doce
Entré en el piso con la sonrisa en los labios. Nellie estaba inclinada sobre un hornillo, observando el contenido de una olla. Se volvió hacia mí, sin enderezarse, y la besé en una mejilla.
—¿Qué tenemos para cenar, nena? —le pregunté, jubiloso.
—Un guiso de carne —me contestó— con cebollitas tiernas asadas.
—¡Hum! ¡Qué olor tan bueno! —exclamé, haciendo mucho aspaviento—. ¿Cómo te has arreglado?
—Como ya está a punto de terminar el mes, el carnicero me ha admitido algunos vales —explicó.
—¡No sé en verdad cómo puedes hacerlo! —le dije con sincera admiración—. Todo el día trabajando en esa asquerosa fábrica, y aún te quedan ganas para meterte en la cocina y hacer esa maravilla culinaria.
—Déjate de cumplidos —me dijo, burlona—. Seguro que estás buscando algo.
Hice un gesto de denegación.
—No, jovencita, no busco nada. Solo quiero repetirte una vez más lo de siempre. ¿Por qué no dejas ya de una vez ese trabajo en la fábrica? No necesitamos el dinero.
—Lo he estado pensando —me dijo, entre seria y risueña—, pero los muchachos, allá en el frente, dependen de nosotros. Ahora más que nunca.
—Y yo dependo de ti —le dije—. Y si caes enferma, ¿quién cuidará de mí?
—No seas bobo, Danny —me dijo.
—No tan bobo que no sepa apreciar como es debido tu guiso de carne con cebollitas tiernas.
Me empujó hacia el cuarto de baño.
—Anda y ve a lavarte —dijo, riendo—. La cena estará lista dentro de unos minutos.
Entré, riéndome, en el cuarto de baño. Era para mí como una bendición verla tan feliz. Hacía mucho tiempo que no la había visto tan contenta y risueña.
—¿Quieres que te ayude a lavar los platos? —le pregunté sin apartar la vista del periódico de la noche.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? —me dijo, burlona—. Ya casi he terminado de hacerlo.
Gruñí, me retrepé en el sillón y volví a las páginas deportivas. Al parecer, los Yankees iban a ser los campeones de Liga.
Vino por fin a la salita y se dejó caer en sofá, frente a mí.
—¿Qué tal te fue hoy? —me preguntó con voz cansada.
No pude reprimir la satisfacción sentía.
—Hoy le coloqué a Sam cinco mil cartones. Eso representa diez de los grandes limpios.
Advertí en su rostro un gesto de contrariedad.
—Danny —dijo en voz baja—. Estoy asustada. ¿Qué pasará si te cogen?
Me encogí de hombros.
—No te preocupes, nena. No me atraparán.
—Pero, Danny —protestó—, leí en el diario que…
—¡Los periódicos están llenos de mentiras! —le interrumpí, desdeñoso—. Van a lo suyo. Además, ¿qué pueden hacerme? No voy contra la ley vendiendo cigarrillos.
No le abandonó el gesto de contrariedad.
—El dinero no lo puede todo —dijo juiciosa—. No hay nada que lo pueda todo. Todo esto hace que no consiga dormir bien casi ninguna noche.
Dejé caer el periódico y le miré a los ojos.
—¿Preferirías que fuese como el resto de los besugos que hay por ahí? Teníamos bastante de eso, ¿recuerdas? Recuerda lo que hemos pasado. ¿Te gustaba cuando no teníamos dinero ni para comer? A mí no. Ya tuvimos de sobra.
Sostuvo mi mirada.
—A mí no me importa nada de eso —dijo, serenamente—, y lo que deseo es que no te pase nada.
—No te preocupes por mí, Nellie —le dije, confiado, volviendo a coger el periódico—. Todo irá bien, ya verás. No tardarás mucho en llevar visones y diamantes.
—Puedo vivir sin ellos —me dijo, frunciendo el ceño—. Pero no podría vivir sin tenerte a mi lado. —Suspiró profundamente y vi que apretaba sus pequeños puños—. Porque no me gustaría verme obligada a decirle a mi hijo que su padre está en la cárcel.
El diario se me escapó de entre los dedos y cayó al suelo.
—¿Qué has dicho? —pregunté, incrédulo.
Me sonrió, llena de calma, con el orgullo secreto de la mujer que siente crecer en su vientre una nueva vida.
—Lo que has oído —me dijo, entusiasta—. Vamos a tener un hijo.
Me levanté de un salto y, lleno de emoción, me incliné sobre ella.
—¿Por… por qué no me dijiste nada? —tartamudeé.
Sus ojos oscuros relampaguearon, jubilosa.
—Quería estar segura antes de decírtelo —contestó.
Caí de rodillas junto a ella.
—¿Te ha visitado el doctor ya? —le pregunté, cogiéndole una mano.
Asintió con la cabeza.
—Esta mañana, cuando fui al trabajo.
La atraje hacia mí con suavidad y estampé un beso en su mejilla.
—¿Y fuiste a la fábrica, a pesar de todo? Hubieras podido telefonear y decírmelo.
—No seas tonto —rio—, hubieras realizado mal tu trabajo.
—Y me has tenido aquí sentado, todo el tiempo, mientras tú te rompías el alma en la fábrica —me reproché a mí mismo.
La miré, extasiado.
—¿Cuándo será la cosa?
—Dentro de siete meses —respondió—, hacia finales de noviembre.
Me dejé caer en sofá, a su lado. Me sentía feliz. Yo había acertado en muchas cosas. De alguna manera, sabía que, en cuanto Nellie se sintiera segura, tendríamos otro hijo. Suspiré satisfecho.
—¿Eres feliz, Danny? —me preguntó.
Asentí, pensando en la última vez que habíamos discutido acerca de esas cosas. Sin embargo, aquella vez, las perspectivas eran distintas.
—Ahora sí podemos mudarnos —le dije.
—¿Para qué? —preguntó—. Aquí estamos muy bien.
—No es el lugar ideal para criar a nuestro hijo, sobre todo si podemos mudarnos a un sitio mejor —dije—. Busquemos algo con mucho aire y mucho sol.
Se retrepó en el diván.
—Un sitio como el que tú sueñas cuesta mucho dinero, Danny —protestó—. Ya sabes lo difícil que es conseguir un buen apartamento, y, si encontramos uno, tenemos que pagar al contado.
—¿Quién habla de un apartamento? —dije—. Quiero comprar una casa…
—¡Una casa!
Su rostro expresaba un asombro extraordinario.
—Eso cuesta muchísimo dinero. Prefiero que nos quedemos aquí y guardemos ese dinero.
—¡Ni hablar! —dije resuelto—. ¿Para qué gano el dinero si no es para ti… y el niño?