Día de mudanza. 1 de junio de 1925
Escarbo en lo más profundo de mi memoria, y es mi octavo cumpleaños. Estoy sentado en la cabina de un camión de una empresa de mudanzas, estudiando ansiosamente los nombres de las calles. El enorme camión se detiene al llegar a una esquina.
—¿Es esta la manzana? —preguntó el chófer al negro que estaba sentado a mi lado.
El gigantesco negro se dirigió a mí.
—¿Es esta la manzana, chico? —repitió él.
Sus blancos y grandes dientes se asomaban a su rostro.
Yo estaba tan nervioso que apenas pude articular palabra.
—Esta es —logré murmurar.
Me di vuelta para mirar la calle. Esta era. Reconocí las casas, todas eran similares, con un árbol joven frente a cada una. Parecía igual al día en que fui con mamá y papá, el día en que me compraron la casa como regalo de cumpleaños.
Todos sonreían entonces, incluso el agente de la propiedad inmobiliaria que le vendió la casa a papá. Pero mi padre no bromeaba; hablaba en serio. Le dijo a aquel hombre que la casa debía estar lista para el 1 de junio, porque ese día era mi cumpleaños y se trataba de un regalo para mí.
Por fin, estuvo lista en la fecha que papá había indicado. Comenzamos la mudanza el mismo día de mi octavo aniversario.
Lentamente, el camión dio vuelta a la esquina. Podía escuchar el sonido sordo que emitían los neumáticos sobre la grava cuando dejamos el pavimento. Mi nueva calle se encontraba sin asfaltar aún; estaba cubierta con una grava grisácea. Las piedras saltaban cuando los neumáticos pasaban sobre ellas, lanzándolas contra el guardabarros.
Di un salto en la cabina del camión.
—¡Allí está! —grité señalando—. ¡Esa es mi casa! ¡La última de la manzana! ¡La que está sola!
El camión comenzó a disminuir la velocidad para detenerse frente al edificio. Pude ver nuestro coche aparcado. Mamá y mi hermana Miriam, dos años mayor que yo, se habían anticipado para llevar el pan y la sal, y tener las cosas preparadas. Mamá quería que yo fuese con ella, sin embargo, yo había preferido ir en el camión, sin ninguna objeción por parte del chófer.
Traté de abrir la puerta de la cabina antes que el vehículo se detuviera, pero el negro mantuvo su mano en ella.
—Espera un minuto, chico —dijo sonriendo—. Estarás aquí durante mucho tiempo.
Cuando el camión se paró, abrió la puerta. Al bajar de la cabina apresuradamente, resbalé y caí sobre el suelo cuan largo era. Oí un mascullar sordo tras de mí y sentí que unas fuertes manos me recogían y me levantaban.
La voz ronca del negro preguntó cerca de mi oído:
—¿Te has hecho daño, chico?
Negué con la cabeza. Creo que no hubiese podido hablar aunque hubiera querido. Estaba demasiado ocupado observando mi casa.
La mitad del muro era de ladrillo rojizo y después continuaban tablas pintadas de color marrón hasta encontrarse con el techo, que aparecía cubierto por otras tablas pintadas de negro. En la parte delantera había un pequeño porche con marquesina. Era el edificio más hermoso que había visto en mi vida. Llené mis pulmones de aire, orgullosamente, y di una rápida ojeada por la calle para ver si alguien miraba. No había nadie. Éramos los primeros de la calle en mudarnos.
El hombre de color estaba a mi lado.
—Es una casa muy bonita —dijo—. Eres un chico con suerte al ser su dueño.
Le sonreí agradecido, ya que cuando le conté que papá me la había regalado por mi cumpleaños, se había mofado, como otros.
Corrí hacia la casa y golpeé a la puerta.
—¡Mamá, mamá! —grité—. Soy yo. ¡Ya estoy aquí!
La puerta se abrió y mamá apareció con un pañuelo viejo atado a la cabeza. Entré acaloradamente y me detuve en el centro de la habitación. Todo olía a nuevo en ella: la pintura de las paredes, la madera de la escalera, todo.
Escuché a mamá preguntar al chófer por qué habíamos tardado tanto. No pude oír la respuesta porque estaba mirando hacia arriba de la escalera, pero mamá volvió a la habitación murmurando algo acerca de perder el tiempo, ya que se les pagaba por hora de trabajo.
Me aferré a su brazo.
—Mamá, ¿cuál es mi habitación? —pregunté.
Por primera vez en mi vida iba a tener una habitación para mí solo. Antes de esto, habíamos vivido en un apartamento y yo compartía la habitación con mi hermana. Sin embargo, una mañana, antes que papá se decidiera a comprarme una casa, mamá entró en nuestra habitación y me sorprendió sentado en mi cama, observando cómo se vestía Mimí. Mamá me miró y más tarde, durante el desayuno, nos dijo que tendríamos una casa con una habitación para mí solo.
Mamá se deshizo de mi abrazo.
—Es la primera al lado de la escalera, Danny —contestó, muy excitada—. Por favor, quítate de en medio. ¡Tengo mucho qué hacer!
Me lancé escaleras arriba; los tacones de mis zapatos hacían mucho ruido. Al llegar arriba me quedé indeciso unos instantes mientras miraba a mi alrededor. Mamá y papá tenían la habitación grande al frente, después venía la de Mimí y luego la mía. Abrí la puerta de mi dormitorio y entré muy despacio.
Era pequeño, de unos tres metros de ancho por cuatro y medio de largo. Tenía dos ventanas y a través de ellas podía ver las de la casa que había frente a la nuestra. Me volví y cerré la puerta; crucé la habitación, pegué mi rostro contra el cristal de la ventana y traté de mirar hacia fuera, pero como no podía ver mucho, la abrí.
Observé la calzada que corría entre las casas. A la derecha, debajo de donde yo me encontraba, pude ver el nuevo Paige, el coche que papá acababa de comprar; detrás de la casa estaba el garaje. Más allá solamente había campo. Era un barrio nuevo de Flatbush. Todos aquellos lugares habían sido vaciados otras veces, pero la ciudad los había llenado de nuevo. Habían construido muchas casas idénticas a la nuestra y pude examinarlas cuando me asomé lo suficiente a la ventana.
Volví al centro de la habitación. Lentamente di vuelta en círculo, estudiando las paredes. «Mi habitación, esta es mi habitación», me decía a mí mismo, repitiéndolo una y otra vez.
Pude sentir cómo se me formaba un nudo en la garganta, un sentimiento muy extraño. Como la vez que estuve al lado del ataúd de mi abuelo, de la mano de papá y observando su rostro lívido. La voz de papá había sido muy suave.
—Míralo, Danny —me dijo, aunque parecía que hablaba consigo mismo—. Este es el fin a que todo hombre llega, esta es la última vez que podremos ver su rostro.
Entonces papá se inclinó y besó el inmóvil rostro que estaba dentro del ataúd y yo hice lo mismo. Los labios del abuelo estaban fríos como el hielo y no se movieron cuando yo los toqué. Algo de su frialdad pasó a través de mi cuerpo.
Un hombre estaba de pie junto al ataúd con unas tijeras. Papá se abrió la americana, y el hombre le cortó un trozo de su corbata. Después me miró interrogativamente. Papá afirmó con un movimiento de su cabeza y habló en yiddish.
—Es de su sangre —dijo.
El hombre cortó un trozo de mi corbata y yo sentí cómo se me formaba un nudo en la garganta. Era una corbata nueva y la estrenaba ese día; no la podría usar nunca más. Alcé mi vista hacia papá. Él estaba mirando nuevamente hacia el ataúd y sus labios se estaban moviendo. Agucé mis oídos para escuchar lo que decía, pero no pude. Me soltó la mano y corrí hacia mamá con el extraño nudo en mi garganta todavía.
De vuelta a la realidad me tiré al suelo y apoyé mi mejilla en él. Lo noté frío, y el olor del parqué nuevo subió por mi nariz escociéndome los ojos, no obstante, me quedé allí durante algunos minutos presionando mis labios contra el suelo.
—Te quiero, casa —susurré—. Eres la casa más hermosa del mundo, y eres mía… te quiero.
—Danny, ¿qué estás haciendo echado en el suelo?
Me levanté rápidamente; Miriam estaba en la puerta con un pañuelo atado a la cabeza, como mamá.
—Nada —le respondí con dificultad.
Me miró extrañada, sin embargo, no se imaginó qué estaba haciendo yo en el suelo.
—Mamá dice que bajes y que te esfumes —dijo autoritariamente—. Los hombres ya van a traer el mobiliario aquí arriba.
Bajé la escalera tras ella. El aspecto nuevo que tenía la casa se iba perdiendo. Podía ver algunos lugares en la escalera donde nuestros pies ya habían borrado la pintura. Los muebles ya estaban en el salón y la alfombra arrollada a un palo, en el rincón, lista para ser extendida en cuanto los hombres terminaran con su trabajo.
Vi a mamá, de pie, en el centro de la habitación. Tenía polvo en su rostro.
—¿Quieres que haga algo, mamá? —pregunté.
Escuché la risita burlona de Mimí. No le gustaban los chicos y creía que no servían para nada. Eso me enojó.
—¿Hago algo, mamá? —repetí.
Mamá me sonrió. Cuando sonreía su rostro se ablandaba. Era agradable la forma que tenía de hacerlo. Puso una mano sobre mi cabeza y me revolvió el cabello.
—No, rubito —contestó—. ¿Por qué no sales fuera y juegas un poco? Ya te llamaré cuando te necesite.
Le sonreí. Sabía que estaba contenta cuando me llamaba «rubito».
También sabía que eso enojaba a Mimí. Era el único de la familia con el cabello rubio; todos los demás lo tenían castaño. Papá solía bromear sobre esa cuestión y aunque no sé por qué mamá siempre se enfadaba.
Hice una mueca a Mimí y salí. Los hombres habían descargado el camión y todas las cosas estaban, en la calle. Me quedé allí un rato observando. Era un día caluroso, el negro se había quitado la camisa y pude ver cómo sus músculos se retorcían bajo su oscura piel. El sudor corría por su rostro ya que realizaba casi todo el trabajo, mientras el otro hombre se dedicaba a hablar y a ordenarle lo que tenía que hacer.
Después de largo rato me cansé de mirarlos y dirigí mi mirada hacia el otro extremo de la calle, pensando cómo sería el vecindario. Sentí curiosidad por el campo abierto que había observado desde la ventana de mi habitación. En el anterior vecindario nunca había existido un espacio vacío, solo los inmensos y horribles edificios de apartamentos.
A través de la puerta abierta pude ver que mamá estaba muy ocupada, y cuando la llamé para preguntarle si podía pasear por los alrededores, no me contestó. Me dirigí a la esquina, sintiéndome feliz y orgulloso, tenía una casa tan bonita y el día era tan agradable… Deseé que todos mis cumpleaños fueran tan hermosos.
Escuché los ladridos de un perro casi al mismo tiempo que llegaba a la esquina, hacia la zona este de Flatbush, en Brooklyn. Caminé por la calle con las casas a medio construir, con sus maderámenes relucientes al sol de mediodía. Crucé la calle siguiente y los edificios quedaron tras de mí. Allí solo existía el campo abierto. Los ladridos del perro se escuchaban con más intensidad —donde vivíamos antes, cerca de la farmacia de papá, no se oía ningún ruido, ni aun a la vuelta de la esquina—. Los inmuebles del otro bloque de casas no habían sido ocupados aún y solo había una profunda zanja que corría de un extremo a otro de la calle. «En cuanto cubran esta zanja —pensé— comenzarán a construir aquí también.»
Ya sabía de dónde provenían los ladridos del perro: de la manzana siguiente. Vi a dos chicos de pie, al borde de la zanja, mirando hacia el fondo. El perro debía de haberse caído dentro. Apresuré mis pasos y enseguida estuve al lado de los chicos. Un pequeño perro color castaño gemía mientras trataba de alcanzar el borde de la zanja, pero solo conseguía llegar hasta la mitad y luego caía rodando hasta el fondo. Entonces, era cuando ladraba más fuerte. Los dos chicos se reían, no sé por qué. No creí que resultara muy divertido.
—¿Es vuestro el perro? —pregunté.
Ambos se volvieron y me miraron. No contestaron.
Repetí la pregunta.
El más alto de los dos me dijo:
—¿Para qué quieres saberlo?
Algo en el tono de su voz me asustó. No era nada amistoso.
—Solo estoy preguntando —dije.
Se acercó hacia mí, balanceándose un poco. Era más alto que yo.
—¿Para qué quieres saberlo? —repitió.
Su voz fue más insolente aún.
Di un paso hacia atrás y en aquel momento deseé no haberme alejado de la casa. Mamá solo me había dicho que no estorbara mientras los hombres de la mudanza terminaban con su trabajo.
—¿Es tu perro? —pregunté, tratando de sonreír y deseando que mi voz no temblara.
El chico alto puso su rostro muy cerca del mío. Lo miré sin pestañear, directamente a los ojos.
—No —respondió.
—¡Ah! —dije, y me volví a observar al perro de nuevo. Aún estaba tratando de alcanzar la orilla de la zanja.
El chico me habló al oído.
—¿De dónde eres? —preguntó—. No te he visto antes.
Me volví hacia él.
—De la calle 48 Este. Nos estamos mudando hoy. Somos los primeros en toda la manzana —respondí.
Su rostro estaba oscurecido y ceñudo.
—¿Cómo te llamas?
—Danny Fisher —repliqué—. ¿Y tú?
—Paul —dijo—. Y este es mi hermano, Eddie.
Nos quedamos un rato en silencio, observando al perro. Pudo llegar hasta la mitad del camino antes de volver a rodar hasta el fondo.
Paul rio.
—Es divertido. El muy estúpido no sabe cómo salir de allí.
—No creo que sea divertido. Quizá el pobrecillo no pueda salir nunca.
—¿Y qué? —gruñó Paul—. Lo tiene merecido por meterse ahí dentro.
No contesté. Nos quedamos al borde de la zanja mirando al perro.
Noté un movimiento por el otro lado y me volví. Se trataba de Eddie; era más bajo que yo. Le sonreí y él me devolvió la sonrisa.
Paul dio la vuelta por mi espalda y se situó junto a él. Había algo en sus maneras que hizo que ambos nos quedáramos serios. Eddie parecía avergonzado sin saber por qué.
—¿A qué colegio vas? —preguntó Paul.
—No lo sé —contesté—. Me parece que a ese que está cerca de Utica, en la avenida D, supongo.
—¿En qué curso estás?
—Cuarto A.
—¿Qué edad tienes?
—Ocho años —contesté orgullosamente—. Hoy es mi cumpleaños. Por eso nos hemos mudado. Mi padre me compró la casa como regalo.
Paul sonrió con burla. Me pude dar cuenta que no le había impresionado en lo más mínimo.
—Eres un chico listo, ¿eh? Estás en el mismo curso que yo, y tengo nueve años.
—Bien, yo me salté el tercero B —expliqué a modo de disculpa.
Sus ojos se tornaron fríos y cautelosos.
—¿Vas a ir al Sagrado Corazón?
Yo estaba confundido.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—La iglesia del Sagrado Corazón —contestó—. Cerca de Troy.
—No —dije, con un movimiento de cabeza.
—¿A la Santa Cruz? ¿La iglesia grande que tiene el cementerio?
—¿Qué cementerio?
Estaba comenzando a sentirme raro. No sabía contestar a sus preguntas y hubiera deseado saber qué era lo que debía responder.
Señaló a través de Clarendon Road. A una manzana de distancia pude ver la reja de hierro del cementerio.
Me volví hacia él.
—No —respondí.
Se quedó silencioso por un momento mientras pensaba.
—¿No crees en Dios? —preguntó finalmente.
—Por supuesto que sí —repliqué—. Pero no voy a la iglesia.
Me miró con escepticismo.
—Si no vas a la iglesia, entonces no crees en Dios —me dijo enfáticamente.
—Sí creo —insistí.
Sentí que unas lágrimas de ira se agolpaban en mis ojos. No tenía ningún derecho a decir esas cosas. Me puse lo más firme que pude.
—Soy judío —dije con voz orgullosa—, y asisto a los oficios.
Los dos hermanos se miraron como si ahora lo comprendieran todo. Sus rostros se volvieron hoscos.
Paul dio un paso amenazador hacia mí y yo instintivamente retrocedí. Mi corazón palpitaba con fuerza. No sabía qué podría haber dicho para que se enojaran tanto.
Paul puso su rostro frente al mío.
—¿Por qué mataste a Cristo? —rugió.
Yo estaba realmente asustado por la crudeza de su voz.
—Yo no lo maté —gemí—. Nunca lo he conocido.
—¡Que sí! —La voz de Eddie era más alta que la de su hermano, pero tan ruda como la de aquel—. ¡Mi padre nos dijo que los judíos lo habían matado, que lo clavaron a la cruz! También nos dijo que los judíos se trasladarían a todo el barrio, a todas las casas nuevas del vecindario.
Traté de apaciguarlos.
—Quizá algunos judíos que yo no conozco le dieron muerte —dije con toda suavidad—, pero mi madre siempre ha dicho que él era el rey de los judíos.
—Lo mataron —insistió Paul.
Pensé durante algunos segundos. El perro volvió a ladrar, pero yo tenía miedo de volverme y mirar. Traté de cambiar el tema.
—Debemos intentar sacar a ese perro.
No me contestaron. Pude notar que todavía estaban enojados. Intenté pensar en otra cosa que les fuera más satisfactoria.
—Quizá le dieron muerte porque era un rey malo —sugerí.
Sus rostros se tornaron lívidos. Quise salir corriendo pero no fui lo suficiente rápido. Paul me agarró y sujetó mis brazos a los costados. Traté inútilmente de soltarme, y asustado comencé a llorar. En ese momento el rostro de Paul comenzó a sonreír y me soltó.
—¿De manera que quieres sacar el perro? —preguntó.
Traté de acallar mis sollozos. Con una mano sequé las lágrimas de mis ojos.
—Sí —dije.
Respiró profundamente, sonriendo aún.
—Muy bien, bebé judío, ¡anda a buscarlo!
Súbitamente, se abalanzó sobre mí con los brazos extendidos. Aterrorizado, traté de esquivarle, pero sus manos dieron en mi pecho, y todo el aire de mis pulmones me abandonó. Entonces, me sentí caer, rodar, por los taludes de la zanja. Traté de agarrarme para evitar seguir rodando, pero fue inútil. Choqué con fuerza contra el fondo y me quedé allí algunos momentos tratando de recuperar el aliento.
Escuché un alegre gemido y sentí una cálida lengua sobre mi rostro. Me senté. El cachorro color castaño estaba lamiendo mi rostro y su pequeño rabo se movía de un lado a otro mientras gemía de felicidad.
Me puse de pie y miré hacia arriba. Estaba avergonzado de haber llorado, pero el perro parecía tan contento de estar conmigo que ya no sentí miedo.
Paul y Eddie me estaban mirando. Blandí mi puño hacia ellos.
—¡Sois unos sucios bastardos! —les grité.
Era el peor insulto que sabía.
Vi cómo se inclinaban y recogían algo del suelo. Un segundo más tarde una lluvia de piedras y terrones caía sobre nosotros. El perro gimió, al darle una de ellas. Cubrí mi cabeza con los brazos hasta que la lluvia de piedras terminó, ninguna me golpeó. Entonces, miré hacia arriba de nuevo.
—¡Ya os daré yo por esto! —les grité.
Se rieron burlonamente.
—¡Judío, hijo de perra! —gritó Paul.
Recogí una piedra y se la tiré, pero quedé corto y una nueva lluvia de guijarros y terrones cayó sobre mí. Esta vez no alcancé a cubrirme el rostro con la suficiente rapidez y un guijarro me hizo un corte en la mejilla. Les lancé otra, pero quedé corto también. Ellos se inclinaron para recoger más piedras.
Di la vuelta y me alejé corriendo hasta el centro de la zanja donde sus proyectiles no me alcanzaban. Me senté sobre una gran roca, el perro se acercó a mí y yo le acaricié la cabeza. Miré de nuevo a los dos hermanos al tiempo que me limpiaba el rostro con la manga.
Gritaban y blandían los puños hacia mí, sin embargo, no pude escuchar lo que decían. El perro estaba sentado sobre mi pie, moviendo la cola y mirándome. Me incliné y puse mi mejilla contra su cabeza.
—Todo está bien, perrito —susurré—. Cuando se vayan, saldremos de este lugar.
Me levanté y les hice un gesto. Enrojecieron de ira y me tiraron más piedras, pero yo solo me reía porque no podían alcanzarme desde donde estaban.
Cuando se fueron, el sol ya había comenzado a ocultarse por el oeste. Me senté en la roca y esperé un poco, unos treinta minutos, para asegurarme de que se hubiesen ido. A esa hora estaba oscureciendo.
Caminé hasta donde comenzaba el talud de la zanja y miré hacia arriba. Era bastante alto y muy pronunciado, no obstante, pensé que no tendría muchas dificultades en subir. Había suficientes rocas y arbustos a los cuales aferrarme. Me así a una piedra y comencé a ascender con lentitud, arrastrándome sobre manos y rodillas para evitar resbalar hacia abajo. Había ganado unos tres metros cuando escuché un gemido. Miré hacia abajo.
El perrito estaba al fondo de la zanja, observándome con ojos brillantes y relucientes. Cuando vio que yo había vuelto la cabeza para mirarle, dio un agudo ladrido de felicidad.
—Está bien, ven —le dije—. ¿Qué estás esperando?
Saltó hacia un lado de la zanja y comenzó a arrastrarse hasta donde yo estaba. Él también reptaba. Casi a medio metro de distancia comenzó a resbalar hacia abajo. Le cogí por la piel del cuello y lo acerqué a mí. Su cola se movía en señal de felicidad.
—Vamos —le dije—. Tenemos que salir de aquí.
Comencé a trepar de nuevo y avancé un poco, pero cuando me volví para ver al perro vi que había echado en el mismo lugar en que lo había dejado, mirándome a los ojos y moviendo la cola. Lo llamé.
—¿Qué sucede? —pregunté—. ¿Tienes miedo?
Solo movió la cola. No se iba a levantar; por lo tanto comencé a subir de nuevo.
Había alcanzado unos centímetros más cuando empezó a gemir lastimosamente. Me detuve y miré hacia abajo. Sus gemidos cesaron de inmediato y su cola comenzó a moverse.
—Está bien —le dije—, bajaré a ayudarte.
Con cuidado me deslicé hasta donde estaba y lo agarré otra vez por la piel del cuello. Sujetándolo con una mano seguí gateando hacia arriba. Tardé aproximadamente quince minutos en llegar a la mitad del camino, arrastrándolo tras de mí a cada paso que daba. Allí me detuve a recuperar el aliento. Tenía las manos y el rostro cubiertos de barro y mi camisa y pantalones estaban manchados y desgarrados. El perro y yo nos mantuvimos en aquel lugar, temerosos de movernos para no caer hacia abajo.
Después de algunos minutos comenzamos a trepar de nuevo. Estábamos casi llegando a la orilla cuando una roca cedió bajo mi pie y resbalé. Solté al perro frenéticamente y hundí mis dedos en el barro para evitar la caída. Había resbalado solamente un trecho cuando sentí que mis dedos se aferraban con firmeza a la tierra. El perro comenzó a lloriquear. Cuando me volví para mirarlo, no estaba a mi lado.
Miré hacia el fondo de la zanja. Trataba de levantarse. Me miró y dio un corto ladrido, pero cuando me volví para continuar ascendiendo, comenzó a gemir nuevamente. Traté de no escuchar los aullidos, suaves y plañideros, que salían del fondo de su garganta. Corría de un lado a otro, deteniéndose casi cada segundo para gemir, y parecía que cojeaba. Lo llamé. Se detuvo y me miró, su cabeza estaba inclinada hacia un lado.
—Vamos, pequeño —lo animé.
Se lanzó contra el talud de la zanja tratando de subir hacia mí, pero cayó hacia atrás. Lo llamé de nuevo, otra vez intentó subir y cayó. Finalmente, se sentó y me tendió una pata, ladrando.
Me senté y me deslicé hasta el fondo. Corrió a mis brazos, moviendo la cola, y dejó un rastro de sangre sobre mi camisa cuando lo cogí. Sus suaves patas, de cachorro, se habían desgarrado contra las rocas al tratar de subir.
—Está bien, perrito —le dije con suavidad—, saldremos juntos de este lugar. No te abandonaré.
Pareció comprender mis palabras, ya que su cola comenzó a moverse en círculos y su cálida y húmeda lengua me lamió el rostro. Lo puse en el suelo y anduve hacia el otro lado de la zanja para encontrar un lugar más fácil por donde subir. Corrió a mi lado, sus ojos fijos en mi cara. Quizá mi madre permitiese que me quedara con él.
Ya estaba casi oscuro. Comenzamos a trepar, pero era inútil. Antes de llegar a la mitad del camino, resbalé y caí al fondo una vez más. Estaba muy cansado, y con mucha hambre. No podíamos lograrlo. Hasta que la luna saliera, era inútil pretender alcanzar el borde.
Me senté en la roca que estaba en el centro de la zanja y traté de pensar en lo que iba a hacer. Mamá estaría enojada porque no había llegado a tiempo para la cena. Se habría enfriado. Empecé a tiritar y traté de abrocharme el cuello de la camisa, pero el botón ya no estaba.
Una sombra gris pasó por mi lado en la oscuridad. El perro dejó escapar un gruñido y se lanzó tras ella. Súbitamente, sentí miedo; había ratas en la zanja. Abracé al perro y me eché a llorar. Nunca saldríamos de allí. Otra rata pasó por mi lado. Con un grito de espanto corrí hasta la base del muro y traté de subir. Una y otra vez intenté salir de allí, pero cada vez era más difícil.
Finalmente, me dejé caer a tierra, demasiado agotado como para poder moverme. Estaba mojado y desesperado. Comencé a gritar.
—¡Mamá, mamá!
Mi llamada retumbaba en la zanja y el eco caía nuevamente sobre mí. Continué gritando hasta que mi voz enronqueció y se convirtió en un susurro. No hubo respuesta.
La luna había salido y su blanca luz proyectaba las largas y oscuras sombras de las rocas. La noche parecía viva, con ruidos extraños y movimientos propios. Cuando estaba tratando de ponerme de pie, una rata se lanzó al aire y cayó sobre mi pecho. Dando un grito de terror, caí hacia atrás. El perro saltó tras la rata y la cazó al vuelo. Con un furioso movimiento de su cabeza, le rompió el cuello y la lanzó lejos de sí.
Me puse en pie afirmando la espalda contra el talud de la zanja, demasiado helado y asustado como para hacer cualquier cosa que no fuera mirar hacia la abertura. El perro se paró ante mí, ladrando, con las orejas erectas. Los ecos rebotaron, como si cientos de perros rompieran el silencio de la noche con sus ladridos.
No sé cuánto tiempo permanecí de aquella manera. Mis ojos trataban de cerrarse y yo hacía grandes esfuerzos por mantenerlos abiertos, pero me era imposible. Finalmente, me senté en el suelo, rendido.
Ya no estaba tan seguro de que mamá se enfadara conmigo. No era culpa mía. Si yo no hubiera sido judío, Paul y Eddie no me habrían empujado dentro de la zanja. Cuando saliera le preguntaría a mamá si no podríamos ser otra cosa. Entonces, quizá no se enfadaran conmigo. Pero, dentro de mí, algo me decía que, aun así, las cosas no cambiarían, que aunque mamá estuviera de acuerdo, papá no opinaría lo mismo. De eso estaba seguro, porque una vez que decidía algo nunca cambiaba. Esta debía de ser la razón por la que continuaba siendo judío. No, no sacaría nada en claro.
Mamá estaría muy enfadada conmigo. Mala suerte, pensaba yo, mientras comenzaba a adormecerme, era una desgracia que esto sucediera después de la forma tan maravillosa en que había comenzado el día.
Los ladridos del perro sonaban más fuerte y, como confundido con los ecos de alguna parte, pude escuchar que alguien gritaba mi nombre. Traté de abrir los ojos, pero me fue imposible, estaba demasiado agotado.
La voz se hizo más clara, más insistente.
—¡Danny! ¡Danny Fisher!
Mis ojos se abrieron y la aterradora luz blanca de la luna proyectó sombras enloquecedoras sobre el fondo de la zanja. Una voz de hombre gritó mi nombre de nuevo. Me levanté con gran esfuerzo y traté de responder, pero solo afloraba un susurro débil y enloquecido. El perro comenzó a ladrar furiosamente. Escuché voces que procedían de la orilla de la zanja, los ladridos del perro se hicieron más agudos y excitados.
El resplandor de una linterna iluminó la zanja, buscándome. Sabía que no podían oírme llamándolos, por esto corrí hacia la luz, tratando de hacerme visible. El perro corrió tras mis talones, ladrando aún.
La claridad cayó sobre mí y me quedé inmóvil. Me cubrí los ojos con las manos; me dolían. Una voz de hombre exclamó:
—¡Allí está!
Otra voz surgió de la oscuridad, sobre mi cabeza:
—¡Danny! ¡Danny! —era la voz de papá—. ¿Te encuentras bien?
Escuché ruidos, como si un hombre bajara por un lado de la zanja, hacia mí. Corrí hacia él, llorando, y me sentí estrechado entre sus brazos. Él estaba temblando. Pude sentir sus besos en mi rostro.
—Danny, ¿te encuentras bien? —seguía preguntando.
Presioné mi rostro contra el suyo. Mi cara estaba arañada y ensangrentada, pero la sensación que sentí al tocar la gruesa lana de su traje hizo que me sintiera bien.
—Estoy muy bien, papá —dije entre sollozos—, pero mamá se enfadará. Me oriné en los pantalones.
Algo parecido a una carcajada salió de su garganta.
—Mamá no estará enfadada —me aseguró. Levantó la vista hacia la orilla de la zanja.
—Está bien. Tiren una cuerda y lo sacaremos.
—No te olvides del perro, papá —le dije—. Debemos sacarlo también.
Papá se inclinó y acarició la cabeza del animal.
—Seguro, también lo sacaremos —me dijo—. Si no hubiera sido por sus ladridos no habríamos sabido dónde buscarte.
Se volvió súbitamente y me miró.
—¿Es esta la razón por la cual te encuentras aquí?
—No —respondí—. Paul y Eddie me empujaron dentro porque soy judío.
Papá me miró de una forma muy extraña. La cuerda cayó a nuestros pies y se inclinó para recogerla. Casi no pude escuchar las palabras que estaba murmurando:
—El vecindario es nuevo, pero la gente es la misma.
No entendí lo que quería decir. Ató la cuerda en torno a su cintura y me cogió con un brazo y al perro con el otro. La soga se puso tensa y comenzamos a escalar por un lado de la zanja.
—No estás enfadado, ¿verdad, papá?
—No, Danny, no estoy enfadado.
Estuve silencioso durante un momento mientras subíamos lentamente.
—Entonces, ¿podré quedarme con el perro, papá? —pregunté—. Es tan hermoso.
El perro debió darse cuenta que estaba hablando de él; su cola comenzó a golpear en un costado a papá.
—Le llamaremos Rexie Fisher —agregué.
Papá dirigió su mirada hacia el cachorro y luego hacia mí. Comenzó a reír.
—Tendremos que ponerle Rexie Fisher a «ella». Es una perrita.

La habitación estaba oscura, pero yo me encontraba abrigado y adormecido después del baño y dentro de mi cama. Durante la noche oía los sonidos que se colaban por la ventana, procedentes del nuevo vecindario; sonidos que me acompañarían toda mi vida.
Mis ojos estaban muy abiertos, maravillados ante ellos y, sin embargo, no estaba asustado. No había nada que pudiera temer porque estaba en mi propia casa, en mi habitación. De pronto, empecé a adormecerme; me puse de costado y mis manos acariciaron la pared. Estaba áspera, con la pintura nueva y granulosa.
—Te quiero, casa —murmuré, medio dormido.
Bajo mi cama el perro se movió, y yo alargué mi mano hacia él. Sentía su frío hocico en la palma de mi mano. Mis dedos acariciaron su cabeza y noté su piel húmeda y fría, ya que mamá y papá habían bañado a Rexie antes de dejarla entrar en mi habitación. Su lengua lamía mis dedos.
—A ti también te quiero, Rexie —susurré.
Una sensación cálida y confortable comenzó a embargarme. Lentamente sentí cómo la tensión abandonaba mi cuerpo y el sueño se adueñó de mí.
Estaba en casa. El primer día de mi vida que recuerdo se desvaneció en el ayer, y todos los demás se transformaron en mañana.