XXV. LLUVIA
El cielo está bajo y oscuro. Sopla el Chikinic. Una profunda humedad invade el ambiente. Los laureles, las ceibas, las palmeras y los ramones se sacuden con cada embestida del viento y producen un sonido acuoso, arbóreo, de follaje, de algo que augura cambio, movimiento, transformación. Ramas contra ramas, hojas contra hojas. Hay tensión en la atmósfera. Una gota de agua, pesada, gruesa, redonda cae sobre la tierra. El cielo se quiebra. A una gota le sigue otra. Se multiplican: la tierra seca, ajada y con grietas las absorbe rápidamente levantando apenas un poco de polvo. Caen sobre árboles, helechos y arbustos, y otras más sobre la piedra blanca, dura, calcárea de la península. Caen también sobre el asfalto de la ciudad. Sombrillas. El hombre de los zapatos de hule, con la cabeza desprotegida, camina frente a la catedral, en la plaza grande. La lluvia empieza a cubrir la superficie de la península, no queda un pedazo de terreno al descubierto sin un poco de humedad. El hombre de los zapatos de hule siente el agua sobre el rostro y prosigue su camino con calma, a pesar de que su ropa empieza a mojarse. Siente los pies húmedos. Un pequeño colchón de agua se le forma entre el pie y su zapato. Plash, plash, siente a cada paso.
Por todo Yucatán se oye el ruido del agua que golpea contra la vegetación, la tierra y los techos. Las ráfagas del Chikinic hacen que la lluvia se incline por momentos casi horizontalmente. Relámpagos, truenos. Los pájaros se quedan quietos sobre las ramas. Los grillos permanecen ocultos, silenciosos. En el monte un venado parpadea: sus ojos líquidos se pierden en la lluvia. La Vaquera, sola, llora en su cuartucho de El Calamar Inquieto sin saber por qué mientras oye el canto afeminado de Chungo.
En el Palacio de Minería, José toma un curso de posgrado. Ha terminado su carrera de ingeniero y ha contraído matrimonio. Cuando baja las escaleras del edificio ve a alguien que le parece conocido. Se acerca a él y se da cuenta de que se trata del coronel Gamboa. El Coronel viste de traje y lleva un paraguas en el brazo. Camina, como siempre, de forma parsimoniosa. José decide seguirlo sin más motivo que la curiosidad. El Coronel sale del Palacio por la calle de Tacuba. Empieza a chispear y abre su paraguas. Camina como un viejo, lento y con paso cansado, como si cargara el peso del mundo sobre sus espaldas. Cuando la lluvia arrecia José lo deja ir, sin sentir ira ni compasión. El Coronel sigue su camino protegiéndose con su paraguas por San Juan de Letrán.
Anochece. La lluvia ha empezado a formar charcos. En el campo se oye el croar de las ranas. En los jardines de las casas de la ciudad se ven los juguetes abandonados por niños que corrieron para guarecerse del agua. Los pétalos de las flores caen a tierra por la violencia del aguacero. El parabrisas del automóvil de Juan Nicolín está empañado. Saca su pañuelo del bolsillo y limpia el vaho con energía. Hay mucho tráfico en la calle 60 y teme que llegará un poco tarde a la reunión que Beti, su mujer, organiza en casa. Los limpiaparabrisas marcan el ritmo de su retraso, de su tristeza. Ve cómo el semáforo cambia del rojo al verde sin que ningún coche se mueva. Decide esperar con paciencia. Lupita se asoma por la ventana de su casa en la ciudad de Mérida y ve a dos jóvenes, una pareja, corriendo en plena lluvia. Ella se ha casado y vive razonablemente feliz. La pareja se resguarda bajo el techo de un comercio. Se besan, se abrazan mientras esperan a que la lluvia cese. Un llanto de bebé saca a Lupita de su distracción. Cierra la ventana y corre a atender a su hijo.
En las casas de paja de los pueblos alrededor de Mérida las gotas empiezan a filtrarse y sus moradores, la mayoría de ellos choferes, afanadores, zapateros y peones, cuelgan sus hamacas y tratan de dormir. Los albañiles para no mojarse se refugian donde ya han colado algunos techos. En su casa de mampostería de la ciudad, el capitán Marrufo siente el dolor interno del reumatismo que repta por el tuétano de sus huesos. Se cubre con una manta mientras mira la televisión.
Pérez Valdez, que vive ahora al este de Los Angeles, en los Estados Unidos, lleva un cigarrillo en la boca y camina protegido con una gabardina entre los callejones del barrio mexicano como si estuviera en su propio terreno, entre casuchas medio derruidas, milpas, puestos de tacos y carnitas y tiendas con rótulos en español. Mariachis, lee que dice la cantina a la que se dirige. Entra a un recinto oscuro, de luces ambarinas. Enciende otro cigarrillo y pide una Budweiser. Se levanta a la rocola y pone una canción mexicana, Camino de Guanajuato. Apenas empieza la música un individuo se acerca a su mesa y deposita ahí un sobre de papel. Pérez Valdez lo revisa, saca un paquete del bolsillo de su gabardina y lo coloca frente a sí, en la mesa, sin pronunciar palabra. El desconocido recoge el paquete y sale, se pierde entre la lluvia; hasta entonces Pérez Valdez se da cuenta de que llueve. Bebe otro trago de su Budweiser y fuma su cigarrillo.
Llueve durante gran parte de la noche. Poco a poco la lluvia amaina, se calma y la noche queda en una gran inmovilidad. Se siente un silencio profundo, profundo. En la madrugada se escucha el graznido de un pájaro. Gotas de agua caen esporádicas de los árboles hacia la tierra. Se empiezan a oír los pájaros, los gallos. El sol ilumina los cielos y en Hopelchén Rosaura y Ada, su madre, alcanzan a ver que alguien, no saben quién, ha echado a volar un papagayo blanco sobre el aire azul.