uno

Papá miró su reloj cuando salimos a la calle por el oscuro pasillo. Lo volvió a meter en su bolsillo con un movimiento nervioso y me miró insinuante.

—Las tres menos cuarto —musitó—. Tendré que apresurarme o llegaré tarde.

Lo miré sin mucho interés. Hacía cinco meses que vivíamos en aquel lugar y parecía que lleváramos toda la vida. Desde el primer día en que nos mudamos nada había salido bien. Ahora papá tenía trabajo en una farmacia de la calle Delancey. Veintitrés dólares a la semana.

—¿Vienes conmigo? —preguntó papá.

Asentí en silencio. Era mejor que lo hiciera. Había quedado en verme con la pandilla en la esquina cerca de la fuente de soda. Apresuré el paso para ajustarme al de él.

El recuerdo de esos cinco meses estaba muy reciente en nuestras mentes. Los días en que yo había vuelto del colegio y le había encontrado sentado en la cocina del oscuro apartamento, mirando las paredes, con una expresión de desaliento y desesperación pintada en su rostro. Yo había tratado de sentir lástima, pero no pude; se lo había buscado. Si solamente hubiera sido un poco más hábil…

Aún le quedaba algo de su antigua expresión en el rostro, la noche en que nos notificó lo de su trabajo, unos días antes. Me sentó como un fuerte golpe en la boca del estómago. Veintitrés dólares a la semana para un farmacéutico titulado con veinticinco años de experiencia. No era justo. Apenas teníamos para comer.

Torcimos por la esquina de Delancey y nos paramos frente a la tienda en que papá trabajaba. Se detuvo y me miró vacilante. Pude notar que quería preguntarme lo que haría el resto de la tarde, pero era demasiado orgulloso. No quise contárselo.

—Dile a mamá que llegaré a eso de las diez y media —dijo por fin. Asentí.

Movió los labios como para decir algo más, y después los cerró como si hubiera cambiado de opinión. Hizo un leve movimiento de cabeza, cuadró los hombros y entró en la tienda. El reloj indicaba las tres en punto exactamente cuando él entró.

Me quedaba todavía algo de tiempo, de manera que me recliné sobre el cristal observando a la gente que pasaba. Desde el interior de la tienda una voz llegó a mis oídos y me volví para mirar.

Un hombre salía de detrás del mostrador de la farmacia quitándose la chaqueta.

—¡Jesús, Fisher! —decía en ese tono bajo de voz que se puede escuchar a tres metros de distancia cuando se está mirando al que habla, pero que es inaudible si no se le ve—. ¡Soy feliz de poder largarme de aquí! El jefe no está de buen humor y me lleva azuzando todo el día.

Papá se sacó la chaqueta en silencio y echó una mirada al reloj de pared confirmando la hora. Una expresión de alivio asomó a su rostro.

Un hombre pequeño, rechoncho, de rostro irascible, salió de la trastienda. Se asomó a la farmacia, sus gafas de gruesos cristales relumbraban con la luz.

—¿Es usted, Fisher? —inquirió con voz delgada e irritante.

No esperó la respuesta.

—Apresúrese —continuó—, tengo aquí un par de recetas que le están esperando.

Hubo una expresión atemorizada y sumisa en la voz de papá. Nunca la había escuchado antes.

—Sí, señor Gold —respondió papá.

Con rapidez se dirigió a la trastienda. Su chaqueta y su sombrero estaban ya en sus manos al volverse hacia el hombrecillo con una mirada apologética.

—No fue mi intención el hacerle esperar, señor Gold.

El hombrecillo lo miró contencioso.

—Podría llegar más temprano. No le haría daño.

—Lo siento, señor Gold —dijo papá, excusándose.

—Está bien, pero no se quede ahí como un estúpido, Fisher —dijo el señor Gold, poniendo dos hojas de papel en las manos de papá—. Póngase su bata, ¡y al trabajo!

Se volvió de espaldas y se alejó.

Papá se quedó mirándole durante unos instantes. Mantenía su rostro totalmente inexpresivo. Luego, hojeó las recetas que tenía en sus manos y se dirigió despacio hacia el mostrador. Colocó su sombrero y su chaqueta sobre una silla y se puso la bata de trabajo.

Dejó las recetas sobre la mesa, las estiró con la mano y las estudió de nuevo durante algunos segundos. Después, cogió una botella y una medida de un estante. Casi pude escuchar el débil y agudo sonido que hizo la botella al golpear contra el cristal de la medida cuando vació el líquido dentro de ella con mano temblorosa.

De pronto, alzó la vista y vio que yo le estaba observando. Sus ojos reflejaron preocupación y la vergüenza asomó a su rostro. Aparté la mirada distraído, como si no le hubiera visto, y me alejé.

La pandilla ya estaba esperándome cuando llegué. Nos apartamos de la esquina con rapidez. No queríamos llamar la atención. No perdí el tiempo con ellos.

—Ya sabéis lo que hay que hacer —dije en voz baja y cuidadosa—. Entraremos como por casualidad. Dos cada vez. En silencio. Cuando estemos todos allí, daré la señal y Spit y Solly entablarán una pelea en el fondo del establecimiento. Mientras todo el mundo esté mirando hacia la pelea, el resto entrará en acción. Y recordad: no cojáis nada inútil, solo cosas que podamos vender. No os quedéis dando vueltas para ver cómo han salido los otros. No cojáis porquerías, sino las cosas de más valor. En cuanto hayáis cumplido con vuestro cometido, os esfumáis y no esperéis por nada. ¡Desapareced! Todos sabéis dónde nos encontraremos después. Haced tiempo durante una hora antes de reunirnos.

Los observé. Sus rostros estaban serios.

—¿Comprendéis?

No hubo respuesta. Sonreí.

—Bien. Yo entraré ahora. Estad atentos y no hagáis nada hasta que yo dé la señal.

La pandilla se diseminó y yo me alejé rápidamente. Doblé la esquina y entré en el drugstore. Estaba atestado de gente. Mejor, así sería más fácil.

Me abrí camino hacia el final del mostrador. Sentándome en un taburete, esperé a que la chica me atendiera. Por el espejo que había tras el mostrador pude ver a Spit y a Solly que pasaban por detrás.

La chica de la barra se detuvo ante mí.

—¿Qué desea?

—¿Qué tienes, nena? —le repliqué.

Yo estaba haciendo tiempo.

Me miró cansada, apartándose unos cabellos que le caían sobre la frente.

—Está todo escrito —respondió con voz cansada—. Puedes leerlo.

Hice como que leía los letreros pintados sobre el espejo, tras ella. Dos de los chicos estaban entrando.

—Un doble de chocolate con soda —le dije—. Especial.

La chica caminó tras el mostrador y preparó la soda con una habilidad descuidada. Tanto de jarabe, tanto de sifón, el helado de crema —dos cucharadas, cuidadosamente puestas, de forma que el cliente no se diera cuenta que estaban solo a medio llenar— algo más de sifón. Eché un vistazo por el establecimiento.

Todos los muchachos estaban en sus puestos. Esperé la soda, impaciente. De pronto, tuve el deseo de que se terminara enseguida. Me pareció una brillante idea cuando estuvimos planeándola, pero ahora estaba nervioso. La chica volvió y puso la soda ante mí, sobre el mostrador. Le di una moneda y ella la introdujo en la caja registradora.

Los muchachos me estaban observando con disimulo. Cogiendo una cañita, la introduje en la soda y la revolví, comencé a dar sorbos. La soda había dejado un sabor dulce en mi boca cuando el ruido de una pelea estalló tras de mí.

Me sonreía interiormente al volverme hacia el lugar del que procedía el ruido. Solly caía sobre una estantería con alimentos en conserva. El ruido resonó por el establecimiento y la gente comenzó a correr hacia él. Los chicos estaban haciendo un trabajo excelente. La chica del mostrador habló y yo di un salto, sorprendido. Estaba mirando por encima de mi hombro, con curiosidad.

—¿Qué sucede allí?

—No sé. Una pelea, supongo.

—Me da la impresión que está preparada —dijo ella.

Sentí que mi pulso se aceleraba nerviosamente.

—¿Qué insinúas? —pregunté.

—Esos chicos no se están haciendo ningún daño —dijo simplemente—. Apuesto que hay otros que están limpiando el local. Es una vieja treta. —Sus ojos observaban detenidamente el establecimiento—. Mira allí. ¿Lo ves?

Había sorprendido a uno de los muchachos que se estaba llenando los bolsillos con los objetos que había sobre el mostrador de los cosméticos. Justo en ese momento, el chico se volvió y miró hacia donde yo estaba. Comenzó a sonreír, pero yo le hice una señal significativa con la cabeza y él se dirigió hacia la puerta.

Me volví hacia el mostrador. La chica tenía la vista fija en mí con los ojos muy abiertos.

—Tú estás metido en eso —susurró.

Extendí mi brazo con rapidez por encima del mostrador y la agarré por un brazo, con una sonrisa fría en mis labios.

—¿Qué vas a hacer? —le pregunté en voz baja.

Me observó durante unos instantes, luego se sonrió.

—Nada —respondió—. No es de mi incumbencia. Barbara Hutton puede preocuparse si quiere.

La solté y me volví hacia la tienda. Todos los chicos habían desaparecido y Solly estaba siendo empujado hacia la puerta por un grupo de hombres. Sentí alivio. Aún sonriendo, volví a mi soda, extraje una cuchara llena de helado y sentí cómo se derretía en mi boca.

—La soda que haces es bastante mediocre —le dije.

Sonrió de nuevo. Tenía el cabello de un negro azabache, y sus ojos eran de un color castaño muy suave. El rojo de los labios destacaba violentamente en la palidez de su rostro.

—Tienes mucha suavidad para decirlo —susurró.

Sentí que me invadía un estremecimiento. Me pareció haber acertado con esa chica.

—¿Cuál es tu nombre, nena? —pregunté.

—Nellie —respondió.

—El mío es Danny —le dije—. ¿Vives en el vecindario?

—En la calle Elridge.

—¿A qué hora sales de aquí?

—A las nueve, cuando cierran —replicó.

Me puse en pie, orgulloso. Estaba muy seguro de mí.

—Vendré a buscarte a la esquina —dije—. Haremos algo.

No esperé la respuesta, sino que me dirigí rápidamente al lugar en donde estaban poniendo las cosas en los estantes sobre los cuales había caído Solly. Los observé durante unos minutos y después volví al mostrador.

La chica aún me estaba observando. Le sonreí.

—Hasta las nueve, Nellie.

Me obsequió con una ligera sonrisa.

—Estaré en la esquina, Danny.

Me despedí con un movimiento de mano y me dirigí hacia la salida.

Sentí como sus ojos me seguían. Al pasar frente al mostrador de la perfumería, cogí un peine y lo pasé por mis cabellos. Después, salí a la calle, metiéndolo en el bolsillo de mi camisa.