cuatro

El viejo y traqueteado reloj despertador del estante señalaba las once cuando Ben apartó los ojos de sus cuentas. La luz de la bombilla solitaria que colgaba del techo ponía sombras oscuras en su rostro. Empujó el puñado de monedas que quedaba todavía encima de la mesa hacia su hermana.

—Aquí, Sara —le dijo con voz fatigada—, cuenta el resto. Estoy muerto.

Sara se puso a contar las monedas de plata. Al cabo de un rato se volvió hacia mí.

—¡Vaya una semana! —dijo exhausta—. Jamás me sentí tan fatigada un domingo por la noche. Esos muchachos, son incansables y acaban con una.

—¡Os lo dije! —exclamé, sonriendo—. Seguro que hemos recaudado más de ochocientos dólares desde que comenzamos, el jueves por la mañana. Cuando haya pasado la semana, habremos liquidado por lo menos dos mil doscientos. O sea, un beneficio líquido de cuatrocientos pavos.

Movió la cabeza, asintiendo, con una leve sonrisa.

—Tenías razón, muchacho —reconoció—. Tu idea ha sido estupenda. Sara terminó de envolver las monedas en unos cuantos cartuchos de papel. Se levantó.

—Jamás he visto en mi vida tanta moneda pequeña junta —comentó. Ben la miró con ternura. Ella respondió a su mirada con una sonrisa afectuosa, y, entonces, su hermano se volvió hacia mí.

—No sabes lo mucho que te agradecemos esto mi hermana y yo. Y como no todo tiene que ser palabras, a partir de ahora un veinticinco por ciento de la recaudación que hagan los muchachos será para ti.

Los miré, estupefacto. Sentí una contracción en la garganta. Jamás me habría figurado algo así. La emoción me anudó la lengua.

—¿Qué te pasa, Danny? —me preguntó, ansioso, Ben—. ¿No te parece bastante?

Finalmente, conseguí sobreponerme; moví la cabeza y sonreí.

—No esperaba esto, Ben. No sé cómo darte las gracias.

—No me lo agradezcas, Danny —me dijo—. Agradéceselo a Sara. Ella consideró que era justo que tuvieras una participación, puesto que si no hubiera sido por ti, no tendríamos nada que repartir.

Sara me sonreía tiernamente desde la penumbra en que se hallaba, al otro lado de la mesa.

—Es solo lo justo —exclamó.

Se encontraron nuestras miradas. No despegué los labios. Hay cosas que no se pueden decir, sentimientos que no se pueden expresar con palabras. Le debía mucho a esa mujer. Si no hubiese sido por ella, tal vez no viviría ya.

La voz de Ben interrumpió mis pensamientos.

—¡Con qué gusto tomaría un baño bien caliente! ¡Y con qué gusto también me echaría en una cama de verdad, y no en este viejo y desvencijado camastro!

Sara lo miró.

—¿Por qué no venís los dos al hotel conmigo? Ahora podemos permitirnos ese lujo. Allí podréis conseguir una habitación con baño y pasar cómodamente la noche.

—En todo el día no he oído nada mejor —dijo entusiasmado Ben. Se dirigió a mí—: ¿Qué te parece, muchacho?

Meneé la cabeza. El hotel Media Luna era un lugar demasiado elegante. Allí se alojaba lo mejor de la ciudad. Era preferible que permaneciese en la barraca.

—No, Ben —le dije, rápido—. Tú ve con Sara. Uno de nosotros es mejor que esté aquí para echar una ojeada a las cosas.

Me dirigió una mirada incrédula. Luego se volvió a su hermana.

—¿Tú qué piensas? —preguntó.

Sara me observó, yo le hice un leve ademán con la cabeza y entonces exclamó:

—Creo que Danny tiene razón. Ven conmigo, Ben. Danny vigilará el puesto.

La puerta se cerró, y yo me eché en el camastro y estiré las piernas. Encendí un cigarrillo y seguidamente apagué el interruptor. El resplandor de mi cigarrillo fue la única luz en el cuarto.

Estaba rendido. El cansancio aplomaba todo mi cuerpo, de los pies a la cabeza. Me habría gustado ir con ellos. La perspectiva del baño caliente me llenaba de nostalgia. Pero no podía correr riesgo alguno. Si Sara tenía la costumbre de alojarse en aquel hotel, alguien que la conociese y me conociese a mí podría presentarse inopinadamente. Por lo menos allí me encontraba a cubierto.

Aplasté la colilla contra el suelo, junto a mi camastro, y poniendo mis manos detrás de la nuca, sondeé las tinieblas. Oía el rumor de pasos por el paseo marítimo, encima del puesto. Siempre había gente que iba y venía por él. Era un rumor monótono, sordo y uno acababa por ajustar a él los latidos del corazón.

¡Qué extraño era todo! Incluso en ese momento me parecía increíble, pero el hecho era que hacía dos meses que estaba ausente de casa. Me pregunté si mi familia se acordaría de mí. Por supuesto, mamá se acordaría, pero no estaba tan seguro del resto. En cuanto a mi padre, era lo suficientemente terco para recordar siquiera que tenía un hijo.

Metí mi cara entre los brazos y cerré los ojos. El ahogado rumor de las pisadas por el paseo marítimo recorrió mi cuerpo y aflojó mi tensión. Me adormecí.

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Oí el toque de unos nudillos en la puerta. Me enderecé de un salto y encendí la bombilla. El reloj marcaba la una de la madrugada. Volví a oír la llamada y salté del camastro al suelo, frotándome los ojos adormilados mientras me dirigía a la puerta. No había sido mi propósito quedarme dormido. Había querido descansar un rato para salir luego a comer un bocadillo.

—¿Quién es? —pregunté.

—Soy yo, Sara —me llegó la respuesta.

Abrí la puerta y mis ojos se fijaron en ella.

—¿Cómo es que has vuelto? —le pregunté, sorprendido.

Nimbado por la iluminación del paseo, su rostro me parecía despierto.

Me aparté de la puerta para dejarla pasar.

—Me tendí un rato con la idea de salir después para comer algo.

Entró en el bungaló y cerré la puerta tras ella.

—¿Tomó Ben su baño caliente? —pregunté.

Hizo un gesto afirmativo.

—Y después se fue a dormir. Es muy feliz… como jamás lo había sido desde el accidente.

—Me alegro mucho —respondí, volviendo a mi camastro y sentándome en él.

Acercó un taburete y se sentó frente a mí.

—¿Tienes un cigarrillo? —me preguntó.

Busqué un paquete en mi bolsillo y se lo tendí. Lo cogió y sacó uno.

—¿Fuego? —pidió.

Me levanté y le encendí el cigarrillo, después volví a sentarme. Fumó en silencio; mientras, yo la observaba. Después me habló de nuevo.

—¿Qué edad tienes, Danny?

—Dieciocho años —le respondí, alargándolo un poco.

Volvió a encerrarse en el mutismo y sus ojos azules me escrutaron, pensativos. Su cigarrillo le quemó los dedos y se apresuró a aplastar la colilla en un cenicero, al alcance de su mano, sobre una mesilla.

—Tengo que volver allá mañana por la mañana —me dijo con lentitud.

Hice un gesto de asentimiento.

—Ya lo sé.

Sara frunció sus labios.

—Siento tener que volver, pero habrá regresado.

La contemplé en silencio.

Se puso de pie, y la brusquedad de su movimiento me sobresaltó.

—¡Lo odio, lo odio! —dijo con amargura—. ¡Maldigo la hora en que le conocí!

—También yo —exclamé irónicamente, para aflojar la tensión.

Observé su rostro espantado.

—¿Qué sabes tú sobre él? —exclamó con voz enronquecida—. ¿Qué puedes saber sobre él? ¿Te ha hecho acaso lo que a mí? Imposible. Eres un hombre, no una mujer. Todo lo que puede hacer es lastimarte o matarte. Pero no puede hacerte lo que me ha hecho a mí.

El ahogado rumor de sus sollozos llenó el estrecho espacio del bungaló. Me levanté y fui hasta ella, la abracé e hice que apoyara su cabeza en mi pecho. Mi contacto trajo un paroxismo de lágrimas.

—¡Lo que ha hecho conmigo, Danny! —lloró, su voz ahogada contra mi camisa—. Nadie podría imaginarlo, y yo jamás podría expresarlo. Hay en él una maldad, una perversidad increíble. ¡Me aterra la idea de volver allí con él, temo lo que hará conmigo!

Apoyé mis manos en sus hombros temblorosos.

—Entonces no vuelvas, Sara —le dije suave—. Ben gana ahora lo suficiente. No tienes por qué volver.

Fijó en los míos sus ojos angustiados.

—Tengo que ir, Danny —murmuró—. Debo hacerlo. Si no voy, vendrá a buscarme. No puedo dejar que lo haga; entonces, Ben sabría la verdad.

Nada podía contestar a esto. Volvió a llorar. Le acaricié los sedosos cabellos, y posé en ellos mis labios.

—Algún día, Sara —le dije en voz baja—, podrás dejar de ir allí.

Volvió hacia mí súbitamente su rostro y sus labios buscaron los míos, y prendieron en ellos con frenética desesperación. Había cerrado sus ojos y la última lágrima pendía de la orla de sus pestañas. Contuve la respiración un momento. Cuántos errores cometía uno. Sin embargo, también era mucho lo que le debía, y jamás podría pagarle mi deuda. Con mi dedo meñique le restregué la última lágrima derramada por sus ojos.

Abrió levemente la boca y nuestros alientos se confundieron. Aspiré el perfume que se desprendía de toda su persona. Volvió la cara ligeramente, sus ojos cerrados aún, y un grito escapó de sus labios.

—¡Danny!

Junté mis labios con los suyos más estrechamente y el deseo comenzó a apoderarse de mí. Pareció llegar en oleadas ardientes, palpitantes, que rodearon todo mi cuerpo como las ondas en la superficie del agua cuando una piedra es arrojada dentro. Sus senos eran firmes, y sentí en mis piernas el contacto de las suyas, tensas, elásticas.

—¡Danny!

Su voz sonaba feliz en mis oídos.

—Danny. ¡Apenas puedo tenerme de pie!

Nos dirigimos, estrechamente abrazados, al camastro. Me arrodillé junto a ella, cuando se desembarazaba de su ropa, y posé mis labios en su cuerpo. Caímos juntos y lo único que había era nuestros cuerpos fundidos y nuestra excitación carnal.

Era ágil, experimentada y hábil. Y no obstante, toda su sabiduría que yo sabía que poseía, hubo algo en ella que me hizo comprenderla. Y por ese entendimiento, yo la amé.

Fue Sara quien compartió mi lecho conmigo esa noche. No fue Ronnie.