once
Al entrar en el pequeño taller de reparaciones consulté mi reloj. El mecánico estaba ajustando una de las máquinas expendedoras de cigarrillos. Me sonrió entre dientes.
—Dentro de un par de horas estará en pleno funcionamiento, señor Fisher —me dijo.
—Toma todo el tiempo que sea necesario —le dije—. Es inútil enviarla ahora.
Por la expresión que se dibujó en su rostro, vi que había comprendido.
—¿Nada a la vista?
—Ni un pitillo para un remedio —exclamé.
Y eché a andar, silencioso, por el taller…
La situación era grave. Hacía seis meses que escaseaban los cigarrillos, y era muy difícil conseguir una cajetilla. Cuando se anunciaba una distribución de cigarrillos, las colas que se formaban eran inmensas. Si no hubiera sido porque esperaba que algo como eso llegara, habría tenido que cerrar mi negocio. Pero me adelanté a los acontecimientos y con la ayuda de algunos hombres, nada adversos a ganarse unos dólares suplementarios, habría reforzado mis existencias de cigarrillos. Mis cálculos habían sido exactos y me hallaba en condiciones de seguir surtiendo, por tiempo indefinido, mis máquinas automáticas. Había sobrevenido la esperada escasez y yo era uno de los pocos individuos en el negocio que tenía existencias. Se había presentado para mí la ocasión soñada de hacer dinero.
En el fondo del taller, había un cuartito en donde tenía instalado mi despacho. Asomé la cabeza en el pequeño cuarto que había al fondo del taller, y que servía de oficina.
—¿Volvió a telefonear Sam? —pregunté a la joven que estaba trabajando allí.
—No, señor Fisher —me contestó.
—Está bien. Cuando me llame avíseme —dije y volví al taller.
Sam volvería a llamar. Estaba seguro de que lo haría, quisiera o no. Estaba satisfecho de mí mismo. Si esa escasez duraba todavía algún tiempo podría ganar bastante dinero. Y, después de terminada la guerra, ese dinero sería la base de una verdadera fortuna. Porque, gracias a él, podría conseguir los mejores emplazamientos de la ciudad.
En el taller me puse a observar el trabajo del mecánico. Vi un periódico en un banco, junto a él, y, lo cogí.
—¿Cómo va la guerra? —pregunté al desgaire, mientras hojeaba el diario.
—Despacio —me contestó el mecánico—. Esos nazis son muy duros de pelar.
—Les haremos morder el polvo —dije, sin insistir demasiado en esa eventualidad.
Estaba pensando en Sam Gordon y me preguntaba si aceptaría el precio que había decidido cobrarle. No tenía más remedio que aceptarlo; de lo contrario, no podría vender un solo cigarrillo en sus concesiones.
Recorrí con la vista los titulares. Los alemanes estaban replegándose en Francia y el Tercer Ejército al mando del general Patton estaba acosándolos.
—Les haremos morder el polvo —repetí.
—Eso espero yo también, señor Fisher —respondió el mecánico con el tono de voz que el empleado suele adoptar cuando habla con su jefe.
Me recliné cómodamente en el banco y seguí hojeando el periódico. De pronto, un artículo, con un encabezamiento sugestivo, llamó mi atención: «El OPA declara que no hay escasez de cigarrillos». Sonreí. Si no hubiera escasez la gente no estaría fumando los hierbajos que estaba fumando.
El articulista criticaba al OPA porque no era lo bastante enérgico para acabar con el acaparamiento. Individuos faltos de escrúpulos retenían en sus almacenes grandes cantidades de cigarrillos para crear un mercado negro, en vez de derivarlos por los canales normales de distribución.
Estuve a punto de soltar una carcajada. Me pregunté qué harían ellos si se les ofreciese la ocasión, como a mí, de ganar unos dólares reteniendo los pitillos. ¿Los derivarían por los canales normales de distribución? Por supuesto que no. Harían lo mismo que yo: comprarlos, retenerlos en los almacenes y venderlos luego a precios altísimos. Ocasiones como esta no se presentaban todos los días y no iba a ser tan necio que los vendiera a precios normales cuando podía doblar y hasta triplicar su valor.
—Ya he terminado, señor Fisher —me anunció el mecánico.
—Está bien, Gus —le dije—, si no tiene otra cosa que hacer, puede irse a su casa.
—Gracias, señor Fisher.
El hombre me sonrió agradecido. Se volvió hacia la máquina.
—Es una verdadera lástima que por falta de cigarrillos tenga que estar fuera de servicio.
—Sí, es una pena —le respondí—. Pero no debemos quejarnos. El OPA declara que no hay escasez de cigarrillos.
El hombre asintió.
—Ya lo he leído —exclamó, vehemente—. Toda la culpa la tienen esos podridos acaparadores. Con sus sucios manejos impiden que la gente honrada como nosotros nos ganemos la vida.
Convine con él que tenía razón sobrada. Vi cómo se quitaba el mono de trabajo y me pregunté cuál sería su reacción si supiera las grandes cantidades de cigarrillos que yo tenía acaparadas. Quizá me hubiera denunciado a la policía. Era un honrado proletario. Afortunadamente para mí, había almacenado aquellas existencias en depósitos particulares, lejos de aquel lugar y a cubierto de todas las indiscreciones.
Oí la voz de la joven del despacho.
—Le llama el señor Gordon de nuevo.
—Ahora voy —dije.
Dejé caer el periódico en el banco y me precipité al despacho. Cogí el auricular. La muchacha reanudó su trabajo, sin prestar atención a lo que yo hacía.
—Hola, Sam —comencé.
—¿Cómo está hoy el mercado negro de pitillos, Danny? —me preguntó con sorna.
—Ten cuidado con lo que dices, Sam, ya sabes lo susceptible que soy. Estás hiriendo mis sentimientos.
—Nada puede herir tus sentimientos —dijo Sam, incisivo—, salvo perder un dólar.
—¿Es esa la manera de hablar a tu cuñado? —le contesté, burlón—; sobre todo, cuando estoy tratando de hacerte un favor.
—Déjate de camelos, que te conozco —exclamó Sam—. ¿Cuánto me vas a pedir por ellos?
—Depende —le dije—. ¿Cuántos necesitas?
—Cinco mil cartones —contestó Sam.
Di un silbido.
—Eso es mucho humo —le dije—. Por ser tú, puedo ponértelos a tres cincuenta por cartón.
—¡Tres dólares y medio por cartón!
La voz de Sam hizo vibrar el alambre.
—Cualquiera diría que te pido la luna —le dije, sin alterarme lo más mínimo—. Tus chicas sacan medio dólar por cajetilla o más.
Sabía muy bien lo que me decía. No en balde había trabajado para él todos esos últimos años. Aquellas muchachas medio desnudas, que iban con una bandeja por delante, vendiendo cigarrillos en los cabarés y clubs nocturnos, sabían muy bien cómo sacar el dinero a los espectadores.
—Tres veinticinco —regateó Sam—. Hazme una rebaja. Ten en cuenta que si no hubiera sido por mí, no estarías en este negocio.
—Tres cincuenta —insistí—. Te admiro, Sam: eres lo más grande que hay en el mundo, y además sigo debiéndote los seis mil «morlacos», pero el negocio es el negocio.
Era verdad. No le había devuelto todavía el dinero que me había prestado porque todo lo que ganaba lo invertía en asegurar los emplazamientos para la posguerra.
—¡Danny! —imploró Sam.
—¿Adónde quieres que te los envíe? —le pregunté, ignorando su súplica.
Sabía que podía pagar aquel precio. Sara estaba haciendo dinero a espuertas como jamás lo había hecho.
Hubo un momento de silencio; luego su voz me llegó por el hilo como alterada.
—Al lugar de siempre.
—Pago contra entrega de la mercancía.
—Sí —contestó, un tanto contrariado—. Y ojalá el OPA te trinque y te ponga a la sombra. ¡Hasta la vista!
Colgué, sonriendo. Esto representaba para mí diez billetes de los grandes. Aquellos cigarrillos me habían costado solo dólar y medio el cartón. Alargué el brazo y recogí de mi mesa un bloc de notas. Lo estudié con sumo cuidado. En él había una lista de todos los emplazamientos que quería asegurar. Ese dinero me venía de perilla. Me quedaban ya muy pocos para asegurar. Pronto podría comenzar a hacer arreglos para la adquisición de las máquinas correspondientes.
Consulté el calendario. Estaba terminando el mes de mayo. Unos cuantos días más y cumpliría veintisiete años. El tiempo no corría en vano. Me estaba haciendo viejo.
Volví a hojear el bloc. Pensé en la conveniencia de comenzar a hacer los pedidos de las máquinas si quería ocupar una posición favorable en la lista cuando los fabricantes se pusieran a construirlas. Todo se iría al infierno si no conseguía esas máquinas.