dieciséis
Me puse de pie, sorprendido, al ver que Sam entraba en mi despacho. Era la primera vez que venía a verme a mi oficina.
—Sam —le dije, con voz en la que se reflejaba mi sorpresa—. ¿Qué ocurre?
Lanzó una mirada significativa hacia la muchacha sentada junto a una mesa auxiliar de oficina que había al lado de la mía.
Envié a la chica fuera y me volví hacia Sam:
—Desembucha —le dije.
Se dejó caer en la silla que mi empleada había desocupado.
—Estoy cansado de tener que llamarte cada semana a propósito de los dichosos cigarrillos. Quiero concertar contigo un convenio que me asegure la mercancía.
Sonreí aliviado. Por un momento había creído que venía a recriminarme por el número de pedidos que había colocado para las máquinas expendedoras de refrescos para el metro. Había estado invirtiendo su capital como si fuera mío.
—Sabes tan bien como yo, Sam —le dije con tono de reproche—, que nadie puede garantizar nada. Cada día me es más difícil obtener el género.
—Pero puedes hacerlo —dijo con entonación confidencial.
—Hasta ahora sí —le contesté rápido.
—Quiero doscientas cajas por semana —dijo con un tono imperativo—. Tú verás cómo te las arreglas para surtirme ese género.
—¿Y si me niego? —le pregunté, retador.
Podía hacerlo perfectamente, pero quería averiguar por qué razón se mostraba Sam tan seguro de sí mismo.
Sacó del bolsillo un papel doblado y lo arrojó sobre la mesa.
—Mira esto —dijo.
Cogí el papel y lo examiné. Era una copia de mis depósitos en almacén.
Significaba que sabía dónde almacenaba yo todas las remesas de cigarrillos. Le devolví el papel, sorprendido.
—¿Dónde lo has conseguido? —le pregunté.
En su rostro se dibujó una sonrisa.
—Tengo mis servicios informativos —contestó evasivamente—. Ahora, dime, ¿me surtirás esos cigarrillos?
—Supón que te dijera que no —respondí.
—Al OPA le encantará tener una copia de estos lugares —me contestó muy sonriente.
—¡Eso no me lo harías a mí, Sam! —Mi voz vibraba de indignación.
Sonrió nuevamente.
—Por supuesto que no, Danny —replicó irónico— como tampoco tú le dirías a Mimí ciertos secretillos que sabes acerca de mí.
Adopté una expresión dolorida, desilusionada.
—Nunca hubiera creído que te portaras así conmigo —dije, fingiendo una gran tristeza y reprimiendo las ganas de reír.
En el rostro de Sam se pintó una expresión de triunfo.
—¡Dónde las dan las toman, inmundo chantajista!
No pude aguantar más la risa y mis carcajadas resonaron en el pequeño cuarto.
Sam me miró, sorprendido.
—¿Qué te pasa, Danny? —rezongó—. ¿Te has vuelto loco?
Lo miré por entre las lágrimas. Pude, por fin, recobrar el aliento.
—¡Estaba pensando, cuñado, que esta es una buena forma de unir a dos socios que actúan juntos!
Sam comprendió la broma y rompió a reír también.
Después, lo llevé al taller y lo recorrimos juntos. Lo que vio le hizo abrir los ojos. No podía comprender que mi negocio hubiese alcanzado semejante desarrollo. Finalmente, cuando volvimos al despacho y le mostré la lista de los emplazamientos, firmados y dispuestos ya por mí, advertí que me miraba con cierto respeto.
—Tienes aquí tanto como lo que hemos invertido en la operación del metro —dijo, sorprendido.
—Más —me apresuré a decir—. Antes de que haya terminado la negociación, habré doblado la cifra.
Le ofrecí un cigarrillo y se lo encendí.
—Obsequio de la casa —añadí, irónico.
No se le apartaba del pensamiento lo que había visto.
—Ahora comprendo por qué estás siempre corto de fondos.
Asentí.
—He estado pensando que dólar que se va vuelve.
Me miró a través de la nube de humo que brotaba de sus narices.
—¿Qué te parece si pusiéramos nuestros dos negocios en un solo paquete? —sugirió—. Todo sería más fácil para ti.
Pregunté, receloso.
—¿Echarías tú el tuyo en la balanza también?
—Por supuesto —contestó. Ya lo había pensado—. Evaluaré tu parte y luego te suministraría el capital necesario, como en la operación del metro.
Opté por la negativa.
—La operación del metro era una que no podía manejar yo solo, Sam —le dije—. En cambio, este negocio es mío. Lo levanté a pulso, y quiero llevarlo yo solo.
Permaneció un buen rato callado. Adiviné por la expresión de su rostro que buscaba un punto por el que atacarme. Cuando por fin clavó sus ojos en mí comprendí que no lo había encontrado.
—Está bien, Danny —dijo, disimulando su contrariedad—. Pero, si alguna vez cambias de parecer, avísame. Y a propósito —añadió cuando se disponía a irse—. ¿Cómo anda lo de tu casa?
—A las mil maravillas. Nos mudaremos la semana que viene. El jueves, como habíamos previsto.
Se volvió y vino hasta mi mesa.
—Hubieras tenido que ver la cara que puso tu padre cuando se lo dijo Mimí.
—¿Qué dijo? —le pregunté.
No podía reprimir mi curiosidad.
—Al principio no lo creyó, pero cuando Mimí le juró que no mentía, se quedó callado. Tu madre se puso a llorar.
No podía comprender la razón.
—¿Por qué se puso a llorar?
—Estuvo diciendo a tu padre que eso era lo que tú habías querido siempre, y que él no había creído en ti. Él no le dijo nada, se limitó solo a masticar el cigarro que tenía en la boca y, después de un rato, fue a la ventana y se asomó a ella. Durante toda la comida estuvo muy quieto y callado. Cuando estábamos acabando, miró a Mimí y le dijo una cosa muy graciosa.
Sam se detuvo para tomar aliento y me miró.
Me quedé callado.
—Dijo… «¡Vaya, de modo, que Danny ha vuelto a la casa!» Y tu madre le dijo: «Es lo que siempre quiso, volver a su casa. Y tú no le dejaste». Entonces tu padre comentó: «Soy un hombre viejo y eso no tiene ya para mí importancia alguna. Mis equivocaciones me las llevaré a la tumba. Pero me alegro de que Danny haya encontrado su camino de vuelta». Entonces, se levantaron de la mesa y tu padre dijo que estaba muy cansado, y se fueron a su casa.
Mi cigarrillo había ardido hasta casi chamuscarme los dedos, y lo tiré a un cenicero.
—¿Sabes, muchacho? —dijo suavemente—. Creo que tu viejo está dispuesto a tirar la toalla, y harías bien en ir a verle.
Respiré profundamente y sacudí la cabeza.
—No, Sam —repliqué—. Primero tiene que dar una satisfacción a Nellie. Dijo e hizo muchas cosas que no debió. Son muchas las cuentas que tiene que ajustar.
—Lo hará si le das ocasión, Danny.
—Tiene que ser él quien tome la iniciativa, Sam. Yo no puedo hacerlo por él —exclamé.
—Sabes cómo es, muchacho —dijo Sam suavemente—. Es orgulloso, testarudo y, por encima de todo, viejo. Dios sabe cuánto tiempo le queda…
—Soy su hijo, Sam —le interrumpí, abrumado—. Nada puedes decirme de él que yo no sepa. Lo conozco mejor que tú. Y en muchas cosas me asemejo a él. Soy orgulloso y testarudo. En cierto modo soy también viejo, más viejo que él. He pasado por muchas vicisitudes, porque, lo que él hizo conmigo, me envejeció, perdí una hija, Sam. Se murió en mis brazos, porque no tenía a nadie a quien acudir en busca de ayuda. ¿Crees que se puede olvidar una cosa como esa? No, no se puede. Es imposible —me di yo mismo la respuesta. Moví la cabeza de un lado a otro—. No se puede olvidar que todo es soledad cuando nuestro propio padre nos cierra la puerta. Tendrá que ser él el primero. Entonces, tal vez tengamos la grandeza de alma de olvidarlo todo y volvamos a ser buenos uno con otro.
Me dejé caer en mi silla y volví a encender otro cigarrillo. Estaba abrumado de cansancio. Me había propuesto que cuando nos hubiéramos mudado, los negocios fueran solos y Nellie hubiera tenido el bebé, nos tomaríamos unas vacaciones. A los dos nos sentaría muy bien. Jamás me había sentido tan cansado como en ese momento.
Miré de nuevo a Sam y cambiando de tema le pregunté:
—¿Adónde quieres que te mande los pitillos, Sam?
Fijó en mí la mirada unos segundos y a continuación me respondió:
—Al lugar de costumbre, Danny.
—Estarán allí mañana por la mañana —le prometí.
Siguió observándome. Después de un rato me dijo:
—Está bien, Danny. —Y se encaminó a la puerta.
Me quedé unos minutos silencioso, pensativo. Luego me levanté, fui hasta la puerta del despacho que comunicaba con el taller y grité en dirección a este:
—¡Zep!
Vino corriendo del fondo del taller.
—Sí, Danny.
El tiempo no había corrido en vano para Zep. El trayecto del taller al despacho era corto, pese a lo cual, jadeaba.
—Coge el otro teléfono, Zep, y trata de encontrarme un nuevo almacén —dije—. Tenemos que trasladar a él todas nuestras existencias esta misma noche. Sam ha dado con el lugar.
Asintió, presuroso, se sentó a la mesilla en donde se hallaba el segundo teléfono y comenzó a marcar. Lo miré enternecido. Era el mozo oro de ley. Lo suficientemente listo para no ponerse a hacer preguntas; se reservaba el hacerlas para después de que terminara el trabajo.
Descolgué mi teléfono y llamé a Nellie. No me gustaba lo más mínimo tener que decirle que llegaría tarde esa noche, como había ocurrido la anterior, pero no había otra solución. Se estaba aproximando el punto álgido de su embarazo y todo la trastornaba y la ponía nerviosa. Pero se calmó algo cuando le prometí que, a partir del día siguiente, todas las noches volvería temprano a casa y que no estaría sola hasta que el niño naciera.