uno

El sol acariciaba mis cerrados párpados. Vagamente molesto, me cubrí los ojos con un brazo y moví la cabeza sobre la almohada. Durante algunos minutos estuve muy bien, pero después la luz penetró a través de mi brazo, como buscándome. No seguí tratando de ocultarme y me senté sobre la cama, restregándome los ojos. Estaba despierto.

Me estiré. Bostecé. Retiré el cabello que me caía sobre la cara y miré, adormilado, hacia la ventana. Era una mañana clara y brillante. Hubiera querido seguir durmiendo, pero mi ventana estaba orientada al este y el sol de la mañana me daba en pleno rostro.

Paseé mi mirada perezosa por la habitación: mi ropa estaba amontonada sobre una silla; la raqueta de tenis a medio arreglar seguía apoyada contra el lavabo; el viejo reloj despertador, encima del lavabo, al lado de mi peine y de mi cepillo de dientes, indicaba que eran las siete y cuarto; mi banderín, púrpura y blanco, del Colegio Erasmus Hall, colgaba del espejo.

Miré hacia un costado de la cama, buscando las zapatillas y no las encontré. Sin embargo ya sabía dónde estaban: Rexie se las llevaba bajo la cama y hacía con ellas una almohada para su cabeza. Estiré mi brazo y la acaricié, ella levantó la cabeza perezosamente y movió la cola. La acaricié otra vez y le quité las zapatillas. Seguidamente salté fuera de la cama y me las puse. Rexie había cerrado los ojos de nuevo y se había quedado dormida.

Escuché unos débiles ruidos procedentes de la habitación de mis padres mientras caminaba hacia la ventana, que estaba abierta. Esto me hizo recordar que había llegado el gran día: el día de mi Bar Mitzvah.

Comencé a sentirme nervioso y confié en que no se me olvidara ninguna palabra del elaborado ritual hebreo que había aprendido especialmente para aquella ocasión.

Me quedé un rato ante la ventana abierta y respiré profundamente, para acto seguido comenzar a contar.

—Adentro-dos-tres-cuatro; afuera-dos-tres-cuatro.

Al cabo de unos momentos de hacer ese ejercicio, sentí que me tranquilizaba. Estaba perfectamente bien, no me olvidaría de nada. Aún de cara a la ventana, me saqué la chaquetilla del pijama por la cabeza y la tiré sobre la cama. Fuera día de Bar Mitzvah o no, tenía que hacer mis ejercicios gimnásticos o nunca llegaría a pesar lo suficiente como para ser admitido en el equipo de fútbol en otoño.

Me estiré sobre el suelo e hice los diez abdominales, después me puse de pie y doblé las rodillas. Me miré atentamente: los delgados y tensos músculos de mi cuerpo se distinguían con claridad; podía contarme las costillas. Estudié detenidamente mi pecho, para ver si algo de vello había crecido durante la noche, pero aún seguía allí la pelusilla de color dorado. Algunas veces deseaba que mi cabello fuera negro, como el de Paul, no rubio. Entonces se distinguiría con más facilidad.

Di por terminadas las flexiones, recogí un par de pesas que estaban en un rincón de la habitación, volví frente a la ventana y comencé a levantarlas rápidamente, una y otra vez. Escuché el ruido de un interruptor de la luz a través de mi ventana abierta y las ventanas que daban frente a la mía quedaron iluminadas a través del sendero. Instantáneamente, me dejé caer de rodillas y me asomé con cautela por encima del alféizar de la ventana.

Era la habitación de Marjorie Ann Conlon. Era la amiga más íntima de Mimí, tanto que algunas veces parecía su sombra. Me gustaba que su casa estuviese orientada hacia el oeste, así ella tenía que encender la luz todas las mañanas.

Cuidadosamente me asomé por la ventana y contuve la respiración. Las persianas estaban alzadas. Era la tercera vez durante aquella semana que se olvidaba de bajarlas. La última vez que la había estado observando creía que se había percatado de ello, de manera que debía tener mucho cuidado. Era una chica extraña, siempre estaba fastidiándome y mirándome directamente cuando hablaba con ella. En las últimas semanas habíamos tenido violentas discusiones por cosas de escasa importancia y yo no quería invitarla a la fiesta de mi Bar Mitzvah, pero Mimí insistió en ello.

Pude ver que la puerta del armario de su habitación se movía suavemente y que ella salía de detrás. Todo lo que llevaba puesto eran unos pantaloncitos. Se detuvo en el centro de la habitación por unos instantes, como buscando algo. Por fin lo encontró y se inclinó hacia la ventana para recogerlo y en ese momento sentí que un sudor húmedo brotaba de mi frente. La podía ver con suma claridad.

Paul decía que ella tenía la figura más deliciosa de todo el vecindario y yo no estaba de acuerdo con él porque sabía que Mimí era mucho más bonita.

Además, Mimí no era tan desproporcionada en el pecho como Marjorie Ann.

Paul me sugirió que lleváramos a las dos chicas al sótano y, así saldríamos de dudas. Me enfadé mucho con él, le agarré por el cuello y le dije que le sacaría el alma a golpes si hacía eso alguna vez. Paul solamente rio y apartó mi mano. Dijo que la única razón por la que yo no me atrevía a hacerlo era por temor a que Mimí perdiera.

Marjorie Ann se encontraba frente a la ventana, como si me estuviera mirando. Bajé mi cabeza aún más. Sonreía mientras se ponía el sujetador, y yo comencé a sentirme molesto; era una sonrisa muy conocida, que me hacía sospechar su conocimiento de que la estaba observando. Noté un descuido muy estudiado en la forma en que se movía por la habitación.

Tenía el sujetador a medio poner, cuando cierta duda la hizo fruncir el ceño. Se encogió de hombros y la prenda resbaló por sus brazos. Tomó los pechos entre sus manos durante unos momentos y se acercó a la ventana, como si los estuviera examinando a la luz.

Mi corazón comenzó a palpitar, excitado. Paul tenía razón. Eran mejores que los de Mimí. Alzó la vista otra vez, la sonrisa triunfal había vuelto a su rostro, y se volvió a su habitación. Cuidadosamente, volvió a ceñirse el sostén y lo abrochó a su espalda.

Sentí ruidos en el salón. Pude escuchar la voz de Mimí y rápidamente me volví y me introduje en la cama. No quería que Mimí me sorprendiera espiando. Di un rápido vistazo por la ventana y vi cómo la luz de la habitación de Marjorie Ann se apagaba. Suspiré. Eso probaba que yo estaba en lo cierto: ella sabía que la había estado mirando. Escuché ruido de pasos que se aproximaban a mi habitación, cerré los ojos y fingí que dormía.

La voz de Mimí se dejó oír desde el umbral.

—Danny, ¿estás levantado ya?

—Ya voy —contesté, sentándome en la cama y restregándome los ojos—. ¿Qué quieres?

Su mirada se paseó por encima de mi pecho desnudo y mis hombros. Una luz de sospecha apareció en sus ojos.

—¿Dónde está la chaquetilla del pijama? —preguntó.

Entonces, sus ojos la vieron tirada en el suelo, a los pies de la cama.

—¿Ya te habías levantado antes?

La miré directamente.

—Sí.

—¿Qué estabas haciendo? —preguntó con suspicacia.

Su mirada se dirigió hacia las ventanas de la habitación de Marjorie Ann.

Yo puse unos ojos grandes e inocentes.

—Mis ejercicios —dije—. Y después me volví a la cama para descansar.

Noté que mi respuesta no la satisfacía, pero no dijo nada. Se inclinó a los pies de la cama y recogió la chaquetilla del suelo. Sus pechos tensaron la delgada tela del pijama que vestía y no pude apartar la vista de ellos.

Mimí se dio cuenta de la dirección de mi mirada y se ruborizó.

Tiró la chaquetilla sobre mi cama con furia y se dirigió hacia la puerta.

—Mamá me dijo que te despertara y que te recordara que debías ducharte. —Lanzó las palabras por encima del hombro—. No quiere que estés sucio en el día de tu Bar Mitzvah.

Tan pronto como la puerta se cerró tras ella, salté fuera del lecho y me quité los pantalones del pijama. Me sentía caluroso y excitado, como siempre me pasaba cada vez que observaba a Marjorie Ann. Bajé la vista para observarme. Estaba en buena forma. Medía más del metro setenta de altura y mi peso casi llegaba a los cincuenta y cinco kilos.

Tres kilos más y podría ingresar en el equipo de fútbol. Sabía también cómo quitarme aquella excitación de encima, no me preocupaba.

—Ducha fría —decía el entrenador—. Ducha fría, muchachos.

Y esto era justamente lo que yo iba a hacer.

Me puse el albornoz y miré al pasillo. No se veía a nadie. La puerta del baño estaba abierta y me dirigí hacia allí. La habitación de Mimí estaba abierta también y ella se encontraba arreglando su cama. Le hice un gesto con las manos al pasar, mi albornoz se abrió y tuve que ceñirlo apresuradamente. ¡Demonios! Ella sabría cómo me encontraba cuando entró en mi habitación, por lo tanto lo mejor sería que hiciera las paces con ella antes de que me metiera en algún lío. Yo nunca sabía lo que era capaz de hacer. Retrocedí hasta su puerta, sujetando mi albornoz.

—Mimí.

Me miró.

—¿Qué quieres?

Su voz era fría como el hielo.

Bajé la mirada hacia mis zapatillas.

—¿Quieres usar el cuarto de baño antes que yo?

—¿Por qué? —preguntó con sospecha.

Podía escuchar a mis padres conversando en el piso de abajo. Bajé la voz.

—Yo… es que… me voy a duchar… y quizá tú tengas prisa.

—No tengo prisa —contestó; su voz aún era fría y muy formal.

Me di cuenta de que estaba enfadada.

—Mimí —dije de nuevo.

—¿Qué?

Me estaba observando fijamente.

Sin embargo, mis ojos no pudieron sostener su mirada.

—Nada —contesté.

Comencé a alejarme, pero me volví hacia ella de pronto.

Estaba observando mis manos, en donde se aferraban al albornoz.

Esta vez fue ella la que bajó la vista.

—Vosotros, los chicos, sois insoportables —musitó—. Cada vez te pareces más a tu amigo Paul. Siempre está espiando.

—Yo no estaba mirando —aduje en mi defensa.

—Sí, mirabas —dijo en tono acusador—. Apuesto a que estabas espiando a Marjorie Ann también.

Me sonrojé.

—¡No estaba! —dije, accionando los brazos frenéticamente.

El albornoz volvió a abrirse. Vi cómo los ojos de Mimí bajaban la vista y volví a ceñírmelo rápidamente.

—Me parece que tú no tienes muchos inconvenientes en mirar, ¡jovencita de las monjas!

No me hizo ningún caso.

—Le diré a mamá lo que estabas haciendo —dijo.

Crucé rápidamente la habitación, dirigiéndome hacia ella y la cogí por las manos.

—¡No harás eso! —dije.

—¡Me haces daño! —Sus ojos bajaron la mirada.

Me estaba observando estudiadamente.

—¡No lo harás! —repetí bruscamente, aumentando la presión en sus muñecas.

Sus ojos se alzaron hacia los míos, estaban muy abiertos y el temor se reflejaba en ellos; sin embargo, había cierta nota de curiosidad que no se apagaba. Lanzó un profundo suspiro.

—Está bien —dijo—, no le diré nada a mamá, pero le voy a contar a Marge que ella estaba en lo cierto. Me dijo que tú la mirabas siempre que entraba en su habitación. ¡Le diré que baje las persianas!

Le solté las manos. Un vago sabor a triunfo me sacudió. Yo estaba en lo cierto, Marge sabía a todas luces que yo la miraba.

—Si Marge deja las persianas alzadas —le dije con ironía—, ella sabrá por qué lo hace.

Dejé a Mimí de pie al lado de su cama y me dirigí al cuarto de baño. La brocha de afeitar de papá estaba secándose aún sobre el lavabo. La puse en el pequeño armario de las medicinas y cerré la puerta. Me quité el albornoz y me introduje bajo la ducha.

El agua estaba muy fría pero apreté los dientes. Después de unos instantes, comencé a tiritar, aunque no por eso salí. Era bueno para mí. Yo sabía lo que me hacía. Finalmente, cuando terminé de ducharme, me miré al espejo, y observé que mis labios estaban amoratados por el frío.