Día de mudanza. 3 de octubre de 1944
Experimenté la sensación de que me tocaban los hombros. Me moví ligeramente, tratando de eludir el contacto. Mi cabeza iba a estallar.
Las manos siguieron hurgándome. Traté de acurrucarme y hacerme un ovillo. Deseaba que me dejaran tranquilo y solo. Precisamente ahora que comenzaba a sentirme más cómodo. Había estado helado durante un largo espacio de tiempo, pero en esos momentos me sentía invadido por un grato calor, aquellas manos extrañas venían a interrumpir mi bienestar. Traté de rechazarlas y me volví boca arriba.
Sentí entonces, de repente, un fuerte dolor en mi cara. Abrí los ojos.
Vi a un hombre arrodillado junto a mí y sus ojos me observaban atentos y solícitos.
—¿Está usted bien, señor? —me preguntó, ansioso.
Moví la cabeza un poco para ver si había alguien más junto a él.
Estaba solo. Entonces, me di cuenta de que la lluvia azotaba mi rostro. Me puse a reír entre dientes. ¿Si estaba bien? Era como para morirse de risa. Traté de incorporarme. Sentí un dolor lacerante en la cabeza y dejé escapar un gemido. El brazo del desconocido sujetó con fuerza mis hombros y me sostuvo.
—¿Qué le ha pasado, señor? —me preguntó, asustado.
—Me asaltaron —le contesté.
No podía revelarle lo que en realidad me había ocurrido.
—Me robaron el coche —añadí.
Vi que se reflejaba en su rostro una sensación de alivio. Me ayudó a levantarme.
—Por suerte para usted yo andaba muy despacio, y oí sus quejidos que venían del otro lado de la carretera.
Me quedé de pie allí. Respiré con ansia, y, aún trémulo, sentía que las fuerzas volvían rápidamente a mí.
—Habría podido coger una pulmonía —me dijo el hombre.
—Es cierto —le respondí—. He tenido mucha suerte.
Fui a consultar mi reloj, pero estaba roto.
—¿Qué hora es? —pregunté.
—La una y cinco minutos —me contestó después de consultar su reloj.
Lo miré, asombrado. Había estado desmayado más de dos horas. Mi reloj se había parado a las once menos cuarto.
—Tengo que volver a la ciudad —murmuré—. Teníamos que habernos mudado hoy de casa y mi mujer estará muerta de ansiedad. Desde anoche no sabe nada de mí.
El hombre me sostenía, su mano asida a mi brazo.
—Yo voy a Nueva York, si ese es su camino —me dijo.
Se me aparecía ahora, bajo la lluvia, como un ángel tutelar, cubriéndome con su halo.
—Esa es la ciudad a que yo me refería —le dije.
—Entonces, acompáñeme hasta el coche —me dijo—. Antes de las dos y media estaremos en Nueva York.
Lo seguí, vacilante, hasta su pequeño Chevrolet y fui a ocupar el asiento de delante, junto al del conductor. En cuanto se hubo cerrado la portezuela tras de mí, me puse a temblar.
Observó mis labios azulados por el frío y puso la calefacción.
—Recuéstese en el asiento y descanse —me aconsejó—. Esto le calentará y a la vez le secará la ropa, está empapada.
Recliné mi cabeza en el respaldo del asiento y lo miré con los ojos entornados. No era joven. Por debajo de su sombrero asomaban mechones de cabellos grises.
—Gracias, señor —le dije.
—No hay de qué, hijo —dijo, pausado—. Esto es lo que yo creo que un ser humano debe hacer por otro.
Cerré mis ojos, rendido de fatiga. Él estaba equivocado. Algunos seres humanos no tenían ni la más remota idea de ese sentimiento que esperaba que tuvieran. El suave y rítmico chasquido del limpiaparabrisas surtía en mí efectos sedantes. Mis pensamientos volvieron a fluir lentamente. Sam no era como ese hombre. No sentía afecto por nadie. Solo pensaba en sí mismo.
Estaba haciéndome demasiado fuerte. A Sam no le agradaba. Al fin y al cabo, ese tráfico lo había emprendido yo a contrapelo, sin su anuencia. No lo quiso en su momento, pero eso era igual, no le importaba. Había comprendido lo equivocado que estaba rechazándolo y había decidido recuperarlo. Y lo había recuperado. Y yo no podía hacer nada para impedírselo.
¿Nada? Me hacía esa pregunta una y otra vez, mientras una ira incontenible hacía presa en mí. Ahí era donde Sam se equivocaba. Yo había trabajado mucho y muy duro por eso. Yo había sido un loco, pero era por algo, por acceder a un arreglo como aquel. Lo olvidé todo. La indignación trajo consigo una curiosa, sensación de calor y caí en un profundo sopor.
Sentí en mi brazo la presión de una mano y desperté rápidamente. Miré a mi alrededor. Nos hallábamos ya en la calzada de West Side.
El hombre me miró.
—¿Se siente mejor? —me preguntó.
Asentí, silencioso. No sentía ya dolor de cabeza.
—¿Dónde quiere que le deje?
Le di mi dirección.
—Si no se halla muy alejada de su camino.
—En modo alguno —me respondió—. Para llegar a mi casa tengo que pasar por ahí.
Eran las tres y cuarto cuando nos detuvimos frente a mi casa. Me apeé del coche y me dirigí al conductor.
—Muchas gracias de nuevo —exclamé—. Jamás en la vida olvidaré lo que ha hecho por mí.
—Está bien, hijo —contestó—, y yo le repito lo que ya le dije, que es lo menos que puede hacer un ser humano por otro.
Entonces, antes de que me diese cuenta, puso en marcha el coche y se alejó.
Observé unos segundos cómo el coche se perdía en el tráfico. Le seguí con la vista. Había olvidado pedirle su nombre. ¡Qué mundo más loco! ¡Un hombre, al que se ha conocido toda la vida trata de romperle a uno los dientes, en tanto que otro, al que nunca se ha visto ni se volverá a ver llega y le salva a uno la vida!
Seguí con la mirada al coche hasta que dobló la esquina. Entonces, me volví y entré en casa. El portero estaba barriendo el portal, y al verme abrió desmesuradamente la boca. Debía de parecer el diablo salido de un cuadro. Mi cara estaba llena de cortes de los golpes recibidos y mi ropa estaba cubierta de barro.
—El coche de mudanzas ya salió, señor Fisher —me dijo—. Su esposa le estuvo esperando todo el tiempo que pudo. Estaba muy trastornada, pero su cuñado le dijo que siguiera adelante con la mudanza.
—¿Estuvo aquí mi cuñado? —le pregunté con la voz enronquecida. Afirmó con un movimiento de cabeza.
—Vino cuando su esposa lo llamó. El hermano de su señora ya estaba aquí con ella, pero estaba muy preocupada. Su cuñado me dio un mensaje para usted. Me dijo que se lo dijera tan pronto como llegase.
Lo miré lleno de curiosidad.
—¿Qué? —le pregunté.
—Me dijo que fuera a verle en el momento en que llegara, que estaba en su oficina esperándole —sonrió ligeramente—. Su cuñado es un hombre como debe ser. Parecía muy preocupado por usted. No es como el cuñadito que yo tengo.
—Gracias —le dije maquinalmente y abandoné la casa.
Sam estaba muy preocupado por mí. Una preocupación de noventa mil dólares. No, de doscientos billetes de los grandes, ahora que se había apoderado de toda la puesta. No era de extrañar que se hubiera presentado en mi casa cuando Nellie le llamó.
Salí a la calle, fui hasta la esquina y tomé un taxi. Le di al chófer la dirección de la oficina de Sam.

Pasé de largo ante la secretaria de Sam sin esperar a que me anunciase. Abrí la puerta y entré en su despacho, cerrando tras de mí.
Iba a colgar el receptor del teléfono cuando me vio. Se quedó con el auricular en el aire, pasmado, mientras sus ojos me escrutaban, ansiosos.
—¿Dónde diablos has estado? —rugió finalmente, colgando, el receptor—. Precisamente iba a avisar a la policía para que te buscara. Algo en su voz hizo que se me erizara el vello de la nuca.
—¿Qué te pasa, Sam? —le pregunté, airado—. ¿No me esperabas?
Se puso de pie detrás de su escritorio y, contorneándose, vino hacia mí. Sus recias pisadas hicieron resonar el piso bajo mis pies.
—Si vas y le entregas a un tipo noventa mil de los grandes y no se presenta cuando se supone que debe hacerlo, ¿qué puedo pensar? —dijo, exasperado—. Lo que yo pensé… ¡que te habías volatizado con la «mosca»!
Si no hubiese sido porque yo era la víctima de su maquiavélica intriga, le habría aplaudido. El hombre tenía una desfachatez admirable. No le bastaba todo el mal que me había causado: tenía que agregar el insulto de la injuria. Me puse a observarle.
—Sabes muy bien, Sam, que jamás habría hecho eso —dije blandamente—. Me conoces mejor que todo eso.
Me contempló unos segundos y luego volvió a ocupar su asiento detrás de su mesa. Sus ojos oscuros centelleaban.
—¿Cómo puedo saberlo? —preguntó—. Noventa mil dólares es mucho dinero. Hubiera podido ser que cansado de tu mujer y de la vida que llevas aquí, hubieses decidido cambiar de panorama. Habrías podido tener docenas de razones que yo no conozco para hacerlo.
Mis ojos se clavaron en los suyos.
—Tú no te fías de nadie, ¿verdad, Sam? —le pregunté suavemente. Apartó la vista de mí y la fijó en su mesa.
—No encuentro gente de fiar —contestó, sombrío.
Sin embargo, sus ojos llamearon y los fijó en mí.
—¿Dónde están los cigarrillos?
Me encogí de hombros.
—No lo sé —le contesté sencillamente.
«Quien hacía la pregunta —dije para mis adentros— conocía también la respuesta.»
Nuevamente se puso de pie con una indignación que parecía auténtica.
—¿Qué pretendes decir con que no lo sabes? —rugió—. ¿Qué ha ocurrido?
El tipo era digno de admiración. Las sabía todas. Era el mejor.
—Me asaltaron —contesté plácidamente, escrutando su rostro por si captaba en él el más mínimo asomo de reacción—. Piratearon el camión en el camino y me dejaron tendido en la cuneta de la carretera. Es un milagro que esté vivo.
Siguió desempeñando su papel en la misma línea, aunque en el furor que le acometió y le llevó a dar tremendos puñetazos sobre la mesa, creí advertir una nota falsa.
—¡Hubiera debido pensarlo mejor antes de poner en tus manos noventa mil «morlacos»! —vociferó.
Le sonreí, amargado.
—¿Por qué gritas así, Sam? —pregunté sin alzar la voz—. Tú no has perdido nada en la operación. Soy yo el perjudicado. Ahora tienes en tus manos todo el negocio.
—¡Al diablo todos tus negocios! —gritó, desaforado—. ¡No los quiero! Tengo ya bastantes trastornos con los míos. Prefiero tener los noventa mil dólares.
Esta fue, para mí, la primera nota falsa que hirió mis oídos. Estaba gritando demasiado para un hombre que, en resumidas cuentas, no había perdido nada.
—¿Estás seguro, Sam? —le pregunté.
Me miró, esta vez cauteloso.
—Por supuesto que estoy seguro —se apresuró a decir—. Es una nueva carga, una responsabilidad más. Y como si no fuera bastante, encima tengo que soportarte, tú y tus ideas peregrinas. Hubiera sido mejor para mí asociarme con Maxie Fields y no con un despistado como tú. Por lo menos, él dispone de toda una organización.
Lo miré un buen rato antes de contestarle. Una idea extraña había germinado de repente en mi cerebro. Era la segunda idea que me habían dado en esos días. Pero esta era involuntaria.
—Me has dado una idea, Sam —le dije en voz queda—. La mejor que he tenido en mi vida.
Se quedó con la boca abierta, estupefacto, y, antes de que saliera de su asombro, me encaminé a la puerta y me fui. Cuando pasaba por delante de su secretaria oí sus gritos llamándome. Había un ascensor esperando y lo cogí. Las puertas se cerraron y el ascensor comenzó a bajar.
Cuando llegué a la calle, mi idea había madurado. Sam había pensado que había encontrado el camino para tener su pastel y comérselo. Pero estaba equivocado. Yo haría que ese pastel se convirtiera en su boca en puro fango.

Sobre la ventana seguía el letrero de siempre:
Había en la calle la misma suciedad de siempre.
Nada había cambiado. Nada podía cambiar en aquel barrio. Empujé la puerta y entré.
Un hombre detrás de una taquilla enrejada me interpeló:
—¿Qué desea, señor?
—¿Está aquí Maxie Fields? —le pregunté.
La expresión del hombre cambió sutilmente.
—¿Quién desea verle?
—Danny Fisher —le dije, amargo—. Dígale que le traigo cien billetes grandes en bandeja de plata. Y querrá verme.
Cogió un teléfono y apretó un botón. Murmuró algo en el receptor y se volvió a mirarme.
—Por esa puerta —me dijo, señalando una, situada al fondo del despacho.
—Conozco el camino —le dije mientras me dirigía a la puerta.
Esta se cerró tras de mí y me hallé en el vestíbulo. Subí lentamente.
Maxie Fields se encontraba ya en el umbral de la puerta cuando llegué al primer rellano. Sus ojos duros llamearon al verme. Su cuerpo obstruía la entrada al apartamento.
—¿Qué te trae por aquí, Danny? —me preguntó cuando fui a su encuentro.
Clavé mis ojos en los suyos.
—¿Sigue gustándote el dinero, Maxie?
Afirmó moviendo pesadamente su cabeza.
—Entonces yo tengo una carreta para ti —le dije—. Pero vamos adentro. No me gusta hacer negocios en el pasillo.
Retrocedió unos pasos y pasé por delante de él. El apartamento tampoco había cambiado. Seguía siendo un lugar siniestro. Oí que la puerta se cerraba y me volví para enfrentarme con él.
—¿No echamos un trago, Maxie? —le pregunté.
Sus ojos estudiaron mi rostro; luego, se volvió y gritó en dirección al cuarto contiguo:
—¡Ronnie! Tráenos dos tragos.
Sin esperar la respuesta, fue a su mesa y se sentó tras ella. En la habitación no hubo más rumor que el de su respiración jadeante. Después de un momento, alzó los ojos hacia mí y me preguntó:
—¿Qué clase de negocio quieres proponerme, Danny?
Me senté al otro lado de la mesa, frente a él. Oí pisadas procedentes de la habitación contigua, detrás de mí. Me volví para mirar.
Ronnie llevaba dos vasos en las manos. En el primer instante no me vio, luego, una expresión de asombro cruzó su rostro. Abrió la boca como si fuera a hablar, pero la cerró al instante. En silencio, colocó los dos vasos en una esquina de la mesa de Maxie y se encaminó a la puerta por donde había entrado.
Fields la llamó. Sus ojos brillaban malignos.
—Te acuerdas de nuestro amigo Danny, ¿verdad, muñeca? —le preguntó sarcástico.
Le miró un breve segundo y a continuación me lanzó una rápida ojeada. Sus ojos tenían una expresión de profundo abatimiento. Por una fracción de segundo, una llamarada fulguró en ellos, pero fue solo un destello y, al punto, se desvaneció. Su voz era opaca, sin timbre.
—Sí, recuerdo —dijo—. ¡Hola, Danny!
Los años transcurridos la habían cambiado muy poco físicamente. Pero se advertía que el espíritu la había abandonado y era solo una hermosa forma inerte.
—Hola, Ronnie —le dije quedamente.
Recordé que esto mismo había ocurrido la última vez que estuve allí, pero en aquella ocasión fui porque él quería verme; en este momento, fui porque yo quería verlo a él.
No estaba satisfecho todavía. Quería, sádico, saborear a su modo su victoria.
—Danny ha venido a proponerme un negocio —dijo con leve acento de triunfo—. Nadie puede dejar a Maxie Fields, nena. Es lo que siempre he sostenido.
La voz de ella era inexpresiva.
—Sí, Maxie.
Se volvió para dirigirse a la habitación contigua, pero Maxie Fields la llamó de nuevo.
—Siéntate, Ronnie —le ordenó, imperioso—. Siéntate y haznos compañía.
Obediente, se dejó caer en una silla, junto a él. Quedó sentada, muy erguida, como un autómata, sin expresión alguna en el rostro.
Fields se volvió hacia mí, cogiendo el vaso.
—Habla, Danny —exclamó pesadamente.
Cogí un vaso y bebí a sorbos. El whisky era de excelente calidad y me caldeó el cuerpo. Mantuve en alto el vaso y miré a través de él a Fields.
—Cigarrillos por valor de cien mil «morlacos» —dije sin poner énfasis alguno en mis palabras.
Colocó el vaso cuidadosamente encima de la mesa, sin beber una sola gota, y avanzó el cuerpo hacia mí.
—¿Qué les pasa a esos cigarrillos?
—Son tuyos —le dije, colocando mi vaso junto al suyo— si a cambio me haces un favor.
Respiró profundamente.
—Te conozco, Danny —exclamó con voz ronca—. Regalas hielo en invierno. Además, ¿de dónde has sacado esos cigarrillos?
—Los tengo —dije—. Escuche.
Paso a paso le referí lo sucedido, cómo conseguí los cigarrillos y cómo, más tarde, los perdí. Cuando hube terminado, vi que estaba interesado.
—¿Cómo conseguirías recuperarlos? —me preguntó.
—Voy a encargarme de los asuntos de Sam —dije con tono confidencial.
Sus ojos reflejaron un cauteloso recelo.
—¿Cómo te arreglarás…?
—Es fácil —le contesté. Estaba frío como el hielo—. Recuerde lo que hablamos el día en que le traje aquí viniendo del despacho de Lombardi. ¿Recuerda lo que usted me dijo?
Maxie asintió.
Sus ojos me escrutaron, atentos.
—Pero ¿qué es lo que puede ocurrirle a él?
Cogí de nuevo el vaso, encogiéndome de hombros.
—Ya puede usted figurárselo.
—¡No, Danny!
En la voz de Ronnie vibraba una nota intensa de terror. Me volví, sorprendido, para mirarla. Sus ojos llameaban ahora, llenos de vida, en su cara.
—¡No puedes hacer eso! Sam fue el único…
La voz tonante de Maxie cortó su frase:
—¡Cállate, Ronnie! ¡Cállate!
Ella se volvió hacia él, con una expresión de dolor en el rostro.
—¡Maxie! ¡Tienes que decirle…!
Percibí un movimiento detrás de mí y vi que Spit se hallaba junto a Ronnie. Había entrado en el despacho sin que yo oyera sus pasos.
—¡Échala de aquí! —gritó Maxie.
Spit fue a cogerla por un brazo, pero ella se evadió de su garra y salió del despacho, tapándose el rostro con las manos.
Maxie se volvió hacia mí respirando ruidosamente. Con un ademán hizo que Spit se sentara en la silla que Ronnie había abandonado. Me miró unos segundos. Cuando finalmente habló, podía advertirse en su voz una alteración trémula de avidez.
—¿Cómo sé que cumplirás tu palabra? —preguntó—. Ni siquiera sabes de una manera segura si los tiene.
—Déjame usar tu teléfono unos minutos y lo sabremos —contestó.
Asintió y descolgando el receptor, marqué el número del almacén de Sam. No en balde, había trabajado para él. Conocía a todo el mundo allí.
Una voz que creí reconocer contestó a mi llamada.
—¿Joe? —pregunté.
—Sí, en persona —me contestó—. ¿Quién es?
—Danny Fisher —dije rápidamente—. Quiero comprobar si mi camión llegó ya al almacén. El camión con el tráiler.
—Por supuesto, Danny —se apresuró a decir—. Estamos descargándolo ahora.
—Está bien, Joe. Gracias.
Colgué el receptor y me volví a Maxie. Había oído la conversación.
—¿Satisfecho?
Sus ojos despedían chispas. Podía ver en ellos el signo del dólar, repetido.
—¿Para mí todo el cargamento? —me preguntó.
—Ya me has oído —le contesté—. Todo el cargamento.
—Trato hecho —exclamó, levantándose—. Spit, el Cobrador y yo nos encargaremos personalmente de la operación. Antes de que anochezca habremos liquidado el asunto.
—¡No haga ningún trato con este tipo, jefe, es puro veneno! —exclamó Spit, temblando de indignación.
Se había puesto en pie y miraba a Maxie con las facciones alteradas.
—¿Qué te pasa, Spit? —le pregunté fríamente—. ¿Tienes miedo?
Se volvió hacia mí, desencajado.
—No me fío de ti. Te conozco demasiado bien.
La voz de Maxie se elevó, autoritaria.
—Siéntate y cállate, Spit —exclamó—. Yo estoy dirigiendo el espectáculo.
Lentamente, Spit se dejó caer en la silla y mientras lo hacía, no dejó de lanzarme miradas cargadas de resentimiento.
La voz de Maxie siguió elevándose, pesada y autoritaria. Solo me hablaba a mí.
—Este es el acuerdo, Danny —dijo, lentamente—. Pero no te eches atrás como lo hiciste en aquella otra ocasión. Esta vez, si se te ocurre hacerlo, no vivirás para contarlo.
Se puso de pie y, muy a pesar mío, sentí un estremecimiento. Al llegar a la puerta, me volví. Spit me estaba mirando con una expresión de odio intenso. Maxie me observaba, glacial, inexpresivo. Respiraba ruidosamente.
—Presenta tú la cuenta, Maxie —le dije—. Yo la pagaré.
Cerré la puerta tras de mí y bajé la escalera.

Eran pasadas las seis cuando pagué al chófer del taxi que me llevó hasta mi casa. Mientras el taxi Se alejaba, me quedé unos momentos en la acera, contemplando la casa. Me sentía cansado, viejo y vacío. Y, en medio de mi desaliento, feliz de hallarme de nuevo en mi casa.
Comprendí, de repente, que aparte de aquella, ninguna otra había sido mi casa. Todas las otras en las que había vivido no habían significado nada para mí. Ninguna de ellas era mía, ninguna de ellas me pertenecía como la que tenía delante de mis ojos. Y entonces, al pensar en lo que me había sucedido, toda la alegría que en el primer momento había experimentado se transformó en tristeza.
Había pasado mucho. Había andado un largo camino. El tiempo no había transcurrido en balde. No era el mismo que había abandonado esa casa años, muchos años atrás. Había perdido mis ilusiones infantiles. La vida era demasiado triste. Había que luchar duramente, o no se era nadie. No había paz, ni amigos, ni verdadera felicidad. Este mundo era una guerra por la supervivencia. Había que matar o ser matado.
Mis pisadas resonaron en el suelo de cemento de la escalinata. Había tardado mucho tiempo en endurecerme. Para abrirse camino tenía uno que cerrar su corazón contra la gente. Solo debía pensarse en uno mismo, pues uno nacía solo y solo también moría.
Alargué mi mano para abrir la puerta maciza que daba acceso a la casa, pero antes de que la tocara se abrió sola.
—Hola, Danny —dijo, muy quedo, una voz.
No sentí sorpresa. Aquella voz la había oído antes. Era la voz de la casa que había sonado en mis oídos el día en que Nellie y yo vinimos para comprarla.
—Hola, papá.
Mi padre me cogió de la mano y entramos ambos en la casa, como habíamos hecho mucho tiempo atrás. Por un momento no hablamos, no eran necesarias las palabras. Entonces, nos detuvimos en la sala de estar y nuestras miradas se cruzaron. Había lágrimas en sus ojos. Era la primera vez que le veía llorar. Su voz sonaba muy queda, pero vibraba de orgullo y comprendí cuando le oí hablar que su orgullo era por mí.
—Todos hemos vuelto a casa, Danny —dijo, humilde—. Si puedes perdonar las equivocaciones de un viejo, jamás tendremos que dejar lo que aquí hemos encontrado.
Sonreí pausadamente, comenzando a entender muchas cosas. Su voz era la de la casa. En realidad no había sido jamás mi casa, le había pertenecido a él. Cuando hablé a la casa de mis amores, estaba hablándole a él, y cuando la casa me habló, era él quien me hablaba. Jamás sería mi casa sino hasta cuando él me la diera, a pesar de todo el dinero que yo hubiese pagado por ella.
Miré a mi alrededor. Algo había echado de menos, todo el tiempo: cuando mi padre se encontraba en ella, la casa recobraba el calor y la vida. Me alegraba de que hubiese venido. Yo no tenía nada que decir, y, por lo visto, él sabía qué era lo que yo sentía.
—Ha sido el más valioso presente de cumpleaños que jamás he tenido, papá —dije.
Entonces, por primera vez, se dio cuenta del estado lamentable en que me hallaba.
—¡Dios mío! —exclamó—. Danny, ¿qué te ha pasado?
Sus palabras me devolvieron súbitamente a la realidad.
—He tenido un accidente, papá —le contesté, con amargura—. ¿Dónde está Nellie?
—Tu madre la ha hecho tenderse, arriba. Estaba terriblemente preocupada por ti.
Percibí un ruido y alzando los ojos vi a Nellie en el rellano superior de la escalera. Estaba densamente pálida y me miraba con ojos alucinados. Bajo la luz blanca de las bombillas de la escalera, mi aspecto debía de producir espanto.
—¡Danny! —gritó, despavorida.
Su voz levantó eco al chocar contra las paredes mientras me precipitaba a la escalera y subía a su encuentro. Ella avanzó un paso hacia mí; pero, de pronto, puso los ojos en blanco y se desvaneció.
—¡Nellie! —grité, desesperado, tratando de recogerla en mis brazos.
Pero no lo conseguí. Cayó y rodó por los escalones hasta la mitad de la escalera antes de que pudiese detenerla. Era un pequeño ovillo caído cerca de la pared. Me arrodillé junto a ella y volví su rostro hacia mí.
—¡Nellie! —grité, frenético.
Su rostro tenía la blanca transparencia de una botella de leche, y sus ojos reflejaban un intenso y punzante sufrimiento.
—Pude ver cómo sus labios exangües se abrieron para murmurar en su agonía:
—¡Danny! ¡Danny! Estaba tan preocupada por ti…
Me volví hacia papá.
—Hay un doctor en la casa de la esquina al cruzar la calle —le grité—. ¡Ve a buscarlo! ¡Rápido!
Me volví hacia Nellie mientras oía el ruido que hacía la puerta de entrada. Hice que descansara su cabeza sobre mi hombro. Tenía los ojos cerrados y toda ella estaba contraída y convulsa. Respiraba trabajosamente.
Mi madre bajó y vi en sus ojos una profunda mirada de simpatía y de comprensión. Sin pronunciar una `palabra, me puso la mano en el hombro y me lo presionó.
Miré el rostro de Nellie de nuevo. ¿Por qué tardé tanto tiempo en darme cuenta de la verdad? Podía verla frente a frente. Nellie había tenido razón. Estreché su cabeza contra mi pecho. No podía suceder, no debía. Ella era todo mi mundo. Cerré mis ojos y lloré y recé, mientras las lágrimas surcaban mis mejillas.
—¡Por favor, Dios… por favor…!

Me puse a dar vueltas, impaciente, por la estrecha sala de espera del hospital. Tenía la impresión de que hacía días, y no horas, que me encontraba allí. Puse otro cigarrillo entre mis labios e intenté encenderlo. Rompí tres cerillas antes de que Zep, finalmente, encendiera una y me la ofreciera.
Lo miré, agradecido. No sé qué habría hecho sin su ayuda. Todo el día había permanecido junto a Nellie, calmándola y ayudándola, y estaba conmigo en ese momento.
—Gracias, Zep —murmuré.
Agotado, me dejé caer en una silla, entre él y mi padre.
—¡Cuánto tarda el doctor en salir! —exclamé.
Zep me miró, comprensivo. Sabía mi tortura.
—No te preocupes, Danny —dijo, dándome unas palmaditas en el hombro—. Nellie estará bien. El doctor dijo que tenía una oportunidad y yo conozco a mi hermana. Es dura de pelar y muy pronto se recuperará.
Eso era. Se repondría. El doctor lo había dicho. Se repondría. Tuve que repetir ese pensamiento varias veces o me habría vuelto loco. Sin él, habría enloquecido. Él me sostuvo y me reconfortó mientras iba con ella en la ambulancia camino del hospital, atravesando las calles, en medio del estrépito continuo de su alarma, manteniendo en la mía su mano fláccida, fría.
Tenía lesiones internas. El niño se había desplazado —había dicho el doctor—. También había hablado de una posible hemorragia interna. Todo ocurría dentro de ella, donde no se podía mirar. Uno solo podía suponérselo cuando miraba su rostro, blanco y sus labios exangües.
Rápida y eficazmente la habían colocado en una mesa blanca y la habían trasladado al quirófano. Sus ojos estaban cerrados; no podía verme. De entre sus pálidos labios brotaba un tenue y continuo quejido de dolor. Desapareció tras una cuerda blanca, y no tuve más remedio que esperar.
Habían transcurrido dos largas horas y seguía esperando. Estábamos esperando. Observé a la madre de Nellie, sentada en una silla, cerca de la ventana, retorciendo entre sus dedos nerviosos un pañuelo. Tenía los ojos hinchados y las lágrimas seguían fluyendo de ellos mientras escuchaba a mi madre en silencio tratando de consolarla. No me había hablado, pero no ignoraba que me echaba la culpa de lo que le había sucedido a Nellie. Y en cierto modo, tenía razón. Pero, con todo, si no hubiera sido por Sam nada de eso habría ocurrido.
Oí pisadas en el corredor exterior. Mimí, vino hacia mí con una expresión ansiosa en su rostro.
—¡Danny! ¿Qué ha pasado?
No le contesté. Mis ojos estaban fijos en Sam, que venía con ella. Sus facciones estaban alteradas.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté, violento.
—Tu padre nos llamó y nos dijo que Nellie había sufrido un accidente. Mimí estaba demasiado trastornada para conducir, así que yo la he traído en mi coche —explicó.
Me levanté pausadamente. Era tanta la rabia que me dominaba que me temblaban las piernas. Mi boca se secó de pronto.
—¿Estás satisfecho ahora? —le dije duro—. ¿Era esto lo que querías?
Advertí en su mirada una expresión insólita de vergüenza.
—No. No era esto lo que yo quería que sucediera, Danny —replicó en voz baja.
Le miré unos segundos y seguidamente toda la ira que había en mí comprimida rompió sus diques y me precipité sobre él, descargando mi puño en su mandíbula con tal violencia que se desplomó y dio en el suelo con un estrépito que hizo retumbar el estrecho recinto.
Dos manos inmovilizaron mis brazos. Oí los gritos angustiosos de Mimí. Desesperado, traté de desasirme de aquellas manos que me sujetaban. Quería matarlo. Lloraba de rabia. ¿Por qué no había reconocido de una vez su infamia?
En esto oí la voz del doctor.
—¡Señor Fisher!
Me olvidé un instante de Sam. Me volví y agarré con mis manos trémulas las solapas de la bata del doctor.
—¿Cómo se encuentra, doctor? —le pregunté, la voz enronquecida—. ¿Cómo está?
Advertí en su rostro cansado cierta tensión, pero esta se aflojó al verme.
—Está descansando ahora apaciblemente, señor Fisher —me contestó—. Ha sufrido intensos dolores, pero se repondrá.
Me dejé caer en una silla, fláccido, vacío de toda emoción. Me cubrí el rostro con las manos. Por una vez mis oraciones habían sido escuchadas.
Sentí en mi hombro la mano afectuosa del doctor. Alcé hasta él mis ojos.
—¿Puedo verla, doctor?
—Todavía no. —Movió su cabeza gravemente—. Señor Fisher, tenemos una oportunidad de salvar la vida de su hijo, si podemos hallar el tipo de sangre apropiado.
Me puse en pie como movido por un resorte. No le había comprendido.
—¿Qué quiere decir, doctor?
Fijó sus ojos en mí.
—Su hijo no ha sufrido lesión grave, tal vez por ser prematuro. Pero ha perdido algo de sangre. Si podemos restituírsela podrá sobrevivir y alcanzar su desarrollo completo.
Le cogí del brazo.
—Vamos, entonces —le dije, ansioso—. Yo tengo sangre de sobra. Movió la cabeza, con un gesto de incertidumbre.
—Temo que no sirva de mucho su sangre —explicó—. Tiene que contener cierto factor Rh y tengo la impresión de que su sangre es incompatible. El tipo que necesitamos solo lo tiene uno de entre mil donantes. Ya lo he pedido. Todo depende del tiempo que se tarde en obtenerlo.
Volvió a dormirme el desaliento. No tenía suerte. Me senté de nuevo. El doctor prosiguió su explicación.
—La única probabilidad de vida que tiene su hijo es a través de una cesárea con cambio completo de sangre.
Mi hijo estaba en este instante vivo y su existencia pendía de un hilo. La desesperación hizo presa en mí, produciéndome un fuerte dolor. La voz de Zep vibró en mis oídos como una melodía del cielo.
—Tal vez sirva mi sangre, doctor.
Lo miré, agradecido, y, a continuación, observé la reacción del doctor.
—Podría ser —exclamó con gesto fatigado—. Venga, y lo veremos. —Recorrió con la vista a los que estábamos allí—. Si alguno de ustedes quiere que se le analice la sangre, venga conmigo.
Todos nos levantamos y le seguimos, Mimí estaba ayudando a Sam a sentarse en una silla cuando salimos todos al corredor. Lo recorrimos hasta el fondo, en donde había una puerta. Esta daba acceso a un pequeño laboratorio, donde una enfermera sentada en una silla leía un periódico. Se levantó, presurosa, cuando entramos.
—Compruebe el tipo de sangre de cada una de estas personas, enfermera —le ordenó el doctor.
—Sí, doctor —respondió ella, volviéndose hacia una mesa, blanca, detrás de ella.
Observé cómo preparaba las placas y después las colocaba cerca del microscopio. Cuando hubo terminado, insertó hábilmente una placa bajo las lentes.
—Yo las examinaré, enfermera —se apresuró a decir el doctor.
Ella se apartó y el doctor ocupó su sitio. Este se inclinó sobre el microscopio y comenzó el examen de las placas. Mientras duró el examen, contuve mi respiración. Una vez hubo terminado el doctor, enderezó su cuerpo y movió la cabeza con un gesto de desaliento.
—¿No, doctor? —pregunté, desesperado.
Recorrió con la vista a los presentes. Mi madre y mi padre, Zep y mi suegra tenían clavados sus ojos ansiosos en el rostro del doctor. Este se volvió hacia mí.
—Lo siento, señor Fisher —exclamó con sincera pesadumbre—. Ninguno de ustedes tiene el tipo de sangre requerido. No tenemos más remedio que esperar a que encontremos fuera el donante apropiado.
—Pero ¿y si llega demasiado tarde? —dije, débilmente—. Mi hijo podría… podría…
Era la primera vez que pronunciaba las palabras «mi hijo». Pero no pude terminar la frase.
El doctor me posó la mano en el hombro, afectuosamente.
—Solo podemos esperar que llegue aquí, pronto —dijo—. Puede presentarse de un momento a otro.
Se abrió la puerta y me volví, esperanzado. Al punto se me cayó el alma a los pies. Era Sam.
Se abrió paso, torpemente, por entre los presentes. Era muy visible la señal que había dejado mi puño en su mandíbula. Se iba volviendo negro. Mimí lo seguía. Me miró un segundo con manifiesto embarazo y a continuación se dirigió al doctor.
—En cierta ocasión en que visité el banco de sangre —dijo con su voz ronca habitual— me dijeron que tenía un tipo de sangre muy raro. Tal vez sea el tipo que está usted buscando.
—Lo averiguaremos en un minuto —dijo el doctor.
Hice una señal a la enfermera.
Lancé una larga mirada a Sam y a continuación, pasando por delante de él me dirigí al pasillo. La puerta del laboratorio se cerró detrás de mí. Era inútil que permaneciera más tiempo allí. Todo iría mal. Él no podía darme nada bueno. Lo único serían problemas.
Aquel hombre había sido para mí nefasto. Desde el primer momento que le conocí.
—¡Danny! ¡Danny! —oí detrás de mí la voz vibrante de entusiasmo de Zep.
Vino corriendo hacia mí, con una expresión de exaltado júbilo en su rostro moreno.
—El doctor dice que Sam tiene el tipo de sangre que necesita.
Lo miré, sin dar crédito a mis oídos.

Media hora después, el doctor entró en la sala de espera en donde estábamos todos. Tenía una expresión risueña. Se dirigió a mí con la mano extendida.
—Creo, después de todo, que pronto tendrá que repartir puros entre sus amigos, señor Fisher —dijo—. ¡Felicidades!
Se me empañaron los ojos y vi, borrosa, la figura del doctor.
—Gracias, doctor —le dije, fervorosamente—. Gracias.
El doctor volvió a sonreír.
—No me las dé a mí —dijo, rápido—. Déselas a Dios y a su cuñado que se encontraba aquí. Ha sido un verdadero milagro para un prematuro sietemesino Rh encontrar el donante tan rápido.
Mi suegra lanzó exclamaciones de alegría. Zep la apretujó en sus brazos, frenético. Me vi rodeado de los míos. Mimí me abrazó y me besó en la mejilla, bañada en lágrimas. Me olvidé de todo, en la alegría del momento.
Me volví hacia el doctor.
—¿Puedo ver a mi mujer, doctor?
Asintió, benévolo.
—Pero solo por unos minutos —me previno—. Todavía está muy débil.
La enfermera sentada a la cabecera de la cama se levantó cuando entré en la habitación. Mientras la puerta se cerraba, tras de mí, contemplé la cama. Solo se veía en ella, por encima de las sábanas blancas, el rostro de Nellie enmarcado en su negra cabellera que se derramaba como una cascada por la almohada. Tenía cerrados los ojos y parecía dormida.
Fui de puntillas hasta un lado de la cama y me senté junto a ella. Contuve mi respiración, por miedo a despertarla. Pero, de un modo u otro, percibió mi presencia. Abrió los ojos, sus ojos de un pardo oscuro, dulces y tiernos. Apenas movió sus labios.
—¡Danny!
Trató de sonreír.
Busqué a tientas su mano por encima de la sábana, y la acaricié tiernamente.
—No hables, nenita —le murmuré—. Todo va perfectamente.
—¿El niño también? —exclamó, desfallecida, con voz desgarrada por la duda.
—Está perfectamente —le contesté—. No te preocupes por nada. Todo va a las mil maravillas. Ahora, descansa.
Se puso a llorar.
—¡Cómo te he complicado la vida! ¿Verdad, Danny?
Junté mi cara con la suya.
—Tú no tienes la culpa de nada. Toda la culpa es mía. Tenías razón. Hice mal en irme, ayer.
Trató de mover la cabeza, para disentir de lo que yo decía, pero no lo logró, por falta de fuerza. Cerró los ojos, extenuada.
—No —murmuró—. Yo tuve la culpa de todo. Sé muy bien que si no viniste por la noche fue porque algo te lo impedía. Pero… es que siempre tengo en el pensamiento aquella vez que te fuiste y tardaste tanto en volver… porque, ¿sabes, Danny? no puedo vivir sin ti. Y ese pensamiento de que puede ocurrirte algo terrible me persigue… me atormenta… Porque sin ti, no podría seguir viviendo.
Las lágrimas rodaban por sus mejillas.
—No pienses más en eso. A partir de ahora no nos separaremos nunca —dije, ansioso—. No importa lo que ocurra, siempre tendremos a nuestro hijo con nosotros.
Sus ojos se abrieron y me lanzaron una mirada ansiosa.
—¿Lo has visto, Danny? —preguntó casi cohibida—. ¿Cómo es? ¿A quién se parece?
Lo había visto solo un instante, cuando subía con el doctor. Este se había detenido un momento para mostrármelo a través del cristal de la incubadora.
Un leve rubor cubría las mejillas de Nellie y sus ojos ardían de maternal orgullo.
Le sonreí:
—Un chiquitín precioso —dije—, ¡igual que su mamma!

Al aproximarse a la sala de espera, oí un animado concierto de voces. Entré y una mano se apoderó de la mía.
—¡Vamos a brindar, Danny! —me dijo mi padre, con una sonrisa jubilosa en su rostro. Todos me rodearon, hablando a un tiempo.
Mi suegra me cogió la otra mano y me plantó un beso húmedo en la mejilla. Le sonreí, radiante. Mi padre se las había arreglado para obtener una botella de whisky. Todos estábamos formando un pequeño semicírculo, el sonido del licor cayendo en los vasos de papel nos acompañaba. Mi padre hizo el brindis.
—¡Por tu hijo! —dijo, mirándome con orgullo—. ¡Por su felicidad! ¡Y por tu mujer, deseándole que halle en él toda su satisfacción! ¡Y por ti, deseando que te enorgullezcas de él, como yo me enorgullezco de ti!
Sentí que mis ojos se anegaban en lágrimas. No era ciertamente el whisky lo que me hacía llorar. Había esperado mucho tiempo a que mi padre me hablara así. Acaso, en realidad, yo no lo mereciera, pero me hacía muy feliz oírle expresarse de ese modo.
Papá alzó nuevamente la copa. Se volvió hacia Sam:
—¡Por mi otro hijo! —dijo quedamente— que hizo ver a un anciano testarudo cuán equivocado estaba, y que ahora, dando su sangre a mi nieto, aumenta la deuda que tengo contraída con él.
Estaba pasmado.
—¿Qué quieres decir, papá? —le pregunté.
Papá me miró.
—Fue Sam el que a fuerza de discutir conmigo me abrió los ojos a la verdad. Él me hizo ver la mala acción que había cometido contigo y me obligó a ir a verte.
Fijé mis ojos en Sam. Tenía el rostro encendido. La voz de mi padre parecía llegar a mis oídos desde muy lejos.
—Y ahora ha salvado la vida de tu hijo con su sangre. Los dos tenemos una gran deuda para con él. Yo, porque me devolvió el cariño y a la estima de mi hijo. Tú, porque te devolvió la vida de tu hijo. —Había en la voz de mi padre como un leve atisbo de hilaridad—. En los tiempos antiguos, el hombre debía pagar sus deudas en especie. Con su sangre, a veces. Incluso con su vida, si el deudor se la reclamaba.
Me acerqué a Sam poseído de un súbito sentimiento de gratitud. Mi padre seguía hablando.
—Ahora que tienes un hijo, Danny, aprenderás el dolor de tus actos. Incluso nimiedades que a nadie molestarían, podrían lastimarle y lastimarte a ti. Ojalá no conozcas nunca el dolor por el que yo he pasado, el dolor de que tu hijo pague tus propios errores.
Mi padre tenía razón. Tal vez jamás podría yo pagar mis culpas y fuera mi hijo el que las pagara por mí. Seguía mirando a Sam y este me sonreía. Entonces, recordé.
Fields le estaba acechando en algún lugar. Y yo había concertado con él un pacto. Mis pensamientos se atropellaron en mi mente. Aquel pacto había que deshacerlo. Tenía que hablar con Maxie.
Consulté rápido el reloj de pared de la sala de espera. Eran las diez pasadas. Debía comunicarme con él para hacerle desistir de su propósito.
—Tengo que hablar por teléfono —dije, nervioso, y salí rápidamente de la sala.
Había una cabina telefónica al final del corredor. Me precipité dentro de la misma y marqué apresuradamente el número de Fields. El teléfono sonó varias veces antes de que alguien respondiera a mi llamada. Era una voz de mujer.
—¿Está ahí Maxie Fields? —le pregunté bruscamente.
—No está aquí —me contestó la voz de mujer—. ¿Quién le llama?
—Danny Fisher —dije, rápido—. ¿Sabe usted en dónde se encuentra? Tengo que encontrarle.
—¡Danny! —gritó la voz—. Sí, tienes que ir a buscarlo. Soy yo, Ronnie. Tienes que impedir que cometa esa infamia. Sam es el único amigo que has tenido en la vida. Fue él el que impidió que Fields te hiciera daño cuando volviste la primera vez. Sam le juró que lo mataría si te tocaba un pelo de la ropa.
Cerré mis ojos, extenuado de cansancio.
—Y yo pensaba que habías sido tú —exclamé.
—No —contestó—, jamás me habría escuchado. Volví porque Ben se puso enfermo y necesitaba dinero para cuidarle. Pero no me sirvió de nada. Murió.
—Sara, ¡lo siento!
No sé si me oyó, pues siguió hablando precipitada, incansablemente. Hablaba una y otra vez de Sam y de mí.
—No debes dejar que le hagan daño, Danny. No puedes, Danny. Fue Sam el que le forzó a no injerirse en tu negocio. Persuadió a Lombardi a que dijera a Maxie que se abstuviera porque tenía intención de tomar él por su cuenta el negocio, y Maxie no tuvo más remedio que ceder. Estaba furioso. No sabes bien hasta dónde llega su maldad. ¡Tienes que detenerlo, Danny!
—Eso quiero, Sara —le dije firmemente—. Escúchame. ¿Tienes idea de dónde se encuentra ahora?
—Me dijo que se iba a Brooklyn —contestó—. Dijo que Sam probablemente se presentaría esta noche en vuestra nueva casa.
Estaba anonadado. Eso equivalía a que, probablemente, estaría esperando a Sam en las inmediaciones de nuestra casa, y que, cuando volviéramos a ella del hospital, caería sobre él. Me quedé mirando estúpidamente el teléfono. Había solo una cosa que yo podía hacer. Y era llegar a mi casa antes que nadie.
—Está bien, Sara —dije pausadamente, colgando el auricular.
Dejé la cabina y volví a entrar en la salita de espera.
Fui hasta donde se hallaba Sam y traté de que mi voz no denunciara la profunda emoción que me embargaba.
—¿Me dejas que coja tu coche unos minutos, Sam? —le pregunté—. Le prometí a Nellie que le traería unas cuantas cosas de casa, y mi coche lo tengo todavía en el aeropuerto.
—Te llevaré, si quieres —me ofreció.
—No, no —dije, precipitadamente—. Estás todavía débil por la transfusión de sangre. Descansa aquí un rato. Estaré de vuelta antes de media hora.
Sacó de uno de sus bolsillos un llavero y me lo entregó.
—Está bien, campeón.
Le miré a los ojos, sorprendido. Hacía muchos años que no me llamaba así. El hombre irradiaba simpatía y comprensión.
—¿Todo va bien, campeón? —me preguntó. Solo los dos sabíamos lo que aquellas palabras significaban. Había en ellas todo un mundo de implicaciones.
Tomé la mano extendida y se la estreché con efusividad.
—Estupendamente bien, campeón —le respondí.
Me devolvió el apretón y miré nuestras manos unidas. ¡Cómo se parecían! La misma forma, la misma conformación de los dedos… Alcé los ojos y los clavé en los suyos. Me sonreían, cordiales. Sentí por él, súbitamente, un gran cariño, una alta estima. Era el ideal a imitar; había sido mi secreta ambición la de asemejarme a él, la ambición de toda mi vida. Sonreí lentamente, pues empezaba a comprender:
—Todo va estupendamente bien, campeón —repetí—. Gracias, Sam. Gracias por todo.
Me metí el llavero en el bolsillo y me encaminé a la puerta.
Mi padre me detuvo.
—Conduce con cuidado, Danny —me aconsejó—. Que nada te ocurra en un día como este.
—Nada ocurrirá, papá —le contesté—. Y si algo ocurre, que nadie se lamente. Hemos tenido ya todo lo que la vida puede ofrecer a un mortal. No puedo quejarme…
Mi padre hizo un gesto de asentimiento.
—Me alegro de que pienses de ese modo, hijo —dijo, solemnemente—. Sin embargo, ves con cuidado y piensa en tu hijo.

Bajo el capó del Cadillac descapotable, color canario, ronroneaba el potente motor, mientras me dirigía velozmente a nuestra casa de Brooklyn. Estaba satisfecho de tener el coche de Sam. Me facilitaba el encuentro con Max, ya que era este el coche que buscaba. Trataría de convencerle.
Recorrí vertiginosamente el boulevard Linden hasta Kings Highway, luego doblé a la izquierda en dirección a Clarendon. En Clarendon hice un rápido viraje hacia la derecha y enfilé la calle que se cruzaba con la mía. Observé el retrovisor. Un coche detrás de mí encendía y apagaba sus luces. Quería pasarme. Reí para mis adentros y apreté el acelerador. También yo tenía prisa.
El gran coche respondió al estímulo de mi pisada y avanzó raudo en las sombras. Volví a mirar el retrovisor. El otro coche corría pegado a mi cola, insistente y porfiado. Comprendí entonces que Maxie había seguido a Sam hasta el hospital.
Dejé de pisar el acelerador y aminoré la marcha. Rápidamente el otro coche avanzó y se puso a la altura del mío. Lancé una ojeada por la ventanilla. No me había equivocado. Spit me estaba observando desde el otro coche. Le hice, sonriente, una, señal con la mano.
Entonces vi en la mano de Spit que asomaba por la ventanilla el cuchillo de resorte. Lo alzó lentamente.
—Spit —le grité—. Soy yo, Danny. ¡Tenemos que deshacer el trato!
Siguió alzando el brazo armado. Volví a gritarle.
—¡Spit, estúpido venado! ¡Soy yo, Danny!
Advertí que vacilaba ligeramente. Se volvió hacia el interior del coche y vi que sus labios se movían. Traté de sondear las sombras; solo percibí el leve reflejo de un cigarro. A continuación, se volvió hacia mí, alzando más aún la mano armada del cuchillo. Recordé entonces las palabras de Maxie. «Esta vez no te eches atrás o…» Era Maxie el hombre del puro, sentado en el asiento de atrás.
No me quedaba más que una solución y era la de pisar con furia el acelerador y ponerme fuera del alcance de aquel cuchillo. De pronto sentí un dolor desgarrador que me arrancaba del volante. Desesperadamente, eché todo el peso de mi cuerpo sobre él, agarrándolo con las dos manos para no perder contacto con el mismo.
Quedé cegado, unos instantes, pero no tardé en recobrar mi visión. El coche iba de un lado a otro de la calle, zigzagueando como un borracho. Volví a ver cerca de mí el rostro siniestro, gesticulante, de Spit, e hizo presa en mí, súbitamente, una furia incontenible. Un odio infinito que solo la muerte podía aplacar. Volvía a alzar una vez más la mano homicida.
Dirigí mi vista, por encima de su coche, a la esquina. Era mi esquina. Mi calle. Desde allí podía ver mi casa. Una de sus ventanas estaba iluminada. Al irnos nos habíamos olvidado de apagar aquella luz. Me pondría a salvo si pudiera llegar hasta allí, hasta mi casa. Allí estaría siempre a salvo. Lo sabía.
Con todas mis fuerzas, moví el volante en aquella dirección, la dirección de mi calle. Entre esta y yo estaba el coche de Maxie, pero ¡qué me importaba! Seguí girando el volante en aquel sentido. Pude ver el rostro repentinamente desencajado de Spit: el pánico alteraba sus rasgos a un extremo que resultaba cómico. Su cuchillo lanzaba destellos siniestros, pero todo me era indiferente. Tenía que apartarse de mi camino, si quería evitar el choque. No se apartó.
Percibí una llamarada intensa y en medio de ella, vaga y confusa, la sensación de volar por los aires. Pero no oí estrépito ni señal alguna que indicase colisión. Nada oí. Nada sentí.

Solamente me vi, niño, montado en un camión de mudanzas, atiborrado de muebles. Nos trasladábamos a un nuevo vecindario. Podía oír el crujir de la gravilla, que las ruedas del enorme camión trituraban. Era de día, lucía esplendoroso el sol y no podía comprender lo que me sucedía.
Algo había ido mal. El tiempo había descarrilado. Mi mente forcejeó enloquecida con este pensamiento. No podía ser verdad. Cosas como estas no ocurrían. Había vuelto a los comienzos de mi memoria.
Y entonces se desvaneció todo y vi que el volante, en mis manos, se hacía pedazos. Unas veces miraba estúpidamente los trozos del volante que tenía en mis manos y otras estaba volando locamente en medio de tinieblas interrumpidas por ráfagas de luz cegadora.
Y en lo más profundo de estas tinieblas, cargadas de silencio, oía yo una voz distante, muy débil, que me llamaba. Resonaba en mi mente, hueca y metálica, y sus sílabas rodaban hacia mí como las olas en el mar.
—¡Da-nny Fis-her! ¡Da-nny Fis-her!
Una y otra vez oía esa voz que me llamaba. Sabía, sin explicarme el porqué, que debía cerrar mis oídos a este canto de sirena. No debía escucharlo. Ni siquiera con mi pensamiento. Luché, desesperadamente, contra él. Y, de repente, me acometió un dolor horrible y me hallé en el potro de una cruenta agonía.
El dolor se hizo cada vez más agudo, mas no era un dolor físico el que sentía. Era como, un vago dolor desincorporado que flotaba a través de mí como el aire que solía respirar.
El aire que solía respirar. Que solía respirar. ¿Por qué pensé en esto? Volvió el dolor a infiltrarse en mí y penetró en mi conciencia y mi pregunta fue olvidada. Podía percibir cómo mi voz repercutía en la distancia. Su grito de agonía hería mis oídos. Lentamente, me hundí de nuevo en las tinieblas.
—¡Da-nny Fis-her! ¡Da-nny Fis-her!
Podía oír una vez más la voz extrañamente dulce y sedante. Era suave, deliciosa y había en ella una promesa de paz y de reposo, de alivio de mi agonía y, no obstante, volví a luchar contra ella, con una energía sobrehumana que jamás había empleado antes. De nuevo, la voz se desvaneció de mi mente y volvió a atenazarme el dolor.
¡Qué dulce es la sensación de dolor físico cuando todo lo demás ha huido del cuerpo! Con qué ansias se aferra uno a la agonía que le ata a la tierra. Se saborea el dolor como la más dulce de las ambrosías, se bebe con todas las ansias del que está desesperadamente sediento. Se anhela el dolor que le deja a uno vivir.
Lo sentía, punzante, en mis entrañas, y en mi agonía, su rigor me deleitaba. Qué dolor tan amado aquel que me torturaba. Podía oír mi voz distante que a gritos protestaba contra él, y esa percepción me hacía feliz. Ponía todas mis ansias en asirlo con mis manos, pero no podía mantenerlo en ellas, pues se escapaba de entre los dedos, y sin quererlo me hundía más y más en las tinieblas silenciosas y sedantes.
La voz la oía ahora más cerca de mí. Repercutía en mi mente, y la percibía como antes percibiera en mi cuerpo los zarpazos del dolor.
—¿Por qué me rechazas, Danny Fisher? —me reprendía—. Solo deseo tu descanso.
—¡No quiero descansar! —clamé iracundo—. ¡Quiero vivir!
—Pero vivir equivale a sufrir, Danny Fisher. —La voz era profunda, cálida, confortante—. Seguro ya lo sabes.
—¡Vete! ¡Déjame que sufra! —grité—. Quiero vivir. Tengo todavía muchas cosas que hacer en esta vida.
—¿Qué cosas te quedan por hacer? —preguntó la voz en tono apacible con un sonido agradable y cálido—. Recuerda lo que dijiste hace unos minutos. Las palabras que dirigiste a tu padre. Y si algo ocurre, que nadie se lamente. Hemos tenido todo lo que la vida puede ofrecer a un mortal. No puedo quejarme…
—Pero el hombre dice muchas cosas que no siente —exclamé, desesperado—. Tengo que vivir. Nellie me dijo que no podría vivir sin mí. Mi hijo me necesita.
La voz era sensata y tan tolerante como el tiempo. Resonaba cavernosa en mi mente.
—Tú no crees de veras en eso, Danny Fisher, ¿verdad? —interrogó quedamente—. Porque sabes que la vida de los demás no deja de seguir su curso porque la de uno termine.
—Yo quiero que la mía siga su curso —prorrumpí en amargo llanto—. Yo quiero seguir sintiendo bajo mis pies el blanco y firme suelo; quiero seguir gozando de los encantos suaves de mi mujer; quiero saborear el placer de ver crecer a mi hijo…
—Pero si vives, Danny Fisher —me dijo inexorable, la voz— no podrás hacer nada de lo que dices. El cuerpo que una vez habitaste está irreparablemente destrozado. No podrás ver, ni sentir, ni gustar. Serás solo el hórrido recipiente de un organismo vivo, una carga y una agonía para los seres amados.
—Pero yo quiero vivir —grité, luchando contra aquella voz con todas mis fuerzas. Sentía que, lentamente, el dolor volvía a acometerme.
Lo acogí como una mujer pudiera acoger a su amante después de una larga ausencia. Lo abracé y dejé que me penetrara. Lo sentía fluir como la sangre que fluye por las venas, en medio de una dulce, de una embriagadora agonía. Y de repente hubo un momento de pura, radiante luz y pude nuevamente ver.
Me estaba viendo, destrozado, retorcido, informe. Unas manos se tendían hacia mí pero se detenían en el aire, paralizadas de horror al verme. Era mi cuerpo lo que les horrorizaba; así habrían de verme siempre.
En medio de mi agonía, me preguntaba. ¿Nada había quedado de mí que conmoviera el corazón de un ser amado? Me miré con atención. Mi rostro estaba limpio, lleno de calma y quietud. Había incluso un asomo de sonrisa en mis labios. Lo miré más cerca. Mis párpados estaban cerrados, pero podía ver a través de ellos. Las cuencas me miraban, vacías. Me aparté de mí mismo, horrorizado. Las lágrimas surcaban mi mente, lavando esta nueva y extraña herida.
El dolor nuevamente huyó de mí mientras la luz se desvanecía y volvía a hundirme en las tinieblas. La voz brotó una vez más en los umbrales de mi mente.
—Ahora, Danny Fisher —dijo—, ¿querrás que te ayude?
Aparté las lágrimas. Toda mi vida había sido una larga sucesión de trapicheos. Ahora se presentaba la ocasión de otro más.
—Sí —murmuré—. Te ayudaré si consigues que mi cuerpo aparezca entero, de modo que mis seres amados no se aparten de mí, horrorizados.
—Puedo hacer eso —respondió la voz, quedamente.
Sabía, en cierto modo, que mi súplica sería atendida y que era inútil que insistiera. No obstante, volví a suplicarle.
—Entonces, por favor, ayúdame. Y me daré por satisfecho.
Hubo, de pronto, sombras acogedoras que me rodearon.
—Descansa, entonces, Danny Fisher —me dijo la voz dulcemente—. Date a ti mismo la quietud, descansa en las tinieblas y no tengas miedo. Es igual que si durmieras.
Lleno de confianza me adentré en las tinieblas. Eran tinieblas amables, acogedoras, sedantes y en ellas hallé calor y cariño. Era como sumirse en la ligereza de un sueño.
Las sombras me envolvieron en nubes vaporosas, suaves. El recuerdo del dolor se iba atenuando y cada vez lo sentía más distante. Incluso el recuerdo se desvaneció por completo. Ahora sabía por qué no había conocido nunca la paz.
Estaba contento.