diez
Observé mi cara en el espejo. Fuera de la pequeña marca en la parte alta de la mejilla, no mostraba ninguna huella de la pelea de la noche anterior. Sonreí ante mis reflexiones. Tenía suerte.
Terminé de peinarme y salí del cuarto de baño. Al aproximarme a la cocina, pude escuchar la voz de papá. Entré en ella sonriendo.
—Buenos días —dije.
La voz de papá se detuvo en mitad de lo que estaba diciendo y se volvió hacia mí. No respondió.
—Siéntate, Danny —dijo mamá rápidamente—, ahí tienes tu desayuno.
Me dejé caer en la silla. Papá me había estado observando. Cada día aumentaban las arrugas de su rostro, arrugas de preocupación y desaliento. Sus ojos parecían velados por una cortina de desesperación que solo se desvanecía al calor de su humor y de la ira. Me daba la sensación de que el humor de papá empeoraba cada día más a medida que pasaba el tiempo, como si así se aliviara de sus preocupaciones.
Introduje mi mano en un bolsillo, saqué un billete de diez dólares y lo dejé sobre la mesa.
—Anoche pude ganar algo —dije en tono casual.
Papá miró el dinero, luego a mí. Sus ojos comenzaron a centellar. Yo ya conocía esa mirada: era un signo de su mal humor. Incliné la cabeza sobre el plato y comencé a meter cucharadas de puré de avena con gran rapidez dentro de mi boca. Quería evitarme la escena que sabía vendría a continuación.
Durante un momento, papá estuvo silencioso; entonces, su voz, con una aspereza extraña, llegó a mis oídos:
—¿De dónde lo has sacado? ¿Peleando?
Asentí sin levantar la vista del plato. Continué llevando las cucharadas de puré rápidamente a la boca.
—Danny, ¿fue así? —la voz de mamá era ansiosa, y en su rostro se habían marcado líneas de preocupación.
—Tuve que hacerlo, mamá —repuse—. Necesitamos el dinero. ¿Dónde lo podemos conseguir, si no?
Mamá miró a mi padre. Había una cierta palidez bajo su piel que le daba un aspecto enfermizo.
Mi madre se volvió hacia mí.
—Pero te dijimos que no nos gustaba que lo hicieras —protestó débilmente—. Pueden hacerte daño. Ya nos arreglaremos de alguna forma.
Mis ojos se detuvieron en su rostro.
—¿Cómo? —pregunté a continuación—. No hay trabajo en ninguna parte. Tendríamos que vivir de la beneficencia.
La expresión de mamá era obstinada.
—Eso sería mejor que arriesgarte a que te maten —dijo mamá.
—Pero mamá —repuse— si no me arriesgo. Ya he pasado por estas cosas más de treinta veces y lo peor que me ha sucedido ha sido tener un rasguño en la ceja que sanó en un día. Tengo cuidado y el dinero es seguro.
Sin esperanzas, se volvió hacia papá. No podían argumentar conmigo. Tenía la lógica de mi parte.
El rostro de papá estaba blanco, sus dedos temblaban contra la taza de café que tenía en sus manos. Me estaba mirando, pero no me habló a mí directamente, se dirigió a mamá.
—Es esa chica —dijo con voz seca y desagradable—, esa italiana. Ella lo mete en estas cosas. No le importa que él se haga matar mientras tenga dinero con que hacerla pasar un buen rato.
—¡Eso no es cierto! —exclamé con vehemencia.
Había presentido que llegaríamos a eso desde, que lo vi por la mañana.
—¡No lo desea más que vosotros! ¡Lo hago porque es de la única forma que sé ganar dinero!
Papá me ignoró. Sus ojos febriles eran lo único con vida en su rostro. Su voz se alzaba con la ira.
—¡Una prostituta italiana! —continuó, con la vista fija en mí—. ¿Cuánto tienes que darle por las noches que pasáis juntos, en los portales y en las esquinas? ¿Es que una chica judía no es lo bastante buena para ti? No, una chica judía no haría lo que ella hace. Una chica judía no dejaría que su novio peleara por dinero para ella, que un hijo se transformara en un extraño para sus propios padres. ¿Cuánto le pagas, Danny, por lo que les da a los de su propia calaña sin cobrarles nada?
Un sentimiento de frío odio fue remplazando la furia que me invadía. Me puse en pie con lentitud y lo miré desde arriba. Mi voz temblaba.
—No hables así, papá; nunca más te refieras así a ella. Al menos donde yo pueda oírte.
Podía ver el blanco y asustado rostro de Nellie danzando ante mis ojos, tal como lo había visto la primera vez que le había dicho que ganaría algún dinero peleando.
—Es una buena chica —continué, casi sin poder hablar—, tan buena como cualquiera de las nuestras y mejor que muchas. No la culpes de tus propios errores; es culpa tuya la forma en que vivimos, no de ella.
Me incliné sobre la mesa escudriñando sus ojos. Por unos momentos, me devolvió la mirada, luego la bajó y alzó la taza de café hasta sus labios.
Mamá puso su mano sobre mi hombro.
—Siéntate y termina tu desayuno. Se está enfriando.
Me dejé caer de nuevo en la silla. Ya no tenía apetito, estaba cansado y me ardían los ojos. Me sentía vacío, sin sentimientos, frío. Alcé la taza de café, lo bebí de un trago, dejándolo correr por mi interior, y calentó mi cuerpo.
Mamá se sentó cerca de mí. Durante unos momentos hubo un tenso silencio en la cocina. Su voz lo rompió.
—No te enfades con tu padre, Danny —dijo ella con suavidad—, él solo habla por tu propio bien. Está preocupado por ti.
Sentí un extraño dolor al observarla.
—Pero mamá, si es una buena chica —dije con amargura en la voz—. Él no debe decir esas cosas.
—Danny, es una italiana.
Mamá estaba tratando de mostrarse comprensiva.
No respondí. ¿Qué había pasado? Nunca lo comprenderían. Conocía a muchas chicas judías que solo eran unas prostitutas. ¿Qué las hacía ser mejor que Nellie?
—Quizá papá consiga un trabajo y tú puedas dejar de pelear —agregó mamá esperanzada.
De repente, me sentí muy viejo. Esas palabras eran como pasteles para un niño. Ya las había escuchado antes. Ya lo debían saber.
—Es demasiado tarde, mamá —dije, cansado—. No puedo dejarlo.
—¿Qué… qué quieres decir? —su voz temblaba.
Me puse en pie.
—Ya no peleo en los barrios bajos. Los muchachos de la ciudad creen que soy bueno. Hice un trato con ellos.
Observé a mi padre.
Ingresaré en Los Guantes y me haré una reputación. Me darán cien al mes y, cuando tenga edad suficiente, me haré profesional.
Mamá me miró atónita.
—Pero…
Sentí lástima por ella, pero yo no podía hacer nada ya; teníamos que comer.
—No hay peros, mamá —la interrumpí—. Ya hice el trato y es demasiado tarde para dar marcha atrás. Cien dólares al mes es tanto como papá puede ganar en un trabajo. Podemos vivir de ello.
Las lágrimas asomaron a sus ojos y se volvió a papá, sin esperanzas.
—Harry, ¿qué haremos ahora? —sollozó—. Es solo un niño. ¿Y si le hacen daño?
Papá me estaba mirando, un músculo de su mejilla se contraía espasmódicamente. Dejó escapar un hondo suspiro.
—Déjalo —respondió sin apartar su vista de mi rostro—. ¡Espero que le hagan daño, le servirá de lección!
—¡Harry! —Mamá estaba aterrada—. ¡Es nuestro hijo!
Sus ojos se entrecerraron un poco, aún fijos en los míos.
—Más parece hijo del demonio —dijo con una voz baja y amarga—, que hijo nuestro.