Día de mudanza. 15 de septiembre de 1936
Los peldaños de madera crujieron, gozosos, bajo nuestros pies cuando subimos la escalera. Era un sonido amistoso como si esos viejos escalones hubiesen dado la bienvenida a numerosas parejas de recién casados como nosotros. Me gustó el ruido.
Las maletas que llevaba eran ligeras y no sentía su peso. De cualquier forma, no pesaban demasiado, pues no era mucho lo que traíamos en cuanto a ropa y otros efectos. Más tarde, cuando encontrara un empleo y ganase algún dinero podríamos pensar en aumentar nuestro modesto guardarropa. Pero de momento, todo el dinero que pudimos reunir fue empleado en amueblar nuestro apartamento.
Nellie se detuvo frente a una puerta, en la cuarta planta, y me miró de soslayo, sonriente. Llevaba una llave en la mano.
Le devolví la sonrisa y le dije:
—Abre, nenita. Es nuestra casa.
Introdujo la llave en la cerradura y le dio una vuelta. La puerta se abrió lentamente, pero ella se quedó en el umbral, con aire de expectación en su semblante. Dejó caer las maletas al suelo. Me incliné y la cogí en mis brazos, ella me enlazó el cuello con los suyos y así pasamos el umbral. Una vez estuvimos dentro, le miré el encendido rostro. Me besó y sus labios eran suaves, trémulos. Me parecía llevar una pluma en mis brazos.
Sin dejarla en el suelo examiné el apartamento. No era muy espacioso. No podía ser muy grande por veinticinco dólares mensuales. Tres habitaciones y un cuarto de baño. Todo pintado de blanco. Un alquiler tan módico excluye toda clase de policromía. Pero era limpio; además, tenía calefacción central, agua caliente y espacio más que suficiente para nosotros.
Suficiente y sobrado para que invirtiéramos en amueblarlo muy cerca de los mil «morlacos»: una cama plegable y algunas sillas para el recibidor; una gran cama de matrimonio y un tocador con espejo para el dormitorio; enseres de cocina, vasos, cacerolas y sartenes. Era una buena suma de dinero, pero era un gasto imprescindible, y era imperativo que lo hiciéramos, aunque dejara casi exhausta nuestra cuenta en el banco. Por lo menos, comenzaríamos nuestra vida libres del asedio de los cobradores de plazos.
La dejé en el suelo.
—Trae las maletas al dormitorio —me dijo Nellie.
—Sí, señora —le respondí burlón.
Cogí las maletas y la seguí hasta el dormitorio. Allí las tiré sobre la cama; cayeron blandamente sobre el somier.
—¡Danny! ¡Quita estas sucias maletas de la cama! —exclamó airada—. Esto no es un hotel, ¡es nuestra casa!
Me eché a reír y la contemplé, enternecido. ¡Dad a una mujer un rincón donde cobijarse, y tomará posesión de él, como una castellana de su castillo! Pero tenía razón. Puse las maletas en el suelo y me senté en la cama.
—Ven aquí —le dije, probando con mi cuerpo la elasticidad del somier.
Me miró, recelosa.
—¿Para qué? —me preguntó.
—Quiero enseñarte algo —le dije, y continué mis movimientos de bote y rebote.
Avanzó vacilante un paso y se detuvo. Yo alargué rápido el brazo, la sujeté de una mano y la atraje hacia mí con tanta violencia que caí de espaldas sobre la cama y ella sobre mí.
—¡Danny! ¿Te has vuelto loco?
No podía contener la risa.
La besé. Apartó su rostro del mío, sin dejar de reír.
—¡Danny! —protestó.
Presioné el somier con mi mano una y otra vez.
—Escucha —le dije—, no cruje. El vendedor me lo garantizó.
—¡Danny Fisher! ¡Estás loco!
Sus dientes brillaban muy blancos cuando sonreía.
—Loco por ti —exclamé, atrayéndola hacia mí de nuevo.
Cubrí de besos su garganta. Su piel era suave, como el satinado de un vestido en algún escaparate de la Quinta Avenida.
—Te quiero, nena.
Me miró con ojos luminosos. Había una expresión en su rostro que me trastornaba hasta lo más profundo de mis entrañas. Lo conseguía siempre con solo mirarme.
—Danny, ¡jamás te arrepentirás! —me dijo, anhelante.
—¿Arrepentirme, de qué?
—De haberte casado conmigo —me dijo, muy seria—. Seré una buena esposa para ti.
Cogí su cabeza entre mis manos.
—Nena, tampoco a ti te pesará haberte casado conmigo.
Pude notar sus lágrimas entre mis dedos.
—Danny —me dijo, llorando a todo trapo—. Jamás, jamás me pesará.

El timbre de la puerta sonó cuando apenas había terminado de colgar las cortinas.
—Iré yo —dije, dirigiéndome a la puerta y abriéndola.
La madre de Nellie y un sacerdote estaban allí. La señora Petito llevaba en la mano una pequeña bolsa de la compra. Me sonrió y me dijo:
—Hola, Danny.
—Hola, mamma Petito —le respondí—. Entre.
Vaciló un momento, mostrando cierto embarazo.
—He traído al padre Brennan conmigo.
Me volví hacia el sacerdote y le tendí mi mano.
—Por favor, entre —le dije enseguida.
El sacerdote estrechó mi mano y este acto de elemental cortesía pareció producir un profundo alivio a mi suegra. El apretón del cura fue franco y cordial.
—Hola —me dijo con voz afable, profesional—. Me alegro mucho de conocerte.
La voz de Nellie nos llegó desde la habitación.
—¿Quién es, Danny?
—Tu madre y el padre Brennan están aquí —grité, volviéndome hacia ella.
Apareció, rápida, y se quedó un instante en el umbral de la puerta, con su rostro ligeramente encendido. Acto seguido, se abalanzó a su madre y la besó en ambas mejillas, tras lo cual se volvió al sacerdote y le tendió la mano.
—Me complace que haya venido, padre —le dijo.
Este apartó su mano a un lado con un ademán lleno de cordialidad.
—Vamos, hija mía —dijo sonriendo—, déjate de reverencias y déjame que te salude como corresponde a un viejo amigo.
Posó ambas manos en sus hombros y le estampó un beso sonoro en la mejilla.
La señora Petito me miró, un tanto recelosa y cohibida y puso en el suelo la bolsa.
—Traigo unas cosillas para la casa —anunció.
Nellie abrió presurosa la bolsa y miró lo que contenía. Habló, excitada, en italiano y su madre le contestó en la misma lengua. Entonces, Nellie se volvió hacia mí y me explicó:
—Mamá ha traído algo de comida a casa para que no nos muramos de hambre.
Me volví hacia la señora Petito. Las personas podrán ser diferentes, pero sus inquietudes fundamentales son siempre las mismas. Recuerdo que cuando nos trasladamos a nuestra casa de Brooklyn, mi madre llevó un poco de sal y una barra de pan con idéntico propósito.
—Gracias, mamma —dije, agradecido.
Me acarició la mejilla con su mano.
—De nada, hijo mío —dijo—. Ojalá hubiésemos podido hacer más.
Nellie nos miró.
—¿Quieres tomar un poco de café? —preguntó—. Anda, Danny, ve a buscar café y celebraremos la ocasión.
Mamma Petito sacudió su cabeza.
—Tengo que volver a casa y preparar la comida. Aquí el padre Brennan vino para felicitar a Nellie.
Esta se volvió hacia el cura y le sonrió.
—Gracias, padre. No sabe usted lo contenta que estoy de que haya venido. Tenía miedo de que usted…
El sacerdote la interrumpió.
—No, Nellie, no había por qué. Aunque, por supuesto, estoy un poco decepcionado porque no me dejaste que os casara, pero esto es lo mejor que puedo hacer.
El rostro de Nellie reflejó una gran perplejidad.
—Creí que a causa de él no podíamos casarnos por la Iglesia.
El sacerdote se volvió hacia mí, sonriendo afable.
—¿Te opondrías, hijo mío, a contraer matrimonio en el seno de la verdadera Iglesia? —me preguntó.
Nellie contestó antes que pudiera hacerlo yo.
—Su pregunta no es justa, padre. Ninguno de los dos hablamos de esto antes.
La miró de hito en hito. La sonrisa había desaparecido de su rostro.
—Debes comprender, hija mía, que aunque tu matrimonio no es reconocido por la Iglesia, esta no lo sanciona.
Nellie palideció.
—Lo sé, padre —contestó con voz queda.
—¿Has pensado en tus hijos? —prosiguió el sacerdote—. ¿Los privarás de aquellos beneficios religiosos que pudieran recibir?
Esta vez fui yo el que le contestó:
—Si no lo entiendo mal, padre, la Iglesia no rechazará a aquellos niños cuyos padres sean de distinta fe, ¿no es así?
Me miró con fijeza.
—¿Quieres decir que no te opones a que tus hijos se eduquen en el seno de nuestra Santa Iglesia?
—Quiero decir, padre —dije llanamente—, que dejaré a mis hijos la libertad de escoger aquel credo que más les satisfaga. Su fe, o la falta de ella, será asunto de su propia elección; y, hasta el momento en que tengan edad para decidir por sí mismos, no me opongo a que vayan a la iglesia con su madre.
Nellie se aproximó a mí y me cogió la mano.
—Creo que es demasiado pronto para hablar de estas cosas. Al fin y al cabo, solo hace unos días que nos casamos.
El sacerdote nos miró a los dos.
—Como católica, Nellie, conoces muy bien tus responsabilidades. Por lo tanto, estas cosas deben decidirse de antemano, y así se evitan muchos infortunios.
Nellie palideció intensamente. Habló con los labios contraídos.
—Le agradezco su interés y su visita, padre. Esté seguro de que haremos lo que consideremos mejor para nosotros. Y si otra vez se encuentra en el barrio y quiere visitarnos, será usted libre de hacerlo.
La hubiera besado por su actitud. Del modo más gentil, le había dicho que se fuera con la música a otra parte.
Como es lógico, este se dio cuenta, pero no acusó el golpe.
—La vida de un sacerdote —se limitó a decir con un suspiro— está erizada de dificultades. Al fin y al cabo, no es más que un ser humano y como tal debe orar para que el Señor guíe sus pasos y dirija sus acciones. Oraré, hija mía, para que mi visita produzca los más saludables frutos.
—Le agradecemos sus oraciones, padre —contestó mi mujer, muy educada, con su mano todavía en la mía.
Acompañé al padre Brennan hasta la puerta. Allí me tendió la mano.
—Me alegro de haberte conocido, hijo mío —me dijo.
Pero no había mucho entusiasmo en su voz. Estoy seguro de que me creía hijo del diablo por la forma que tuvo de estrechar mi mano en ese momento.
Cerré la puerta tras él y oí que Nellie le hablaba, en italiano y con tono desapacible, a su madre. Esta, al parecer, se defendía y protestaba, y pronto el llanto surcó sus mejillas. Me quedé mirándolas mientras la discusión crecía, sin saber qué hacer, pues no entendía una palabra de lo que decían. Y, de repente, tan rápido como había comenzado todo, se acabó, y la madre, estrechando a su hija en sus brazos, la besó apasionadamente.
Nellie se volvió hacia mí con una expresión contrita.
—Mi madre está arrepentida de haber traído aquí al padre Brennan. Lo hizo con la mejor intención, y espera que no te sientas molesto. Miré a mi suegra durante unos instantes; después, sonreí.
—De ningún modo, mamma Petito —dije, sonriendo—. No tiene por qué disculparse. Yo sé muy bien que lo hizo con la mejor intención del mundo.
Sus brazos me rodearon y me besó en la cara.
—Eres un gran muchacho, Danny —dijo lloriqueando—. Todo lo que te pido es que seas bueno con mi Nellie.
—Lo seré, mamma —le prometí, mirando a Nellie con ternura—. De eso puede estar segura.

Cuando mi suegra se marchó, acabamos el arreglo de nuestro piso. Era el principio de la tarde. Me senté en el recibidor y encendí la radio. Una música suave invadió la habitación. Era una música levemente estimulante, como hecha para comenzar un nuevo día: Serenata al amanecer, de Frankie Carle.
Nellie entró en ese momento y se sentó a mi lado.
—¿Qué quieres para comer? —me preguntó con mucha seriedad.
—¿Cómo? ¿También sabes cocinar? —le pregunté con aire malicioso. Me lanzó una mirada de reproche.
—No seas tonto, Danny —se apresuró a decir—. ¿Qué quieres que te prepare?
—¿Para qué meterte en la cocina? —le dije—. Saldremos a comer fuera y celebraremos el día.
—Ni hablar —dijo, moviendo la cabeza—. Es demasiado caro. No podemos derrochar el dinero mientras no consigas un empleo fijo. Después, podremos comer fuera de casa cuanto gustes.
La miré con un nuevo respeto. Este había ido creciendo en mí durante todo el día al ver que ella era mucho mayor de lo que yo había creído. Me levanté y apagué la radio.
—Haz lo que se te antoje, y dame una sorpresa —dije—. Mientras tanto, iré a dar una vuelta por las agencias a ver si se ha presentado algo que me convenga.
La intensa luz del sol me deslumbró unos instantes cuando salí del vestíbulo y me paré delante de la casa durante un momento. De allí, me dirigí a la estación del metro. De repente una sombra se proyectó sobre mi camino; sin levantar la vista, quise soslayarla y una mano vino a posarse en mi hombro. La voz que acompañó al ademán me era familiar.
—Ahora que has vuelto y te has asentado en la ciudad, Danny, el jefe es de opinión que le debes una visita.
No tenía más que alzar la vista para saber quién era el que así me hablaba. Lo había estado esperando desde el momento en que llegué. Sabía que jamás se olvidarían de mí.
Spit estaba frente a mí. En sus labios asomaba una sonrisa pero no en sus ojos. Vestía con cierta elegancia un traje oscuro de muy buen corte, y una camisa, inmaculada. Iba tan bien vestido que, por un momento, dudé que fuese él.
—Tengo ahora mucha prisa —dije, tratando de eludirlo.
Con una mano me aferró brutalmente el brazo mientras se llevaba la otra a un bolsillo de la chaqueta. Pude distinguir el bulto del revólver.
—Yo no creo que tengas tanta prisa, Danny, ¿verdad que no? —exclamó.
—Negué con la cabeza.
—No. Tienes razón. No tengo prisa —añadí.
Me señaló el borde de la acera. En él, se hallaba estacionado un automóvil con el motor en marcha.
—Sube —me dijo, tajante.
Abrí la portezuela y fui a sentarme en el asiento de atrás. En él se hallaba el Cobrador.
—Hola, Danny —me dijo, quedamente, y me dio un tremendo puñetazo en la boca del estómago.
Sentí un dolor punzante que me hizo doblar el cuerpo y caer al suelo del coche. La portezuela se cerró rápidamente y el coche se puso en marcha.
La voz de Spit me llegó confusa a los oídos.
—No le pegues más. El jefe se enfadará.
La voz del Cobrador era agria.
—Era lo menos que podía hacerle a este hijo de perra.
Spit me cogió por el cuello de la camisa y me hizo sentar a su lado.
—No digas nada al jefe de esto; si no, la próxima vez que te pesquemos, lo pasarás muy mal.
Asentí con un gesto y reprimí las náuseas que me subían a la garganta. Transcurrieron unos minutos antes de que me repusiera lo suficiente para pensar en lo que me había dicho Spit: «La próxima vez que te pesquemos…». Esto quería decir, por una razón que yo ignoraba, que saldría de ese aprieto. Me preguntaba qué era lo que había ocurrido. Sabía que Maxie Fields no era de los tipos que olvidaban con facilidad.
El automóvil se detuvo frente a su establecimiento. Spit fue el primero en apearse del coche, siguiéndole yo y, detrás de mí, el Cobrador. Penetramos juntos en el estrecho vestíbulo, al lado del establecimiento y subimos por la escalera hasta llegar a la puerta del apartamento de Fields. Spit dio con los nudillos en la puerta.
—¿Quién está ahí? —oí que decía la voz de Fields.
—Soy yo, jefe —se apresuró Spit a contestar—. Tengo a Danny Fisher.
—Hazlo pasar —vociferó Fields.
Spit abrió la puerta y de un empujón me hizo entrar.
Todavía tenía el estómago dolorido, pero comenzaba a sentirme mejor. Por lo menos podía enderezar el cuerpo.
Maxie Fields estaba de pie detrás de su mesa, como un enorme Gargantúa. Fijó sus ojos llameantes en mí.
—Veo que no pudiste estar alejado mucho tiempo —exclamó, y rodeó la mesa para acercarse a mí.
No contesté. Toda mi atención estaba centrada en su persona. No le tenía miedo esta vez. Spit, sin quererlo, me había informado. Vi venir hacia mi cara la mano abierta de Maxie e, instintivamente, me agaché para esquivar el golpe.
Una aguda punzada en un costado me forzó a enderezarme. Spit, detrás de mí, me había golpeado duramente con el extremo del mango de su cuchillo. Esta vez la mano pesada de Maxie percutió con extrema violencia en mi mejilla. Me tambaleé, pero no dije una palabra. Intuí que hablando no iba a conseguir nada bueno y que lo mejor que podía hacer era callarme.
Fields me sonrió entre dientes, cruelmente.
—No eres tú el único que no pudo resistir a la tentación de volver.
Se volvió y gritó en dirección a la habitación contigua:
—Ronnie, tráeme algo de beber. Un viejo amigo vuestro ha venido a visitarnos.
Me volví hacia la otra puerta con un zumbido en los oídos. Sara se encontraba allí. Llevaba un vaso en la mano y fijaba en mí la mirada de sus ojos atónitos. Por un instante, nuestras miradas se cruzaron; pero, acto seguido, bajó los ojos y cruzó la habitación hacia Fields. Silenciosa, le tendió el vaso.
Él la contempló sonriendo con perversidad.
—¿No vas a saludar a tu viejo amigo?
Ella se volvió hacia mí. Sus ojos aparecían apagados y vacíos.
—Hola, Danny.
—Hola, Sara —le contesté.
Fields me miró, con el vaso en la mano.
—Como en los viejos tiempos, ¿eh, muchacho?
De un sorbo vació casi por entero el contenido del vaso.
—Nada ha cambiado, ¿verdad?
Contemplé el rostro de Sara. Impasible, hermético: no había en él expresión alguna.
—En efecto —dije yo—, nada ha cambiado.
—Ronnie no podía estar mucho tiempo alejada de su amor. Y volvió por sí sola, ¿verdad? —exclamó, dirigiéndose a ella.
Creí ver en los ojos de Sara un centelleo de odio, pero fue tan fugaz que apenas pude discernirlo.
—Sí, Max —contestó con una voz sin matiz, de autómata.
Fields la atrajo hacia sí.
—Ronnie no puede vivir sin su Max, ¿verdad? Esta vez pude percibir que sus labios temblaban.
—No, Max.
De un fuerte empellón la apartó de su lado.
—Vuelve a la otra habitación —rugió.
Sin mirarme, se encaminó a la puerta, se detuvo un breve instante en el umbral y, a continuación entró en el otro cuarto sin mirar hacia atrás.
Fields se volvió hacia mí.
—No hay quien se escape de Maxie Fields —exclamó, ufano.
Lo miré. No tenía que decirme eso: estaba convencido de ello. Me pregunté qué había hecho para obligarla a volver. Y también qué había sido de Ben.
Fue a sentarse a su mesa. Se dejó caer pesadamente en su sillón, mirándome con sus ojillos anegados en grasa.
—Recuérdalo, Danny. Nadie se escapa de Maxie Fields.
—Lo recordaré.
Respiraba pesadamente. Después de un momento llevó el vaso a sus labios y apuró el resto del líquido.
—Está bien —dijo, volviendo a colocar el vaso encima de la mesa—. Ahora puedes irte.
Me quedé paralizado. No me atrevía a moverme, receloso de alguna celada imprevisible. Había sido demasiado fácil. Con Maxie Fields sobre todo.
—¡Ya me has oído! —rugió, poseído de súbita cólera—. Vete y que no vuelva a verte en mi camino. La próxima vez quizá no tengas tanta suerte; puede que no esté tan bien dispuesto.
Seguía extático, sin moverme. Tenía miedo de volverme.
El teléfono de su mesa se puso a sonar, y lo descolgó al instante.
—Sí, sí, soy yo —vociferó.
Hubo un estallido de voz en el auricular y un cambio súbito en la cara de Fields.
—Hola, Sam —exclamó cordialmente.
La voz comenzó a rugir de nuevo y él cubrió con la mano la bocina.
—Spit, échalo de aquí si no quiere irse por su pie —dijo casi cordialmente.
No necesité otra invitación. Salí apresuradamente. Tuve que hallarme de nuevo en aquellas sucias calles que me eran tan familiares para comenzar a darme cuenta de lo que había ocurrido. Aunque todavía no entendía por qué había dejado que me fuera con tanta facilidad… Debía de haber alguna razón. A menos que Sara hubiese hecho un trato con él. Por eso no me había mirado ni dicho nada. Eso debía de ser. No encontraba otra explicación.
Consulté mi reloj. Solo eran las dos y cuarto. Me quedaba tiempo para trasladarme al centro y visitar las agencias de colocaciones. No quería volver a casa demasiado temprano y explicarle a Nellie lo ocurrido. Lo único que haría sería preocuparla.
Visité cuatro agencias pero no había nada. En todas ellas me dijeron que volviera al día siguiente. A las cuatro me encaminé al metro para trasladarme a la parte baja de la ciudad, diciéndome que si quería encontrar trabajo debería levantarme temprano al día siguiente. Al parecer no había muchos en perspectiva.
Había hecho un pollo alla cacciatore y spaghetti, y lo regamos con el Chianti que había traído su madre. La comida fue deliciosa, pero tuve que hacer un gran esfuerzo para ingerirla, pues tenía el estómago muy dolorido. Con todo, tragué lo bastante para quedar bien.
—¿Quieres que te ayude a fregar los platos? —le propuse.
Hizo un ademán negativo.
—Vete a la sala y enciende la radio —me dijo—. Estaré contigo en un santiamén.
Fui a sentarme en el butacón al lado de la radio y la encendí. La voz del «Rey del Pescado» resonó jocunda en el pequeño gabinete. Durante unos minutos me deleité escuchando los esfuerzos de Andy para encontrar un trabajo a su amigo.
Esta era, al parecer, la máxima preocupación del momento: encontrar trabajo. ¡Mi máxima preocupación! ¡Qué alivio si lo encontrara! Podríamos economizar algunos dólares y cuando las cosas fueran un poco mejor y pudiese hacer algo de dinero, podríamos con el tiempo comprarnos una casita. Fuera de Brooklyn, quizá, en mi antiguo barrio. Me gustaba. Las calles eran limpias y el aire fresco. Bien distinto a ese barrio en el que ahora vivíamos, calle Cuatro Este esquina a la Primera Avenida. Aunque era lo mejor del vecindario. La casa estaba limpia. Un edificio de cuatro plantas para una docena de familias, y no tenía el aspecto destartalado de otras casas del barrio. Para comenzar, no estaba del todo mal.
Oí entrar a Nellie y la miré.
—¿Ya has terminado? —pregunté.
—Te dije que era cosa de pocos minutos —me contestó muy ufana.
La hice sentar sobre mí. Dejó descansar su cabeza en mi hombro y me miró a los ojos. Permanecimos así unos minutos. Me sentía enteramente feliz y satisfecho.
—¿En qué piensas, Danny?
—En la suerte que tengo —le contesté, risueño—. Tengo todo lo que ambicioné en la vida.
—¿Todo, Danny?
—Bueno. Casi todo —contesté, mirándola a los ojos—. ¿Qué más quiero? Tengo mi chica y mi propio hogar. Todo lo que necesito ahora es un empleo, y, entonces, todo será perfecto.
Había una expresión grave en sus ojos.
—Lo que quería preguntarte era cómo iban las cosas. ¿Tienes algo en perspectiva?
Hice con la cabeza un movimiento negativo.
—Todavía nada, nena —dije ligeramente—. Al fin y al cabo, salí ya tarde y estuve en muy pocos sitios. Los empleos hay que buscarlos por la mañana, bien temprano.
Un aire de preocupación nubló su rostro.
—Los periódicos dicen que el desempleo alcanza un índice muy alto.
—Pero fíjate cómo son los periódicos —le dije, sonriendo—. Solo buscan una buena cabecera.
—Pero hay muchas familias en paro. Eso significa algo.
—Ya lo creo que sí —exclamé con un tonillo de sarcasmo—, que hay mucha gente que no tiene ganas de trabajar. Se puede conseguir trabajo si uno se empeña en buscarlo. Yo quiero un empleo y lo tendré.
—Pero, Danny, no todos son así.
—Escucha, Nellie. Solo los vagos recurren al subsidio de desempleo. Nosotros no tendremos nunca necesidad de él.
Se quedó callada durante un buen rato y finalmente se volvió hacia mí.
—Pero ¿y si tardas algún tiempo en encontrar un empleo?
—Nos arreglaremos —dije, muy risueño—. Por ahora, no tenemos que preocuparnos. Tú ya tienes tu trabajo.
—Pero ¿qué pasará si no puedo trabajar, si tengo que dejarlo? —Se sonrojó ligeramente y miró hacia otro lado.
—¿Y si quedo embarazada?
—No tienes necesariamente que estarlo —afirmé, categórico—. Hay más de un modo de impedirlo.
Se le fueron de pronto los colores de la cara y una densa palidez cubrió sus facciones.
—Los católicos no creemos en esas cosas. Eso va en contra de la religión. Es un pecado —exclamó, bajando la mirada hasta el suelo.
—Entonces, ¿qué hacéis? ¿Vais por el mundo constantemente preñadas?
—Hay algunos períodos de tiempo en que no existe peligro —murmuró, sin alzar los ojos.
Comencé a sentirme turbado, y muy molesto. Había muchas cosas por aprender.
—Pero ¿y si eso sucede en otros momentos? —pregunté curioso. Siguió evitando mi mirada.
—No puede ser. No debe dejarse que ocurra entonces.
—¡Eso es una tontería! —exclamé, vehemente—. Haremos lo que todo el mundo.
El sonido de unos sollozos llegó a mis oídos.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Por qué lloras? ¿He dicho algo malo?
—No puedo hacerlo, Danny —se lamentó, llorosa—. No puedo. Ya he hecho bastantes cosas malas, como esa que nunca debí consentir.
La estreché contra mí. Su cuerpo estaba rígido, atenazado por un temor que no acertaba a comprender. Aunque se las había tenido con el sacerdote, estaba seguro de que la visita de este había dado sus frutos.
—Está bien, Nelly, está bien —intenté tranquilizarla—. Haremos lo que tú digas.
Sus lágrimas cedieron el paso a una radiante sonrisa.
—Danny —exclamó, cubriéndome de besos la cara—. ¡Eres tan bueno conmigo! ¡Te quiero!
—También yo a ti, nena —le dije, con una sonrisa—, pero ¿no corremos ahora peligro?