uno

El sol de julio se elevaba por encima del agua y sus rayos rojizo-dorados teñían las crestas de las olas cuando bajé procedente del paseo marítimo. La arena era blanca y limpia bajo mis pies. Más tarde, en el transcurso del día, se volvería sucia y se llenaría de basura; pero, en ese momento, era deliciosamente fresca y me gustaba su contacto.

El paseo marítimo estaba desierto. Dos horas más tarde, comenzarían a afluir las primeras oleadas de veraneantes. Respiré a mis anchas el aire fresco de la mañana y me encaminé al agua. Era la única hora del día para nadar. Uno tenía para sí todo el océano Atlántico.

Me despojé de la toalla que llevaba sobre los hombros y me miré el cuerpo. Solo quedaba una cicatriz blancuzca allí donde me hirió Spit en el brazo. Todas las demás señales habían desaparecido bajo el oscuro bruñido de mi piel, obra del sol y del aliento vigoroso del mar. Había sido muy afortunado.

Me metí en el agua y nadé brioso hacia el poste más lejano. Sentí en mi boca y en mi nariz el gusto dulce-amargo del agua salada. Era estimulante y vigorizante. La playa parecía lejana y pequeña. Me volví boca arriba y comencé a flotar. Me sentía aislado, como si estuviera en un mundo que me era propio.

Me parecía difícil creer que solo hubiesen transcurrido dos meses desde aquella noche en que Sara me trasladó a ese lugar. Lo que pasó aquella noche no me ocurrió a mí, sino a otro que tomó cuerpo, a un muchacho que tomó mi nombre. Pero todo ello había quedado atrás. Sara me había bautizado con un nuevo nombre cuando, provista de algodón empapado en agua caliente, me quitó toda la suciedad y la costra de sangre que cubría mi brazo y mi costado.

Danny White. Fue el nombre que me puso y con el que me presentó a su hermano. Sonreí al pensar en ello. Al principio, me había sentido muy débil para protestar; pero, cuando al día siguiente recorrí los diarios y vi mi nombre bajo las fotos de los combates en el Garden, le di la razón. Mientras menos supiera su hermano, o cualquier otro, de mí, mejor era.

Buscamos en el periódico algo que se refiriese a Spit y al Cobrador. No hallamos nada. Nos miramos, perplejos, pero no nos atrevimos a hablar hasta muy entrada la tarde, cuando Ben salió en busca de algo para comer.

—¿Crees que los habrán encontrado ya? —le pregunté.

Movió la cabeza, con aspecto preocupado.

—No lo sé —me respondió—. Me enteraré esta noche, cuando vuelva allá.

—Pero ¿vas a regresar? —la pregunté, sorprendido.

—Debo hacerlo —se apresuró a contestar—. Si no me presentase, Maxie sospecharía algo y vendría a buscarme aquí. Es el único modo que tenemos de permanecer a salvo.

Yo había tratado de incorporarme y sentarme en el estrecho camastro, pero estaba demasiado débil y tuve que dejar caer de nuevo la cabeza en la almohada.

—Tendré que irme de aquí —murmuré—. No quiero causarte más molestias.

Me miró, curiosa.

—¿Adónde irás?

—No lo sé —le contesté—. Encontraré algún sitio. No puedo quedarme aquí. Un día u otro averiguarán la verdad y tú serás la que pague las consecuencias.

Se inclinó sobre mí y me acarició los cabellos con sus dedos.

—Te quedarás aquí, Danny —dijo, quedo—. Te quedarás aquí y trabajarás con Ben. Necesita ayuda, no puede llevar solo este puesto.

—Pero ¿y si alguien me reconoce? —le pregunté.

—Nadie te reconocerá —dijo con firmeza—. Coney Island es muy grande. Aquí vienen, durante el verano, más de un millón y medio de personas, y la gente es el mejor escondite que uno puede elegir. Jamás se imaginarán que te encuentras aquí.

La miré de hito en hito. Me pareció muy razonable lo que había dicho.

—Pero ¿y tú? —le pregunté—. Querrá saber en dónde estuviste anoche. ¿Qué le dirás?

—Nada —dijo llanamente—. A la servidumbre se le permite un día libre. Si me pregunta qué he estado haciendo, le diré que he ido a ver a mi hermano. Sabe que lo hago cada semana.

Era mi turno de ser curioso.

—¿Sabe tu hermano que estás con Maxie?

Asintió con un movimiento de cabeza y, molesta, apartó sus ojos de mí.

—Cree que soy la secretaria particular de Maxie. Piensa que antes trabajé como modelo. —Volvió hacia mí sus ojos implorantes—. Solo nos tenemos el uno al otro. Después de su accidente, hace ya cinco años, al ver que había perdido la pierna y el brazo, quiso morir. Pensó que se vería imposibilitado para trabajar y que sería siempre una carga para mí. Ocurrió durante el año en que terminé mis estudios superiores. Le dije que no se preocupara, que trabajaría y lo mantendría hasta que se restableciera y pudiera trabajar, como él había hecho conmigo después de la muerte de nuestro padre. Me pondría a buscar trabajo —sonrió con tristeza—. Era una niña entonces. No sabía cuánto dinero necesitaríamos para medicinas y doctores, ni tampoco los bajos sueldos que se pagaban a las mecanógrafas y a otras empleadas de oficinas. Los quince dólares a la semana no cubrían ni siquiera una mínima parte de nuestros gastos. Mi primer empleo fue en una agencia de contratación de artistas. Aprendí pronto, y, cuando algunas semanas después fui a ver al gerente para pedirle un aumento, se rio de mí. No comprendí por qué y le pregunté la causa de su risa.

«—Eres una chica muy lista —me dijo—, pero no me es posible pagarte más.

»—Pero necesito más dinero —le supliqué.

»Se puso a mirarme con detenimiento y a continuación, levantándose de su asiento vino hasta donde yo estaba.

»—Si estás tan necesitada de dinero —me dijo—, puedo proporcionarte un medio rápido y fácil para ganarlo.

»—¿Cómo? —le pregunté—. Haré lo que sea. Necesito dinero.

»—Hay una fiesta esta noche —me dijo—. Algunos amigos vienen a la ciudad y me pidieron que les enviara unas chicas para esta noche. Pagan veinte dólares.

»Me quedé mirándolo, atónita. En aquel momento, yo no sabía qué era lo que esperaban de mí, pero veinte dólares eran mucho dinero, por eso fui a la fiesta. Jamás había visto nada semejante y me disponía a irme, cuando mi jefe vino y me vio apoyada, rígida, en la pared. Me sonrió, comprensivo, y me trajo algo de beber. Me sentí mejor y relajada, por eso, repetí una y otra vez… Después recordé haber ido con él a una habitación.

»Cuando me desperté, a la mañana siguiente, me hallé sola en un cuarto extraño y sentí un dolor tremendo en la cabeza. Salté de la cama, mareada, en busca de mi ropa. Estaba amontonada en una silla y encima de ella vi una nota blanca que decía: “Puedes venir al despacho más tarde de lo usual”. Debajo de la nota encontré un billete de veinte dólares. Ya era una profesional. Me contemplé en el espejo. No se había operado en mi rostro un cambio que pudiera advertir la gente, ni tenía ninguna señal escarlata en mi frente. Nada había cambiado salvo, el hecho de que podía ganarme veinte dólares cada vez que los necesitara. Y en el transcurso del tiempo sentí muchas veces la necesidad de tenerlos.»

Se puso de pie y me lanzó una mirada. Su rostro era inexpresivo y su voz opaca, sin timbre ni emoción.

Así fue como sucedió la cosa. Trabajé y pagué las cuentas del doctor y las medicinas, pero no fue sino hasta que encontré a Maxie Fields en una fiesta y le gusté que conseguí reunir el dinero suficiente para obtener la concesión de este puesto para Ben.

No supe qué decir. Mi boca estaba seca y necesitaba un cigarrillo. Busqué el paquete que tenía cerca del camastro. Adivinó lo que deseaba y nuestras manos se encontraron sobre la cajetilla. Estreché la suya y la mantuve bajo la mía unos instantes. Ella me lanzó una mirada sombría.

Así fue hasta la noche que te quedaste porque yo te lo pedí. Porque no quisiste que Maxie creyera que yo le había fallado, porque no querías que me lastimase. Nunca por amor, siempre por dinero. Nunca para mí. Siempre por dinero. Hasta aquella noche. Entonces, me di cuenta de todo lo que había malbaratado. Pero era demasiado tarde. Había fijado el precio y no podía echarme atrás.

Se desasió de mi mano y tendió hacia mí un cigarrillo. Lo llevé a mis labios y ella me dio fuego.

—¿Tienes que volver con él, Sara? —le pregunté.

—Tengo que volver —me contestó, sonriéndome de manera vaga—. Me parece raro que me llames Sara. Nadie me ha llamado así, desde hace mucho tiempo, fuera de mi hermano Ben.

—Que yo recuerde no tienes otro nombre —le dije.

Su expresión sombría la abandonó.

—Danny —me dijo, y su rostro se iluminó—. Que todo sea así, siempre, entre nosotros. Seamos amigos.

Me apoderé de su mano.

—Somos amigos, Sara —le dije, muy quedo.

En esto, Ben volvió con un tazón de caldo caliente. Tomé unos sorbos y me dormí. Cuando me desperté al cabo de un rato, Sara se había ido y Ben estaba sentado, mirándome.

—¿Se ha marchado? —le pregunté, recorriendo con mis ojos la pequeña habitación.

Asintió.

—Su jefe, el señor Fields, la esperaba esta tarde. La tiene siempre muy ocupada.

—Es un hombre muy importante —convine con él.

Vaciló un momento y aclaró su garganta.

—Mi hermana me ha dicho que estaba usted dispuesto a trabajar conmigo este verano.

Asentí.

—No me es posible pagarle mucho —dijo, casi disculpándose—. No sé todavía cómo nos irán las cosas.

—No se preocupe por el dinero —le contesté—. No me importa lo que me pague… para mí lo importante es cómo podré pagarles lo que han hecho por mí.

De pronto, se puso a sonreír entre dientes y me tendió la mano.

—Nos entenderemos muy bien, Danny —me dijo.

Y así fue. Pasaron dos meses. Sara venía a vernos una vez a la semana y las cosas comenzaron a ir a las mil maravillas. Los negocios no fueron brillantes, pero Ben cubrió los gastos y era feliz con eso. Yo también me sentía satisfecho, pues me había puesto fuera del alcance de Maxie Fields.

Cuando Sara volvió a la semana siguiente me hallaba restablecido. Aunque seguía doliéndome el brazo, podía ir y venir sin molestias. Lo primero que le pregunté en cuanto estuvimos solos fue sobre Spit y el Cobrador. Nada había aparecido en los periódicos en toda aquella semana.

Permanecieron ambos en una clínica particular de algún médico que conocía Maxie Fields. El Cobrador tenía la mandíbula fracturada a causa de mi patada, y a Spit tuvieron que aplicarle nueve puntos de sutura en el costado por el que le había entrado la navaja. Tres centímetros y medio más y la hubiera palmado; la punta del cuchillo habría penetrado en el corazón. En cierto modo me alegré. No hubiese resultado agradable ser acusado de homicidio.

Fields se había puesto furioso. Había jurado que daría conmigo y me ajustaría las cuentas. Aquella misma noche, había «peinado» todo el vecindario en mi busca, y en toda la semana no se le pasó el enfado.

Y después, al pasar el tiempo, me dijo Sara, se fue olvidando de mí. Fields estaba convencido de que me había ido del país con el dinero. Era mejor que lo creyera así.

Muchas veces, me hice el propósito de pedirle a Sara que averiguara algo acerca de mi familia y de Nellie, pero no me atreví. Ni siquiera intenté escribirles porque, durante algún tiempo, Fields había estado vigilándolos, según me contó Sara. Me pregunté si mi padre había comprado la tienda con el dinero y si Mimí estaría trabajando, y cómo se encontraría mi madre, si me echaban de menos y sentían mi ausencia. Por la noche, tendido en mi pequeño camastro, pensaba en ellos. A veces, cuando cerraba los ojos, podía imaginarse que me encontraba nuevamente en casa, que mamá hacía la cena y el olor que despedía la sopa de pollo llenaba la casa. Entonces, aparecía papá y un sentimiento de amargura me invadía. Abría los ojos y todas aquellas imágenes se desvanecían.

Luego, mis pensamientos iban a Nellie. En la noche, se me aparecía su rostro claro, sonriéndome, y sus ojos negros se clavaban en los míos, llenos de amor y de ternura. Me preguntaba si comprendería o adivinaría la razón de mi ausencia, y si recordaría mis palabras:

«Ocurra lo que ocurra, recuerda que te quiero».

Movía su adorable cabeza en la oscuridad y casi podía oír su respuesta:

«Lo recordaré, Danny».

Entonces, cerraba fuertemente los ojos y el sonido de los ronquidos de Ben me ayudaba a dormir. Por la mañana, el sol brillaba cuando me levantaba.

El sol se reflejaba en mis ojos, en ese momento, mientras flotaba boca arriba en el agua. Me sentía agradablemente ingrávido y libre de pesares.

—¡Danny!

Desde la playa llegó a mis oídos una voz familiar.

Tragué una bocanada de agua cuando miré a mi alrededor. Sara estaba en la playa saludándome con la mano. Le devolví el saludo y, sonriendo, fui nadando a grandes brazadas hasta ella.