once

—Sam no se encuentra aquí en este momento —contesté a su pregunta—. Está dando una vuelta por los otros hoteles. Volverá esta noche.

Una extraña expresión de alivio se dejó entrever en su rostro.

—Pasaba por el vecindario —dijo apresurada— y pensé hacerle una visita.

Se quedó allí, de pie, bajo el ardiente sol, escudriñando mi rostro. Mi rostro no expresó nada, pero ¿el vecindario? ¿A ciento cincuenta kilómetros de la ciudad?

—Seguro —dije. Tuve una idea—. ¿Dónde se hospedará? Le diré que la telefonee cuando vuelva.

—¡Oh, no, no puede hacer eso! —me contestó.

Demasiado rápidamente, pensé. Su marido debía de estar cerca y ella no quería que él se enterara. Debió de adivinar lo que estaba pasando por mi mente.

—Verás. Estoy viajando de un lado para otro y no estoy segura en dónde me hospedaré esta noche.

—¿Y por qué no aquí? —le sugerí—. Es un bonito lugar y puedo conseguirle un descuento.

Negó con un movimiento de cabeza.

—Sam lo tomará a mal si le digo que usted se fue sin esperarlo —traté de convencerla.

Me dirigió una mirada astuta.

—No —dijo definitivamente—. Es mejor que no.

Me desilusioné. De pronto, me di cuenta que yo quería que ella se quedase. En cierta manera, representaba algo cercano a casa y estaba contento de verla. El teléfono del bungaló comenzó a sonar. Cogí la toalla y corrí hacia él.

—Espere un minuto —grité—. Quizá sea Sam el que llama. Le diré que está usted aquí.

Abrí la puerta y cogí el auricular del teléfono.

—¿Aló, Sam?

—Sí. —Su voz era áspera—. ¿Cómo va eso?

—Bien, Sam —le respondí, la excitación hizo presa de mi voz—. Sam, la señorita Schindler está aquí, vino a verte.

La voz de Sam se hizo más dura aún.

—¿Qué hace ahí?

—Ha dicho que estaba de paso y que creyó sería una buena idea hacerte una visita.

—Dile que volveré tarde, a la noche —dijo, apresurando las palabras—. Consíguele una buena habitación y haz que se quede allí hasta que yo vuelva.

—Pero, Sam —protesté—, ya se lo pregunté. No quiere quedarse.

Su voz se hizo confidencial.

—Escucha, chico, confío en ti. Si alguna vez has sentido por una chica lo que yo siento por ella, sabrás lo que quiero decir. Dale todo lo que pida, pero que se quede. Llegaré allí antes de la una de la madrugada.

El auricular enmudeció en mis manos. Lo miré aturdido. ¿Qué esperaba que hiciera yo? Lentamente puse el auricular en su lugar y me encaminé hacia la puerta. Sam había hablado como si yo supiera lo que tenía que hacer, como si lo hubiera hecho con otro hombre, no con un niño. Al dirigirme hacia la puerta, sentí que me invadía una ola de orgullo, pero, antes de llegar hasta ella, ya estaba en el umbral la señorita Schindler.

Miró con curiosidad hacia el interior del bungaló.

—¿Puedo entrar? —preguntó.

Me quedé en el centro de la habitación.

—Sí, seguro, señorita Schindler.

Aparté unas cajas del suelo abriéndole paso.

—Debería haber ordenado esta habitación, pero no he tenido tiempo —afirmé.

Cerró la puerta tras ella y yo me enderecé para enfrentarme a su rostro. Me sonrojé.

—¿Era Sam? —preguntó.

Chocaron nuestras miradas. Asentí en silencio.

—¿Qué ha dicho?

—Que consiguiera una habitación para usted y todo lo que deseara y que no la dejara irse hasta que él volviera —contesté en tono atrevido.

Su voz se hizo desafiante y suspicaz.

—Parece estar muy seguro de sí mismo, ¿verdad?

Sentí que los colores de mi rostro aumentaban de intensidad y mis ojos se apartaron de su penetrante mirada. No respondí.

Parecía enfadada. Yo había sido demasiado listo. Ella se dio cuenta que yo estaba al tanto de lo que ocurría.

—¿Qué le dirás si no me quedo? —preguntó con energía.

Miré hacia otro lado y comencé a jugar con las cajas. Tampoco respondí.

Su mano me cogió por el hombro y me volvió. Su rostro estaba enrojecido.

—¿Qué le dirás? —insistió con calor.

Miré al fondo de sus ojos. Al infierno con ella. No podía hacerme nada. Ya no estaba en el colegio.

—Nada —contesté en tono burlón, quitando su mano de mi hombro.

Ella observó mi mano apretando su muñeca, entonces se volvió despacio y paseó la mirada por la habitación. Estaba por decidir algo. Sus ojos se volvieron hacia mí de nuevo.

—Muy bien —dijo de súbito—, me quedaré. Arregla esta habitación para mí.

Me tomó por sorpresa.

—Pero Sam me dijo que le consiguiera una habitación…

Su voz se hizo obstinada.

—He dicho que me quedaré aquí.

—Pero si está todo en desorden —protesté—. Se encontrará mucho mejor en el hotel.

Se volvió hacia la puerta y la abrió.

—Sam dijo que debías hacer lo que yo deseara si me quedaba. Me quedaré aquí.

Desde el umbral se volvió y me dijo:

—Iré a buscar mi coche. Puedes limpiar esto mientras vuelvo.

Observé cómo cerraba la puerta. Me tenía pillado y lo sabía. ¿Por qué estaría tan enfadada? Me dirigí hacia la ventana y la miré.

Desapareció tras la piscina. Podía comprender cómo se sentía Sam.

Ella expresaba más con su modo de caminar que la mayoría de las chicas que lo hacían en traje de baño.

Di la espalda a la ventana y observé con disgusto la desordenada habitación. La carta de mamá sobre la mesa atrajo mi atención. No la había contestado aún, había pasado más de una semana. No tenía tiempo.

Yo no estaba allí cuando…

Mamá se estaba ciñendo el vestido al bajar la escalera. No corría brisa y supo que iba a hacer otro día caluroso. Estaba cansada antes de comenzar el día. Últimamente, siempre estaba cansada; no dormía bien.

Papá le había traído un tónico. Lo había tomado todas las mañanas durante una semana, pero no le hizo ningún efecto. Por supuesto, ella le había dicho que le iba muy bien, lo que lo hacía sentirse mejor. Un hombre debe sentirse útil, y ya tenía bastantes problemas con la forma en que iba el negocio.

Mi madre sentía lástima de papá. La noche anterior él había gritado en sueños. Su voz en la oscuridad la despertó y se quedó silenciosa, escuchando las palabras entrecortadas que brotaban del corazón. Parecía tan apesadumbrado que sus ojos se llenaron de lágrimas.

No había vuelto a conciliar el sueño. La noche parecía interminable, por eso estaba cansada y nada podía remedirlo. El sofocante calor de la mañana no lo hacía más fácil. Esas últimas semanas de agosto eran generalmente las peores. No podía soportar más el calor y deseaba que terminara el verano pronto.

Caminó por la cocina, abrió la nevera y miró en su interior. Aparecía casi vacía. Siempre estaba orgullosa de mantenerla bien abastecida. Decía que le gustaba tener lo suficiente en casa para no tener que ir a diario al mercado. Esa escasez era un nuevo dolor sobre su cuerpo. El pequeño trozo de hielo del día anterior; la caja de huevos casi vacía; el cuarto de kilo de manteca. Incluso la botella de leche con una pequeña gota en su interior… todo eso la mortificaba.

Cerró la puerta de la nevera lentamente. Los tres huevos tendrían que bastar para el desayuno. De pronto, se sintió feliz de que yo no estuviera en casa. Decidió ir al buzón a ver si había llegado mi carta.

El sonido del carro de la leche llegó hasta sus oídos. Comenzó a sentirse mejor; podría conseguir huevos y manteca, además de la leche. Y como el lechero lo anotaría en la cuenta, podría gastar los pocos dólares que le restaban para hacer una buena sopa de pollo. Apresuró el paso hacia la puerta de entrada para hablar con él antes que se fuera.

El lechero estaba arrodillado frente a la caja de huevos cuando abrió la puerta. Lentamente se puso de pie, con una expresión de culpabilidad en su rostro.

—Buenos días, señora Fisher —dijo con voz apagada y turbada.

—Buenos días, Borden, he tenido suerte al poder verlo —afirmó mamá.

Las palabras brotaban dificultosas de sus labios.

—Necesito huevos y manteca esta mañana.

El lechero se puso de pie torpemente.

—Lo siento, señora Fisher, pero…

Su voz se apagó en un susurro ininteligible.

La desilusión invadió el rostro de mamá.

—¿Se le han terminado?

Él negó con un movimiento de cabeza, silencioso. Su mano hizo un gesto señalando la caja que tenía ante él.

Mamá estaba sorprendida.

—No… no comprendo —titubeó, siguiendo en la dirección que le señalaba.

Entonces comprendió. En la caja solo había un papel amarillo, leche no.

Cogió la nota con lentitud y comenzó a leerla. Interrumpían el servicio. Ya le debía tres semanas. Los ojos de mamá reflejaban horror al mirar al lechero. Su rostro estaba lívido y enfermizo.

—Lo siento, señora Fisher —murmuró el hombre con amabilidad.

Comenzó a lloviznar sobre el césped, frente a la casa. Ella advirtió de pronto que el señor Conlon estaba regando su jardín. Les estaba observando.

Él vio su mirada.

—Buenos días, señora Fisher —exclamó.

—Buenos días —respondió mamá.

Tendría que hacer algo. Estaba segura que él había visto y escuchado todo. De nuevo volvió a mirar la nota: cuatro dólares con ochenta y dos centavos. Solo había cinco dólares en la cajita de la cocina.

Forzó las palabras para poder pronunciarlas y trató de sonreír. Sus labios estaban casi blancos y la sonrisa más bien parecía la mueca de una estatua de piedra.

—Justamente le iba a pagar —dijo al lechero con tono estudiado y firme—. Espere un minuto.

Cerró la puerta tras ella rápidamente. Durante unos instantes, se apoyó contra ella; la nota cayó al suelo de su mano temblorosa. No trató de recogerla; temía perder el conocimiento si lo hacía. Se apresuró hacia la cocina y cogió el dinero que estaba en la cajita.

Contó los billetes muy despacio, una y otra vez, como esperando que ocurriera un milagro y aumentaran en número. Había cinco dólares. Sintió frío. Un estremecimiento corrió por todo su cuerpo cuando se dirigió hacia la puerta.

El lechero estaba esperándola en la esquina, tal como ella lo había dejado, pero, en la caja, había leche, manteca y huevos. Le alargó el dinero en silencio. Él se lo introdujo en un bolsillo y contó los dieciocho centavos que tenía que darle de vuelta.

—Aquí está su pedido, señora Fisher —le dijo comprensivo, sin alzar la vista.

La señora Fisher le hubiera dicho que se lo guardara, pero no se atrevió. Se llenó de vergüenza al tomar la caja de sus manos. No dijo nada.

El lechero aclaró su garganta.

—No es culpa mía, señora Fisher. Es del encargado de los créditos en la oficina. ¿Comprende?

La señora Fisher asintió. Comprendía muy bien. El lechero se volvió y bajó corriendo los escalones mientras ella lo miraba. La voz del señor Conlon llegó a sus oídos.

—Va a hacer un calor sofocante hoy, señora Fisher —dijo sonriente. Ella lo miró como ausente. Su pensamiento estaba muy lejos.

—Sí, va a hacer mucho calor, señor Conlon —replicó afectuosa y, cerrando la puerta tras de sí, se dirigió a la cocina.

Puso la leche, la manteca y los huevos en la nevera, pensativa. El interior aún parecía vacío. Pensó que debía estar llorando, aunque sus ojos estaban secos. Hubo un ruido procedente de la escalera. Cerró la puerta de la nevera con rapidez. La familia bajaba dispuesta a desayunar.

Unos minutos más tarde, estaban la leche, la manteca y los huevos sobre la mesa y comenzaron a comer. Al contemplarlos, una ola de ternura penetró en su cuerpo.

Mimí estaba excitada. Había un anuncio en los diarios de la noche anterior. A & S, una de las tiendas de Brooklyn, en el centro, necesitaba chicas que trabajaran media jornada como dependientas, y ella pensaba ofrecerse. Papá tomó su desayuno en silencio. Su rostro expresaba preocupación y cansancio, unas ojeras muy marcadas indicaban que el sueño no había sido reparador.

La cocina se vació y mamá se quedó sola. Sin prisa, terminó de lavar los platos. Se dio cuenta que la leche, la manteca y los huevos aún estaban sobre la mesa. Los recogió y se los puso en un brazo. Con la mano libre, abrió la puerta de la nevera y los depositó en su interior. Ya no quedaba nada del pequeño trozo de hielo, se había derretido. Entonces, cerró la puerta.

Oyó pasos en la escalinata de la entrada. «Debe de ser el cartero», pensó. Corrió a la puerta principal y la abrió. El hombre había pasado ya a la casa siguiente. Abrió el buzón impaciente, extrajo unas cartas, y volvió con ellas entre las manos. No había ninguna mía. Solamente facturas. Entró despacio a la cocina y abrió los sobres. Gas, teléfono, electricidad, todo se debía.

Las dejó caer sobre la mesa, todas, menos una que no había abierto aún. No reconoció la letra. La abrió. Era una nota del banco avisándoles que se debía el pago de la hipoteca de la casa.

Pensativa, se dejó caer en una silla al lado de la mesa. Con la vibración, la puerta de la nevera se abrió muy despacio. Se quedó allí, sentada, mirando el interior. Debía haberse levantado y cerrado la puerta, pero nada importaba. No le quedaban energías; no le importaba nada; no tenía fuerzas ni para llorar. Su cuerpo se sentía débil. Fijó la mirada en la nevera casi vacía hasta que pareció que crecía y crecía y que ella se perdía en su interior, vacío, helado.