siete

Alguien me estaba zarandeando y traté de apartar las manos que me sujetaban. Alcé mis brazos para alejarlas. ¿Por qué no me dejaban solo?

Estaba tan cansado…

Una voz gritaba junto a mi oído. Repetía las mismas palabras, una y otra vez.

—¡Despierta, Danny! ¡Despierta!

Me volví de costado.

—Estoy cansado —murmuré, enterrando la cabeza en la almohada—. Fuera.

Escuché pasos que abandonaban la habitación y me adormecí tensamente.

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Estaba esperando la señal. Allí estaba. Spit se llevaba la mano al rostro. Me estaba moviendo con rapidez. El señor Gold acababa de rebasar la línea del edificio. Mi brazo se alzó. Sentía el peso de la porra en mi mano. Comenzó a caer. Entonces, el señor Gold se volvió.

Su rostro blanco y aterrorizado me miraba con fijeza.

—¡Te conozco! —gritaba—. ¡Tú eres Danny Fisher!

Solo en ese momento, la porra bajaba, le golpeaba en un costado de la cabeza y él caía.

—¡No! —gemí—. ¡Nunca más!

Traté de ocultarme en la almohada. Una mano cayó sobre mi hombro y di un salto sobre mí mismo en la cama, mis ojos muy abiertos y fijos.

—¡Danny!

La voz de mamá sonaba asustada.

Me senté rápidamente, mis ojos se ajustaron a la realidad de mi habitación. Respiraba con pesadez, como si hubiera estado corriendo.

Mamá estaba observándome. Mi rostro estaba pálido y cubierto de sudor.

—Danny, ¿qué sucede? ¿No te sientes bien?

La miré unos instantes; después, lentamente, me dejé caer sobre la almohada. Estaba muy cansado. Solo era un sueño, pero parecía tan real…

—Estoy bien, mamá —repuse despacio.

La preocupación se reflejaba en su rostro. Puso su mano fría sobre mi sudorosa frente, e hizo que me reclinara sobre la almohada.

—Sigue durmiendo, Danny —dijo con suavidad—. Estuviste gritando en sueños durante toda la noche.

El sol brillaba fuerte en las calles cuando abrí los ojos de nuevo. Me estiré perezoso a todo lo largo de la cama.

—¿Te sientes mejor, rubito?

Me volví rápido. Mamá estaba sentada cerca de la cama. Me incorporé.

—Sí —dije avergonzado—. ¿Qué me habrá sucedido?

Me alegré que mamá no insistiera sobre una respuesta a mi pregunta.

Todo lo que ella hizo fue alargarme una taza de té.

—Ahora, bebe esto.

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Di un vistazo al reloj de la cocina al entrar. Eran más de las dos de la tarde.

—¿Dónde está papá? —pregunté.

—Tuvo que ir a la tienda temprano —respondió mamá sin volverse—. Algo le sucedió al señor Gold.

—¡Ah, ya! —dije, sin comentarios, cruzando hacia la puerta. La abrí.

El ruido hizo que ella se volviera.

—¿Adónde vas? —preguntó preocupada—. No vas a salir en el estado en que estás.

—Debo hacerlo —respondí—. Prometí a unos amigos que me reuniría con ellos.

Spit y Solly estarían preguntándose por mí.

—Te encuentras con ellos otro día. No es tan importante. Vuelve a la cama y descansa.

—No puedo, mamá —respondí rápidamente—. Además, un poco de aire fresco me hará bien.

Cerré la puerta de golpe y corrí escaleras abajo.

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Los ojos de Solly se encontraron con los míos mientras caminaba frente a la pastelería, le hice señas y continué caminando por la calle.

Algunas puertas más abajo me introduje en el edificio y esperé en el pasillo. No tuve que esperar mucho tiempo. El dinero ya estaba en mi mano cuando ellos llegaron.

—Aquí tenéis —les dije.

Solly introdujo el dinero en su bolsillo con rapidez, sin contarlo, pero Spit lo repasó minuciosamente. Alzó la vista y me miró suspicaz.

—¿Solo treinta pavos? —preguntó.

Sostuve su mirada.

—Y da gracias por eso —le dije con aspereza—. Debiera dejaros sin nada por la forma en que arrancasteis.

Spit bajó los ojos.

—Creí que sería más.

Blandí el puño.

—¿Por qué no te quedaste para contarlo? —me enfadé.

Su mirada se alzó rápida y sus ojos me observaron por entre los párpados semicerrados. Pude ver que no me creía, pero temía protestar.

Mantuve la mirada y la suya cayó.

—Está bien, Danny —dijo, cubriéndome con una suave llovizna—. No protesto.

Dio media vuelta y se alejó silencioso hacia la puerta.

Me volví hacia Solly. Nos había estado observando.

—¿Tienes algo que decir? —le pregunté con brusquedad.

Los labios de Solly se abrieron en una amplia sonrisa.

—No, Danny. No hay quejas.

Le sonreí y apoyé una mano sobre su hombro, guiándole hacia la puerta.

—Bien, entonces, vete ya —le dije—. No quiero estar aquí todo el día.

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Nos bajamos del trolebús y Nellie se cogió de mi brazo. Alzó su mirada hacia mi rostro.

—¿Adónde vamos? —preguntó con curiosidad.

—Ya lo verás.

Sonreí, no quería decírselo aún.

Así estuvimos toda la noche. Pasé a buscarla a la tienda a la hora de cerrar.

—Vamos —le dije—. Quiero mostrarte algo.

Me había acompañado de buena gana hasta la plaza donde habíamos cogido el trolebús de Utica-Reid. Durante todo el trayecto, permanecimos silenciosos, mirando a través de las ventanillas, con nuestras manos juntas, muy apretadas. Había deseado decirle adónde nos dirigíamos, pero sentía temor de hacerlo. Temía que pudiera reírse de mí. Pero ahora podía decírselo porque ya habíamos llegado. Estábamos en una esquina vacía y oscura, casi a las diez de la noche, en el barrio de Brooklyn, del que ella nunca había oído hablar. Alcé una mano y señalé hacia el otro lado de la calle.

—¿La ves? —le pregunté.

Miró en aquella dirección; después, se volvió hacia mí con expresión consternada en su rostro.

—¿Veo qué? —preguntó—. Allí solo hay una casa deshabitada.

Le sonreí.

—Esa es —asentí con alegría—. Bonita, ¿verdad?

La miró de nuevo.

—No vive nadie en ella —dijo con voz desilusionada.

Me volví hacia la casa.

—A eso es a lo que hemos venido —contesté.

Durante unos momentos, casi me había olvidado que ella estaba allí. Observé la casa con detenimiento. No habría muchos inconvenientes para que papá pudiera conseguir la casa de nuevo en cuanto tuviera el puesto del señor Gold.

Su voz interrumpió mis pensamientos.

—¿Esto es lo que hemos venido a ver a medianoche, Danny? —preguntó—. ¿Una casa deshabitada?

—No es una casa deshabitada —aclaré—. Es mi casa. Aquí es donde yo vivía. Quizá, muy pronto, podamos volver de nuevo.

Sus ojos se iluminaron con un súbito resplandor. Rápidamente miró a la casa y otra vez hacia mí. Su boca se abrió en una sonrisa.

—Es una casa muy hermosa, Danny —dijo en tono comprensivo.

Mi mano apretó su brazo.

—Papá me la regaló al cumplir mis ocho años —le expliqué—. El primer día que nos mudamos, me caí en una zanja donde me encontré con una perrita; tuvieron que llamar a la policía para encontrarme.

Respiré profundamente. El aire era puro y dulce en ese lugar.

Murió cuando nos cambiamos. La atropellaron en la calle Stanton. La traje y la enterré aquí. Este era el único hogar que ella había conocido y yo quería a esa perrita más que a nada en mi vida. Por eso la traje. Es el único lugar donde ella… nosotros podríamos ser felices.

Sus ojos reflejaban ternura y brillaban en la noche.

—Y ahora volverás aquí —murmuró con suavidad, apoyando su cabeza en mi hombro—. ¡Oh, Danny, estoy tan contenta por ti!

Bajé la vista para observarla. Me invadió un sentimiento de ternura. Sabía que ella lo comprendería al saberlo todo. Alcé sus dedos y los presioné con mis labios.

—Bien, Nellie; ahora, podemos volver.

Pero ya no me importaba. Sabía que no sería por mucho tiempo.

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Me detuve a la entrada, mis ojos estaban acostumbrándose a la luz brillante de la cocina. Mamá y papá me estaban mirando mientras entraba.

—Has vuelto temprano —le dije a mi padre, sonriendo.

Quizá ya le habían dado la buena noticia.

El rostro de papá estaba tenso e iracundo.

—Pero tú has llegado tarde —dijo con brusquedad—. ¿Dónde has estado?

Cerré la puerta y lo observé. No actuaba de la forma que yo esperaba. Quizá algo había salido mal; tal vez Gold me había reconocido.

—Por ahí —respondí cauto. Era mejor que permanecer en silencio. Papá no pudo contenerse por más tiempo.

—¿Por ahí? —gritó de súbito—. ¿Qué respuesta es esa? Tu madre ha estado preocupada por ti durante toda la noche. ¡No vienes a casa, no dices nada, solo que has estado por ahí! ¿Dónde has estado? ¡Respóndeme!

—Apreté los labios porfiadamente. Algo había salido mal.

—Le dije a mamá que me encontraba bien, que no tenía que preocuparse.

—¿Por qué no viniste a cenar, entonces? —exclamó papá—. Tu madre no sabía lo que te había sucedido. Podrías haber muerto en las calles y nosotros sin saberlo. ¡Si hasta ha enfermado por la preocupación!

—Lo siento —dije con hosquedad—. No creí que se preocuparía.

—¡No lo sientas! —me gritó papá—. ¡Solo contéstame! ¿Dónde has estado?

Lo miré durante unos instantes. No sacaría nada con decírselo. Estaba enrojecido por la ira. Me volví y me alejé hacia la puerta sin abrir la boca.

De repente, la mano de papá se puso sobre mi hombro, haciéndome girar y enfrentándome a él. Mis ojos se abrieron por la sorpresa. Papá estaba sosteniendo su cinturón de cuero en la mano y lo blandía amenazador hacia mí.

—¡No te vayas sin responderme! —gritó—. ¡Ya estoy harto de tus modales! Desde que nos mudamos a este lugar, crees que puedes ir de un lado a otro sin preguntarle a nadie. ¡Ya no lo soporto más! ¡Tendrás que darte cuenta de la situación aunque tenga que hacerlo a golpes! ¡Respóndeme!

Apreté mis labios con fuerza. Papá nunca me había pegado con furia. No creí que lo hiciera en ese momento. Siendo yo más alto que él, tenía que inclinar la cabeza para mirarme.

Me zarandeó bruscamente.

—¿Dónde has estado?

No respondí.

El cinturón bajó silbando a través del aire. Me dio en un lado de la cara. Varias luces estallaron ante mi vista y pude escuchar que mamá gritaba. Sacudí la cabeza, tratando de despejarla, y abrí los ojos.

Mamá estaba aferrada del brazo de papá, suplicándole que no continuara. Él la dejó, gritando:

—¡Ya estoy harto, te digo, harto! ¡Un hombre puede soportar muchas cosas, pero su propio hijo debe respetarle!

Giró hacia mí y el cinturón bajó de nuevo.

Alcé los brazos para cubrirme, pero el cinturón se enroscó en torno a ellos y me alcanzó en el rostro. La hebilla me golpeó en la frente y caí al suelo semiaturdido.

Entre un mar de dolor, me volví para observar a mi padre. No debía permitirle que me pegara. Podía arrancar el cinto de sus manos en cualquier momento. Sin embargo, no lo hice. Ni siquiera hice el menor movimiento para escapar del golpe siguiente. El cinturón bajó de nuevo y apreté los dientes con dolor.

Mamá rodeó con sus brazos el cuerpo de mi padre.

—¡Detente, Harry! ¡Le vas a matar! —exclamó.

Él sacudió su brazo y ella cayó sobre una silla. Sus ojos, que me miraban fijamente, estaban ribeteados de rojo e hinchados, como si hubiera estado llorando. El cinturón se alzó y volvió a caer varias veces, hasta que pareció que yo viviera siempre en aquel extraño mundo de dolor. Cerré los ojos.

Su voz bajó flotando hacia mí.

—Ahora, ¿vas a responderme?

Lo miré. Parecía que papá tenía tres caras y que todas se movían en círculos, separándose y uniéndose. Sacudí la cabeza tratando de despejarla. Papá estaba alzando tres brazos. Tres cinturones volaban hacia mí. Cerré los ojos rápidamente ante ellos.

—¡Estuve en la casa!

El golpe que esperaba no llegó y abrí los ojos. Los tres cinturones estaban suspendidos en el aire sobre mi cabeza. La voz de papá me llegó desde muy lejos.

—¿Qué casa?

Solo entonces me di cuenta que le había respondido. Dejé escapar un suave suspiro. Mi voz fue apenas un quejido, no la reconocí.

—Nuestra casa —contesté—. Fui a ver si alguien la estaba habitando. ¡Creí que con el señor Gold fuera, papá estaría al frente de la tienda y podríamos volver allí!

Se hizo un silencio en la habitación que pareció durar toda la eternidad. El único sonido era el de mi fuerte respiración y, entonces, mamá se arrodilló a mi lado apoyando mi cabeza contra su pecho.

Abrí los ojos de nuevo y miré a papá. Se había dejado caer exhausto sobre una silla y me estaba observando con ojos muy abiertos, asustados. Pareció envejecer ante mis propios ojos. Sus labios se movieron, casi silenciosamente. Con gran dificultad, pude escucharle.

—¿De dónde sacaste esa idea? —estaba diciendo—. Anoche Gold me dijo que cerrarían la tienda a fin de mes. Están perdiendo dinero y yo me quedaré sin trabajo el día uno.

No podía creerlo. Sencillamente, no podía. Las lágrimas comenzaron a brotar en silencio y a correr por mis mejillas. Entonces, poco a poco, comencé a comprender. Eso era lo que Gold había estado diciendo cuando habló con papá en el mostrador la noche anterior. Por eso papá parecía tan desesperado.

Todo estaba claro para mí. La ira de papá, la preocupación de mamá esa mañana. Durante unos momentos, me sentí muy niño otra vez y volví mi cabeza hacia la seguridad del pecho de mi madre.

Había sido para nada. Toda la endemoniada cuestión había sido para nada.

¿Hasta cuándo seguiría viviendo como un niño, soñando como un niño? Ya era hora de cambiar. No había ningún camino en esta tierra de Dios para que yo pudiera tener la casa de nuevo.