cuatro
Acababa de entrar con Rexie a mis talones.
—Danny, ven un momento.
La voz de papá provenía del lugar en donde se encontraba sentado junto a mamá.
A ella se la veía cansada. Acababa de limpiar la casa después que todos se marcharon. Todo se encontraba extrañamente silencioso.
—Sí, papá.
Me detuve ante ellos.
—¿Estuvo bien tu día de Bar Mitzvah? —me preguntó, como cuestionándolo.
—Muy bien, papá —contesté—. Gracias.
Hizo un suave movimiento con la mano.
—No me lo agradezcas a mí —dijo—. Agradéceselo a tu madre. Ella hizo todo el trabajo.
Dirigí una sonrisa a mamá.
Ella me sonrió cansadamente, y su mano indicó el lugar que quedaba a su lado. Me senté y me acarició el cabello.
—Mi rubito —comentó—. ¡Está tan crecido ahora…! Muy pronto te casarás.
Papá se rio.
—No tan pronto, Mary. Es demasiado joven.
Mamá alzó su vista hacia él.
—Muy pronto —dijo—. No tienes más que ver con la rapidez que han pasado los trece años.
Papá rio ahogadamente. Extrajo un cigarrillo de su bolsillo y lo encendió con una expresión de preocupación en el semblante.
—David hizo la sugerencia de que Danny fuera a trabajar a la tienda este verano.
Mamá se adelantó en su asiento.
—Pero, Harry, ¡si es un niño aún!
Papá soltó una sonora carcajada.
—Hoy se casa, pero para el verano será demasiado joven para trabajar.
Se volvió hacia mí.
—¿Qué crees tú, Danny?
—Haré lo que tú quieras, papá —le contesté, mirándole.
Movió la cabeza negativamente.
—No es eso lo que quiero decir. Te pregunto lo que tú deseas hacer.
¿Qué quieres llegar a ser?
Titubeé un momento.
—Realmente, no lo sé —confesé—. Nunca he pensado en ello.
—Ya es hora que lo hagas, Danny —dijo seriamente—. Eres un chico inteligente. Estás adelantado en tus estudios y tienes trece años. Pero toda la inteligencia no sirve de nada si no sabes dónde quieres llegar. Es como un barco sin timón.
—Iré a la tienda este verano, papá —decidí rápidamente—. Después de todo, si es para tu ayuda, eso es lo que quiero. Sé que los negocios no andan muy bien últimamente.
—Están bastante mal, pero no tanto como para que yo desee que tú hagas algo que no quieras —dijo, mirando el extremo de su cigarro—. Tu madre y yo tenemos grandes esperanzas puestas en ti: nos gustaría que estudiaras para doctor o abogado y que fueras a la universidad. Quizá, si vienes a la tienda, no asistas a la universidad. Eso es lo que me sucedió a mí. Jamás terminé mis estudios. Y no quiero que te ocurra a ti lo mismo.
Miré a papá y luego a mamá. Ella me observaba con tristeza en sus ojos. Temían que lo que le había sucedido a él me pasara a mí; sin embargo, los negocios andaban mal y papá necesitaba ayuda. Les sonreí.
—El que vaya a trabajar a la tienda en verano, no significa gran cosa, papá —dije—. En otoño puedo volver al colegio de nuevo.
Él se volvió hacia mamá. Se quedaron mirando el uno al otro durante un buen rato. Entonces, mamá afirmó con un movimiento de cabeza casi imperceptible y él se volvió hacia mí.
—Está bien, Danny —admitió lentamente—. Lo haremos así durante un tiempo, después ya veremos.

Todos los chicos estaban gritando durante el partido de voleibol. Se estaban jugando cuatro partidos al mismo tiempo en el gimnasio del colegio. Por el rabillo del ojo, pude ver que el señor Gottkin, que era también el entrenador del equipo de fútbol, se aproximaba hacia nosotros. Volví la vista hacia el balón porque quería llamar la atención.
El balón venía en mi dirección, alto sobre mi cabeza, pero yo salté y le di con fuerza. Golpeó en la parte alta de la red, rodó al otro lado y cayó al suelo. Miré a mi alrededor casi orgulloso, sintiéndome bastante bien. Ese era el octavo punto que yo había marcado de los catorce que llevaba mi equipo. El señor Gottkin no podría haber dejado de notarlo.
Ni siquiera me había mirado. Hablaba con un chico en la cancha de al lado. El balón volvió a ponerse en movimiento y fallé en un par de tiros bastante fáciles, pero se pudieron recuperar. Cuando me pareció que el juego estaba un poco detenido al otro lado del campo, di una rápida mirada hacia el entrenador.
A mi espalda pude escuchar el fuerte grito de Paul:
—¡Danny! ¡Es tuyo!
Me volví rápidamente. El balón venía en mi dirección, con suavidad; me preparé y salté. Una figura oscura, desde el otro lado de la red, se abalanzó hacia mí y golpeó el balón lanzándolo hacia el suelo. Automáticamente, mis manos cubrieron mi rostro, pero no fui lo bastante rápido.
Caí sentado.
Me puse de pie, furioso, con un lado del rostro enrojecido donde me había golpeado el balón. El chico de color me estaba sonriendo desde el otro lado de la red.
—¡Hiciste falta! —le grité.
La sonrisa abandonó su rostro.
—¿Qué sucede, Danny? —preguntó burlón—. ¿Eres tú el único héroe del juego?
Me abalancé hacia él, bajo la red, pero una mano me detuvo firmemente por el hombro.
—Continúe con el juego, Fisher —ordenó el señor Gottkin lentamente—. No quiero peleas.
Volví a mi puesto bajo la red. Estaba más furioso que antes. Todo lo que Gottkin recordaría, sería que yo me había enfadado.
—Cobrarás —le susurré al chico.
Sus labios emitieron un sonido rasposo acompañado por un gesto displicente.
La oportunidad no tardó en presentarse. El balón venía en mi dirección y el chico saltó a su encuentro. Le gané en ello y le di al balón con todas mis fuerzas hacia abajo, con las dos manos. La pelota lo golpeó en la boca y cayó rodando al suelo. Entonces me burlé de él.
Se levantó y se lanzó contra mí, bajo la red, en una zambullida, cogiéndome por las piernas. Rodamos una y otra vez sobre la pista, golpeándonos mutuamente. Su voz sonó iracunda en mi oído:
—¡Hijo de perra!
Gottkin nos separó.
—Ya les advertí, no quiero peleas.
Bajé la vista obstinadamente hacia el suelo y no respondí.
—¿Quién comenzó esto?
El tono de voz de Gottkin era áspero.
Miré al otro chico y él me devolvió la mirada, pero ninguno de los dos respondimos.
El entrenador no esperó mucho tiempo.
—Continúen con el juego —dijo, con voz disgustada—. No más peleas.
Se alejó de nosotros.
Automáticamente, en cuanto nos hubo dado la espalda, nos abalanzamos uno sobre el otro. Cogí al chico por la cintura y caímos al suelo nuevamente antes que el señor Gottkin nos separara.
Sus brazos nos mantuvieron a cada lado de su cuerpo. Había una expresión cansada, especulativa, en su rostro.
—¿Insisten en pelearse? —afirmó más que preguntó.
Ninguno de los dos contestamos.
—Muy bien —continuó—, si van a pelear, lo harán a mi manera.
Cogiéndonos a ambos, llamó a otro profesor que era su ayudante.
—Busca los guantes.
El ayudante volvió con ellos y Gottkin nos alcanzó un par a cada uno.
—Pónganselos —dijo con genio.
Se volvió hacia los chicos en el gimnasio, que habían comenzado a agruparse en torno nuestro.
—Es mejor que cierren la puerta, chicos —aconsejó—. No podemos dejar que nos sorprendan.
Se rieron con excitación mientras me esforzaba por ponerme los guantes de boxeo. Yo sabía la razón por la cual se reían. Si llegaba el rector, se armaría el gran lío.
Los guantes colgaban con laxitud de mis manos. Nunca me había puesto guantes de esos. Paul, en silencio, comenzó a atarme los cordones. Dirigí la mirada hacia el otro chico. La primera oleada de ira me había abandonado. No tenía nada contra él, ni siquiera sabía su nombre. Esa era la única clase en que estábamos todos reunidos. Parecía que comenzaba a sentirse de la misma manera. Dirigiéndome hacia él, le dije:
—Esto es absurdo.
El señor Gottkin respondió antes que el chico pudiera abrir la boca.
—¿Tiene miedo, Fisher? —se burló.
Había una excitación muy peculiar en sus ojos.
Pude sentir cómo me ardían las mejillas.
—No. Pero…
Gottkin me interrumpió bruscamente:
—Entonces, vuelva a su sitio y obedezca, ahora tendrá que pelear. Cuando uno de ustedes caiga al suelo, el otro dejará de pegar hasta que yo dé la orden. ¿Comprendido?
Asentí. El otro chico se humedeció los labios y asintió también. Pude notar que Gottkin estaba de nuevo a sus anchas.
—Bien, muchachos —dijo—, al ataque.
Sentí que alguien me empujaba. El chico negro venía hacia mí. Levanté las manos, de la forma que había visto hacer a algunos boxeadores en el cine. Lentamente fui haciendo círculos en torno al chico. Él estaba tan cauteloso como yo, observándome con cuidado. Durante casi un minuto, no nos acercamos el uno al otro.
—Creí que deseaban pelear —dijo Gottkin.
Yo le lancé una mirada. Sus ojos aún brillaban por la excitación.
Una luz estalló en mis ojos. Escuché cómo los otros chicos gritaban. Otra inundación de luz. Un dolor agudo en mi oído derecho, después en mi boca. Sentí que me caía. Mi cabeza daba vueltas, había un zumbido creciente dentro de ella. La sacudí violentamente para despejarme y abrir los ojos. Estaba apoyado en mis manos y rodillas. Alcé la vista.
El chico danzaba frente a mí y se reía.
El muy sucio me había golpeado cuando no le estaba mirando. Me puse en pie, la ira me invadía. Vi cómo Gottkin le palmoteaba el hombro y, entonces, aquello resultó demasiado para mí. Desesperado me lancé hacia él y me aferré a sus brazos.
Mi garganta estaba seca, podía sentir cómo la respiración me quemaba. Sacudí la cabeza. No podía pensar con ese zumbido dentro de ella. De repente, el sonido se detuvo y la respiración se hizo más fácil.
Sentí que Gottkin nos separaba. Su voz sonó áspera junto a mi oído.
—Apártense, chicos.
Mis piernas estaban firmes ahora. Alcé las manos y esperé a que el otro muchacho viniera hacia mí.
Lo hizo, pero a la carga, con los brazos como aspas de molino. Me sonreí a mí mismo. Era fácil: había que esconder la cabeza entre los hombros.
Él giró a mi alrededor y de nuevo se lanzó contra mí. Me hice a un lado y pasó como una tromba.
Pude ver que su guardia estaba alta. Lancé mi puño derecho contra su estómago, sus manos bajaron y se dobló en dos. Sus rodillas comenzaron a temblar y yo di un paso hacia atrás. Miré, interrogador, al señor Gottkin.
Él me empujó rudamente hacia el chico. Lo golpeé dos veces consecutivas y se enderezó, con una mirada borrosa en los ojos.
Yo estaba con los pies firmes en el suelo. Pude sentir cómo una corriente de energía invadía mi cuerpo y se centraba en mi brazo. Alcé mi derecha casi desde el suelo, y le cogí en pleno mentón. El golpe repercutió en mi brazo. Giró sobre sí mismo y cayó hacia delante, cara al suelo.
Di un paso atrás y miré al señor Gottkin. Estaba allí, de pie, con la mirada brillante, observando al chico. Su lengua se movía sobre sus labios, sus manos estaban entrelazadas, y su espalda aparecía cubierta de sudor, como si hubiera sido él el que hubiera peleado.
Un silencio repentino reinó en el gimnasio. Me volví hacia el chico, que estaba tendido en el suelo, sin moverse. Lentamente el señor Gottkin se inclinó a su lado.
Lo volvió, poniéndolo de espaldas contra el suelo y le palmoteó el rostro. El entrenador estaba pálido. Miró a su ayudante.
—¡Tráeme las sales! —gritó roncamente.
Sus manos temblaban con violencia al pasar el botellín ante las narices del chico.
—Vamos, muchacho —parecía estar rogando—. Despierta.
El sudor le bajaba a chorros por el rostro.
Lo miré fijamente. ¿Por qué no se levantaba el chico? No debiera haber dejado que me obligasen a pelear.
—Quizá es mejor que llamemos a un médico —susurró ansiosamente el ayudante, dirigiéndose al señor Gottkin.
El tono de voz de Gottkin fue muy bajo, pero le pude escuchar al inclinarme.
—¡No, si en algo estimas este trabajo!
—Pero ¿y si el chico se muere?
La pregunta del ayudante quedó sin ser contestada al ver que la vida volvía al rostro del muchacho. Trató de sentarse. Gottkin le obligó a quedase quieto.
—Tómalo con calma, chico —dijo Gottkin, casi con gentileza—. Estarás bien en unos minutos.
Alzó al chico en sus brazos y miró a su alrededor.
—Cierren la boca acerca de esto, ¿entienden?
Su voz era amenazadora.
Todos asintieron en silencio.
Sus ojos se volvieron hacia mí.
—Tú, Fisher —dijo bruscamente—, ven conmigo. El resto, vuelvan a sus juegos.
Se dirigió a su oficina, llevando al chico, y yo lo seguí. Lo dejó sobre una mesa cubierta de cuero mientras yo cerraba la puerta.
—Alcánzame ese botellín de agua que está allí —me dijo.
En silencio, se lo di, lo abrió y vació el contenido sobre el rostro del muchacho. Este, se sentó de pronto, escupiendo.
—¿Cómo te sientes? —le preguntó Gottkin.
Él trató de sonreír. Me miró avergonzado.
—Como si me hubiera pateado una mula —replicó.
Gottkin se rio, aliviado. Su vista se clavó en mí y su risa desapareció.
—¡Fisher! ¿Por qué no me dijiste que sabías pelear? —me rugió—. Tengo deseos de…
—Nunca había peleado con guantes, señor Gottkin —dije rápidamente—. Se lo prometo.
Me miró con cara de duda, pero debió creerme ya que se volvió hacia el chico.
—¿Está bien si nos olvidamos de todo? —le preguntó.
El muchacho me miró y sonrió nuevamente. Asintió.
—No quiero ni recordarlo —dijo con ansiedad.
Gottkin me observó durante unos segundos; había cierto aire especulativo en sus ojos.
—Entonces, daos las manos y alejaos.
Nos dimos la mano y nos dirigimos hacia la puerta. Al cerrarla, pude ver que el señor Gottkin abría un cajón de su escritorio y sacaba algo de él. Lo alzó hasta sus labios.
En ese momento, el ayudante pasó por mi lado, hacia la oficina.
—Déjame algo de eso —le dijo al cerrar la puerta—. No quiero volver a pasar otro momento como este en mi vida.
La voz de Gottkin se dejó oír a través de la puerta cerrada.
—Ese Fisher es un boxeador nato. ¿Lo viste…?
Mi exadversario me estaba esperando. Torpemente, lo cogí de un brazo y nos alejamos juntos hacia donde se desarrollaba el juego de voleibol.