siete
El autocar estaba en el transbordador, alejándose del muelle, cuando volví la vista y miré por la ventanilla las luces de Nueva York que destellaban en la noche. De pronto, comenzó a llover.
Eso me gustó porque coincidía con mi estado de ánimo. Había dejado algo detrás de mí. No sabía qué, pero fuera lo que fuese, la lluvia lo arrasaría y se lo llevaría. Algún día, volvería y quizá entonces las cosas serían diferentes.
Me acomodé en el asiento y abrí un periódico de la mañana. Cuando cruzábamos las verdes llanuras de New Jersey, mi vista se posó en un suelto inserto en la sección «Broadway». Y, aun viéndolo en frías letras de molde, me pareció inconcebible:
SAM GOTTKIN, el conocido concesionario de vestuarios de Broadway que en otro tiempo fuera un renombrado campeón de boxeo de semipesados, bajo el nombre de Sammy Gordon, contrajo matrimonio ayer con Miriam (Mimí) Fisher, hermana de Danny Fisher, ganador del Gloves. Después de su luna de miel en las Bermudas, residirán en un nuevo ático, en Central Park Sur, redecorado especialmente para su esposa.
De forma automática llevé mi mano al timbre de alarma para hacer detener el autocar. Mis dedos se apoyaron en él, un segundo; después, aparté la mano. Era inútil que regresara. No había nada que yo pudiese cambiar.
Me retrepé nuevamente en el asiento y volví a leer la noticia. Experimenté una sensación de soledad y vacío. Mimí y Sam. Me pregunté cómo podía haber sucedido, cómo se habían conocido, y qué había sido de aquel joven de su oficina por el que estaba medio loca. Cerré mis ojos con cansancio. Pero ¿qué me importaba? Nada de lo que ocurriera sería importante nunca más; no para mí. Para ellos yo estaba perdido, como si nunca hubiera existido.
El tamborileo de la lluvia golpeaba contra los cristales de las ventanillas y embotó mi mente. Dormité a intervalos.
Imágenes de Sam y Mimí brillaban frente a mí y, no obstante, jamás las percibí juntas. En cuanto una de ellas aparecía enfocada, la otra desaparecía. Me dormí por completo antes de que sus imágenes persistieran juntas el tiempo necesario para que yo les desease muchas felicidades.
Yo no estaba allí cuando…
Se hallaba sentada frente al tocador y lloraba con profundo desconsuelo. Gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas, dejando en ellas surcos violáceos de rímel. Sus manos convulsas tenían apretado un pañuelo contra su boca.
Papá se volvió, nervioso.
—¿Por qué llora? —preguntó a mamá—. Es el día de su boda. ¿De qué puede lamentarse?
Mamá le lanzó una mirada irritada. Lo cogió de un brazo y lo llevó casi a empujones hasta la puerta que comunicaba con una pequeña capilla improvisada.
—Anda, vete ya y atiende a los invitados —dijo con firme y autoritario acento—. Estará bien a la hora de la ceremonia.
Le cerró la puerta pese a sus protestas y echó la llave. Con expresión tranquila y llena de comprensión esperó a que pasara aquel paroxismo de lágrimas. No tuvo que aguardar mucho tiempo. Mimí dejó de llorar y se sentó, frágil y encogida en su silla. Apartó el pañuelo de su boca con dedos nerviosos y crispados.
—No lo quieres, ¿verdad? —exclamó, muy quedo, mamá.
Mimí alzó la frente, lanzó una mirada rápida y fugaz a su madre, y después volvió a clavar los ojos en el suelo.
—Le quiero —contestó en voz baja, apenas audible.
—No tienes que casarte con él si no lo quieres —insistió mamá como si no la hubiese oído.
Los ojos de Mimí estaban serenos ya. Miró a mamá sin pestañear. Su voz no reflejaba emoción alguna.
—Ahora me encuentro bien, mamá. Lloraba como una niña.
El rostro de mamá estaba serio.
—Crees, sin duda, que porque te casas eres ya una mujer. No olvides que, para que te den la licencia de matrimonio, yo tengo que firmar el consentimiento.
Mimí volvió a mirarse en el espejo. Se levantó rápidamente de la silla y fue al lavabo situado en una esquina de la habitación.
Mamá extendió el brazo y la detuvo.
—Toda tu vida, Miriam —exclamó suavemente—, tendrás que vivir con él. Toda tu vida habrás de vivirla al lado de ese hombre. Toda…
—¡Mamá!
Una desesperada nota de histeria en la voz de Mimí interrumpió las palabras de mamá.
—¡Madre! ¡Deja ya de hablar así! ¡Es demasiado tarde ya!
—Nunca es demasiado tarde, Miriam —insistió mamá—. Todavía puedes cambiar de idea.
Mimí sacudió la cabeza con un gesto desesperado.
—Es demasiado tarde, mamá —dijo con firmeza—. Era ya demasiado tarde cuando fui a verle por primera vez para averiguar dónde se hallaba Danny y saber qué había sido de él. ¿Qué puedo hacer ahora? ¿Devolver todo el dinero que gastó tratando de buscar a Danny por nosotros? ¿Devolverle los cinco mil dólares que le prestó a papá para que adquiriera la tienda? ¿Devolverle toda la ropa que me ha comprado, y la sortija, y decirle «lo siento, pero todo ha sido una equivocación»?
Los ojos de mamá reflejaron un dolor intenso y profundo.
—Todo eso —dijo, quedamente—, antes de que seas desgraciada. No puedes consentir que papá y yo hagamos contigo como hicimos con Danny.
Sus ojos comenzaron a llenarse de lágrimas.
Mimí la estrechó en sus brazos.
—No te reproches nada por lo que ha pasado —dijo—. Toda la culpa es de papá.
—No —insistió mamá—. Debí de haberle parado. Por eso te hablo así: no cometería la misma equivocación de nuevo.
En el rostro de Mimí podía leerse una gran determinación.
—No hay equivocación, mamá —exclamó como si conociese todas las respuestas—. Sam me quiere. Si yo no le quiero tanto como él a mí, eso vendrá con el tiempo. Es bueno, simpático, generoso. Esas cosas harán que todo salga bien.
Mamá le lanzó una mirada escrutadora.
Con un movimiento impulsivo, Mimí besó ardorosamente la frente de su madre.
—No te preocupes, mamá —dijo suavemente—. Sé lo que hago y es lo que deseo.

Se enderezó en la cama, tensa de miedo anticipado; oía cómo se cepillaba, ruidosamente, los dientes en el cuarto de baño. El sonido del agua corriente cesó de improviso. Escuchó el chasquido del interruptor al ser cerrado y se acostó con rapidez en la tenebrosidad de la cama y se acurrucó en un pequeño bulto.
Ella le oyó andar por el lado opuesto de la cama, en la oscuridad, y oyó el crujido del somier bajo el peso de su cuerpo. Se quedó quieta, rígido el cuerpo y, súbitamente, sintió un frío que casi hizo castañetear sus dientes.
Hubo un momento de silencio. Después, él puso su mano, suavemente, en su hombro. Ella apretó los dientes. Oyó entonces que murmuraba su nombre.
—¡Mimí!
—Sí, Sam —se forzó a sí misma a contestar.
—Vuélvete, Mimí.
Sus palabras sonaban implorantes en la oscuridad.
La voz de Mimí era queda y cuidadosamente dominada.
—Por favor, Sam, esta noche, no. Me duele.
La voz de Sam era gentil, comprensiva.
—Tampoco haremos nada esta noche. No quiero más que coger tu mano y sentirla en mi pecho. No quiero que tengas miedo de mí. Te amo, nena.
De repente, los ojos de Mimí se llenaron de lágrimas. Se volvió hacia su marido con un movimiento rápido y hundió la cabeza en el pecho masculino. Su voz era tenue.
—¿De veras, Sam? ¿Puedes quererme después de todo lo que te he hecho?
Sintió el aliento profundo del hombre en sus cabellos.
—Por supuesto, mi vida. No me has hecho nada. Todas las chicas delicadas sienten así la primera vez.
Se relajó poco a poco entre sus brazos. Alzó su rostro hacia él y lo besó ligeramente en los labios; el beso que una niña diera a su padre.
—Gracias, Sam —murmuró, agradecida.
Estuvo callada durante un momento, y a continuación su voz brotó lenta de sus labios.
—Probaremos otra vez si lo deseas, Sam.
—¿De veras lo quieres, dulzura?
Parecía complacido y feliz.
—Sí, Sam —respondió con voz apenas perceptible.
Cerró sus ojos con fuerza y sintió sobre sus cabellos sus manos acariciadoras. Sus labios recorrieron leves sus mejillas y llegaron al cuello. George solía besarla así. Ese pensamiento le pareció inoportuno. ¿Por qué recordaba a George en aquellos momentos? No era justo con Sam. Él no era culpable de lo que sucedía; la única responsable era ella. Lo había querido así desde el primer momento, cuando ella y Nellie fueron a verle. Contrita, alzó la mano y le acarició las mejillas. Percibió la suavidad de su tez pues se había afeitado antes de acostarse. Sintió en sus labios el contacto de los de su marido, cálidos y dulces. Ella le devolvió sus besos.
Tuvo un momento de sobresalto cuando sintió sus manos frescas, ligeras, por debajo de su camisón. Sus caricias eran sedantes, suaves, sin brusquedades, y lentamente se relajó, dejando su cuerpo flojo, sin resistencia. El corazón de Sam latía sobre el suyo.
Comenzó a sentirse invadida por una lasitud agradable, por un oscuro y extraño placer… una sensación que había experimentado anteriormente. ¿En qué estaba pensando? Era una sensación deliciosa y se sentía feliz porque la experimentaba a un ritmo creciente.
Sus labios recorrían sus senos. De allí pasaron a su garganta y entonces le cogió la cabeza con sus manos y le besó la frente. Cerró los ojos y volvió a pensar en George. Habría sido más agradable con él; todo habría sido más fácil con él. No estaría temerosa de él como había estado con…
La voz del hombre se elevó, ansiosa, en la noche.
—¿Te sientes bien, dulzura?
Ella asintió furiosa. No confiaba en sí misma para hablar.
Sam permaneció quieto a su lado; sus manos se movían, acariciadoras, por las mejillas abrasadas de Mimí. Vibraba en su voz un secreto orgullo.
—¿Lo ves, amor mío? —exclamó muy cuerdo—. No había por qué tener miedo, ¿verdad?
Escondió ella la cabeza en su pecho.
—No —murmuró.
Sin embargo, en su corazón supo que mentía. Tendría que mentirle siempre. Jamás dejaría de sentir miedo de él. No era su cara la que aparecía ante sus ojos en el estallido del orgasmo.
—¡Oh Dios! —imploraba en silencio—. ¿Tendrá que ser así todos los días de mi vida? ¿Siempre atemorizada?
La respuesta a esa pregunta estaba en su pensamiento. Era rico y fuerte, y sus palabras eran de la ceremonia matrimonial. «Repite después de mí, hija: yo, Miriam, tomo a Samuel como mi esposo legítimo, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, para amarle, honrarle, cuidarle, hasta que la muerte nos separe.»
Él estaba dormido; su respiración era profunda y rítmica. Contempló su rostro apacible en medio de las sombras. Era feliz. Mejor así.
Volvió a posar la cabeza en la almohada y cerró los ojos. Había acudido a él para encontrarme a mí, y tendría que seguir el resto de sus días y de sus noches junto a él. Jamás llegaría a conocer su fracaso. Pero ella sí sabría que le había engañado y le engañaría en todos aquellos momentos de frenesí de su vida en común.