mitad de la pelea.
Si papá llegara a comprender que esa era una forma más de ganar dinero, todo estaría perfecto. Pero no era así, constantemente me lanzaba frases hirientes, culpando a Nellie de todo y diciendo que solo los vagos eran boxeadores. Ya casi no nos hablábamos porque él no cedía un centímetro. Era demasiado obstinado, tal como cuando comencé a salir de casa.
Papá leía el periódico que estaba desparramado sobre la mesa de la cocina. Al entrar yo, no alzó la vista.
—Llegaré un poco tarde esta noche, mamá —dije.
—¿Otra pelea?
Asentí.
—La semifinal, mamá. En el Estadio Grove, en Brooklyn. —Mi voz reflejaba orgullo—. Y después de esta, las finales en el Garden y entonces, descanso hasta el próximo año.
—¿Tendrás cuidado, Danny? —preguntó ella vacilante.
Le envié una confiada sonrisa.
—No te preocupes, mamá, todo irá bien.
Papá había levantado la cabeza del periódico al oír mis palabras y se había dirigido a mamá como si yo no estuviera en la habitación.
—No te preocupes, Mary, no le sucederá nada. Escucha lo que dicen los periódicos de él.
Comenzó a leer el periódico en voz baja llena de sarcasmo:
Danny Fisher, la centella sensacional de East Side con dinamita en cada puño, se espera que dé otro paso adelante en el campeonato de su división cuando se enfrente, esta noche, en las semifinales en el Grove, a Joey Passo. Fisher, por muchos llamado el Descuartizador de la calle Stanton debido a su historial con catorce victorias por nocaut, es observado de cerca por todo el mundo boxístico. Existen fuertes rumores de que se transformará en profesional en cuanto cumpla la edad exigida.
Un delicado muchacho rubio, poco amigo de hablar, Fisher, en el cuadrilátero, se transforma en un verdadero asesino de sangre fría, trabajando a su oponente sin compasión ni sentimientos, como una máquina. Este periodista cree, sin duda alguna, que Fisher es el amateur más despiadado y promisorio que jamás haya visto. Si ustedes, amigos del boxeo, se acercan por el Grove esta noche, podemos prometerles que no quedarán desilusionados. ¡Verán sangre, emoción y súbita muerte, porque cuando Fisher entra a trabajar con cualquiera de sus manos, eso es una especie de «asesinato»»!
Papá dejó caer el periódico en la mesa frente a él y alzó la vista hacia mamá.
—Hermosas palabras para leer acerca de tu propio hijo… «asesino», «despiadado», «muerte súbita». Palabras que hacen sentirse orgulloso a un padre.
Mamá me miró vacilando. Estaba muy alterada.
—Danny, ¿es verdad lo que dice ese hombre?
Traté de animarla. Me sentía ofuscado.
—No, mamá, tú ya sabes cómo es eso. Después de todo, su periódico es el que patrocina Los Guantes y todo lo que hacen es para vender más entradas.
Ella no estaba muy convencida.
—De todas maneras, tendrás cuidado, Danny —insistió.
Papá rio secamente.
—No te preocupes, Mary —dijo con sarcasmo—. Nada le sucederá. No le harán daño. El demonio lo tiene bajo su manto.
Se volvió hacia mí.
—Vete, asesino —musitó—. Por un dólar puedes matar a todos tus amigos.
Esas fueron las primeras palabras que me dirigía en varias semanas. Había soportado suficientes insultos indirectos de él y me había callado, pero ya estaba harto.
—¡Los mataré por ese dólar, papá —le dije entre dientes—, para que tú puedas sentarte sobre tu gordo trasero aquí en la cocina y vivir de ese dólar!
Yo había salido corriendo de casa y bajaba la escalera a toda velocidad; pero, a la luz del sol y bajo el cálido aire, comencé a sentirme mejor. Eché una mirada al reloj. Había prometido a Spritzer que llegaría al gimnasio a las cuatro. Solo me quedaban veinte minutos. Bajé los últimos peldaños y me dirigí hacia la, esquina.
Al dar la vuelta, una voz me llamó. Spit estaba en un portal, haciéndome señas.
—¡Eh, Danny! Ven un minuto.
—No puedo, Spit, voy tarde —le respondí apresuradamente.
Spit me alcanzó corriendo y, excitado, me cogió de un brazo.
—Danny, mi jefe quiere conocerte.
—¿Quién, Fields?
—Sí, sí, el señor Fields. —La cabeza de Spit se balanceó de arriba hacia abajo—. Le dije que te conocía y me ordenó que te buscara.
La entrada por la que había salido Spit era la de una tienda. En el cristal del escaparate estaban las palabras:
—Está bien —dije.
No se podía dejar esperando a un tipo como Maxie Fields en aquel lugar. No si se deseaba seguir siendo feliz. Fields era el personaje del barrio. En política, juegos, trampas, trabajos. Era el gallito.
Recordaba la envidia que habíamos sentido los de la pandilla, cuando Spit nos había contado que un tío suyo, corredor de apuestas para las carreras de caballos, había hablado con Fields para que le diera un trabajo como recadero. Nos había enseñado los papeles de trabajo con orgullo y había fanfarroneado diciendo que ya no tendría que ir más al colegio; que, algún día, él, tal como Fields, llegaría a ser un gran hombre en el barrio, mientras que el resto de nosotros estaríamos quebrándonos el cerebro para hacer la vida algo llevadera. No lo había visto en mucho tiempo, desde que consiguió el trabajo; pero, cuando lo hacía, no notaba las ventajas del trabajo. Llevaba la misma ropa que siempre había usado, aún vestía la camisa manchada de saliva, los pantalones llenos de brillos, y unos zapatos sucios y casi destrozados.
Seguí a Spit dentro de la tienda y a través de una pequeña habitación llena de compartimientos, como en un banco. Un hombre, tras una de las cajas, nos observó con curiosidad mientras nos acercábamos a una puerta en la trastienda. Atravesamos otra habitación, donde unos pocos hombres estudiaban inexpresivamente la gran pizarra negra. No nos hicieron el menor caso mientras cruzábamos hacia otra puerta, tras la cual había una escalera. Seguí a Spit al primer piso, donde se detuvo ante otra puerta que golpeó suavemente con los nudillos.
—Entre —rugió una voz.
Spit abrió y entró. Me quedé paralizado, abriendo mucho los ojos. Había oído hablar de ello, pero nunca lo había creído realmente. Esa habitación parecía sacada de una película, no correspondía a un lugar tan viejo como aquel.
Un hombre grande, de rostro encarnado, gran barriga, y los pies más enormes que había visto en mi vida, se nos acercó. Nadie tenía que decírmelo: ese hombre era Maxie Fields. No me miró.
—Creí decirte que no me molestaras, Spit —rugió furioso.
—Pero, señor Fields —tartamudeó Spit—, usted me dijo que le trajera a Danny Fisher en cuanto lo viera. —Se volvió hacia mí—. Este es.
La ira de Fields desapareció con tanta rapidez como había surgido.
—¿Eres tú Danny Fisher?
Asentí.
—Yo soy Maxie Fields —dijo, tendiéndome la mano.
Me dio un fuerte y cálido apretón… demasiado cálido. No me gustaba ese tipo.
Se volvió hacia Spit.
—Bien, chico, vete ya.
La sonrisa de Spit desapareció.
—Sí, señor Fields —repuso apresuradamente, y la puerta se cerró tras él.
—Deseaba conocerte —dijo Fields, caminando hacia el centro de la habitación—. He oído muchas cosas acerca de ti.
Se sentó pesadamente en la silla.
—¿Te gustaría un trago? —preguntó casual.
—No, gracias —repliqué.
Quizá ese tipo no era tan malo después de todo. No me estaba tratando mal.
—Tengo una pelea esta noche —agregué rápidamente.
Los ojos de Fields brillaron.
—Te vi la semana pasada. Eres bueno. Sam tiene suerte.
Me mostré sorprendido.
—¿Lo conoce?
—Conozco a todos y a todo —replicó, sonriendo—. Nada sucede en este lugar sin que yo lo sepa. No hay secretos para Maxie Fields.
Ya había oído algo acerca de eso. Me lo creí.
Hizo un movimiento con la mano hacia mí.
—Siéntate, Danny. Deseo hablarte.
Me quedé de pie.
—Tengo que apresurarme, señor Fields. Voy a llegar tarde al gimnasio.
—Dije que te sentaras.
Su voz era amistosa, pero se percibía en ella un tono de mando.
Me senté.
Después de observarme unos minutos, giró la cabeza y gritó hacia la habitación de al lado:
—¡Ronnie! ¡Tráeme un trago!
Se volvió de nuevo hacia mí.
—¿Seguro que no quieres nada?
Negué con la cabeza y sonreí; no quería que se enfadara conmigo.
Entonces, una chica joven entró en la habitación trayendo un vaso. Mis ojos se volvieron a agrandar; la chica tampoco encajaba en aquel lugar. Igual que el apartamento, parecía pertenecer a un barrio elegante.
Se aproximó a la silla de Fields.
—Aquí tienes, Maxie.
Me observó con curiosidad.
Casi bebió el vaso de un solo trago; después, lo depositó sobre la mesa y se secó la boca con la manga de la camisa.
—¡Cielos, estaba seco!
No dije nada. Observaba a la chica que estaba junto a su silla; él se rio. Alzó una mano y palmoteó a la chica en el trasero.
—Vete, Ronnie —dijo jovial—. Distraes a mi amigo y deseo hablar con él.
Ella abandonó la habitación en silencio. Sentí que mi rostro se ruborizaba, pero no pude apartar mis ojos hasta que la puerta se hubo cerrado tras ella. Entonces, me volví hacia Fields. Estaba sonriendo.
—Tienes buen gusto, muchacho —comentó alegre—, pero debes tener el suficiente dinero como para permitírtelo. Ese tipo de juguetito te sale a veinte dólares la hora.
Mis ojos se abrieron asombrados.
—¿Aun cuando esté sirviendo tragos? —pregunté.
Su risa retumbó por toda la habitación. Cuando paró de reírse, dijo:
—Me gustas, Danny. Me gustas.
—Gracias, señor Fields.
Bebió otro trago del vaso.
—¿Vas a ganar esta noche, muchacho? —preguntó.
—Creo que sí, señor Fields —respondí, intrigado por saber adónde quería llegar.
—Eso pienso yo —dijo—. Y también opina así mucha gente. Hay personas que creen que el campeonato es tuyo.
Sonreí. Quizá mi padre no creía que yo valiera algo, pero mucha gente no opinaba de la misma manera.
—Espero que no se equivoquen —dije con modestia.
—No lo creo. Los muchachos que están abajo me han dicho que han recogido cuatro de los grandes en apuestas del vecindario a tu favor. Esa es una gran cantidad de dinero, aun para mí, pero pareces ser un buen tipo y, ahora que te he conocido, no me importa.
Había sido un largo discurso y terminó casi sin aliento. Cogió el vaso y lo vació.
—No creía que usted apostase a los principiantes —dije.
—Apostamos a cualquier cosa. Ese es nuestro negocio. No hay nada demasiado grande ni demasiado pequeño, Fields lo toma todo —terminó con una cantarina sonrisa.
Yo estaba admirado. ¿Para qué me quería ver? ¿Adónde pensaba llegar? Me quedé sentado allí, silencioso.
La risa de Fields paró de repente. Se inclinó hacia delante y me palmoteó en una rodilla.
—Estás muy bien, muchacho, y me gustas.
Giró la cabeza.
—¡Ronnie! —gritó—. Tráeme otro trago.
La chica entró en la habitación llevándole otro vaso. La observé. Ella dejó la bebida sobre la mesa y se alejó hacia la puerta.
—No te vayas, nena —la llamó Fields.
Ella se volvió en el centro de la habitación y se quedó observándonos.
La penetrante mirada de Fields me estudió.
—Te gusta, ¿eh?
Sentí que mi rostro se encendía.
Él sonrió.
—Bien, muchacho, me gustas y te diré una cosa. Tú ganas esta noche y luego vuelves aquí. Ronnie te estará esperando, y los gastos corren de mi cuenta. ¿Qué tal?
Tragué saliva. Traté de hablar, pero las palabras no salían de mi boca. No había nada de malo en ello, pero algo me decía que eso no era para mí. Nellie había hecho cambiar muchas cosas.
Fields estaba observando cuidadosamente.
—No tengas vergüenza, chico —sonrió—. Ella no la tiene.
Encontré mi voz.
—No, gracias, señor Fields —pude decir—. Tengo novia; además, estoy en período de entrenamiento.
Su voz fue persuasiva.
—No seas tonto, muchacho. No te matará.
Se volvió hacia la joven.
—Quítate el vestido, Ronnie. Muéstrale al muchacho lo que se está perdiendo.
—¡Pero Max! —protestó la muchacha.
Su voz fue fría y cortante.
—¡Ya me oíste!
La chica alzó los hombros. Sus manos fueron a la espalda y desabrochó un botón, el vestido resbaló hasta el suelo. Fields se puso en pie y se acercó a ella. Su mano se alargó hasta sus senos. Con un rápido movimiento, desprendió el sostén y lo sostuvo en una mano.
Se volvió hacia mí.
—Mira bien, muchacho. La carne más dulce del pueblo. ¿Qué opinas?
Yo estaba en pie acercándome a la puerta. Algo acerca de ese tipo me asustaba.
—No, gracias, señor Fields.
Mi mano encontró el picaporte tras de mí.
—Tengo que irme. Ya llego tarde al gimnasio.
Fields me sonrió.
—Está bien, muchacho, si esa es la forma como lo quieres. Pero, recuerda, el ofrecimiento sigue en pie.
—Gracias, señor Fields.
Miré a la muchacha. Estaba allí de pie, el rostro como una máscara, y sentí lástima por ella. Veinte pavos por hora era mucho dinero, pero no podía comprarle el orgullo. Aún se escribía de la misma manera, barato o de mucho precio. Le sonreí de manera estúpida.
—Adiós, señorita.
Ese tipo era malvado. Me sentí feliz de poder salir a la calle porque esas calles inmundas parecían limpias después de haber estado en la habitación con él. Sin embargo, al encaminarme hacia el gimnasio, tuve el presentimiento de que no sería la última vez que nos encontraríamos.