III. EL CORONEL

Jueves 7 de febrero, 1974

6:58 Y pido también por la madre del señor Gobernador para que la protejas y la cuides por mucho tiempo. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo, amén. El Coronel se persigna, se pone de pie y abandona, con respeto y devoción, la catedral. Su paso es mesurado pero enérgico. Su rostro, sin embargo, no parece el de un hombre acostumbrado a la acción, a la violencia o al crimen. Tampoco parece un ejecutivo que toma decisiones, nervioso y calculador. En su vestimenta no hay nada que muestre su rango o su poder: guayabera blanca, pantalón de dril, zapatos negros. El Coronel es sencillo, discreto. Parece un hombre sosegado y tranquilo, incapaz de desearle mal a nadie. Es como un maestro de escuela del que los alumnos se burlan en secreto a causa de su tolerancia y distracción por estar pensando siempre en asuntos relacionados con su materia. Su voz tiene un timbre agudo que no va con los ojos tristes. La frente amplia y el bigote grueso de su rostro. Sus hombros caídos delatan una actitud sedentaria; sus brazos son quizá demasiado cortos para su cuerpo. No, no es un atleta y seguramente nunca lo fue. De temperamento cordial cae con cierta regularidad en excesos de euforia o de negra depresión, acaso como rezago del cruento alcoholismo que sufrió durante años y del que ahora se siente curado gracias a la religión. Es abstemio y sumamente devoto. Tiene apenas cerca de un año como jefe de la policía del estado y ya se ha granjeado las simpatías de los industriales por su actuación en diversos asuntos y del pueblo en general que ve con azoro que un militar no tome una copa y asista diariamente a misa en la catedral. El Gobernador se precia de saber estimularlo con halagos y palabras dulzonas cuando se deprime y también de frenarlo cuando sus enemigos políticos le dan cuerda. El Gobernador lo ve con cierto recelo pues Gamboa fue impuesto por las autoridades federales y, en breve tiempo, ha ganado una enorme popularidad entre los yucatecos: “no se le olvide el lugar que ocupa dentro de la jerarquía del poder, Coronel”, le ha recordado en diversas ocasiones Loret de Mola.

—A casa del Arzobispo —le ordena a su chofer.

Recorren parte de la ciudad mientras él lee el diario en el asiento de atrás de su automóvil negro que no se hace custodiar por ningún otro vehículo. Todo el mundo en la ciudad de Mérida sabe quién es y no inspira temor, recelo o indignación aun cuando saben que ya ha cedido a muchas de las presiones del Gobernador. No obstante, la gente le muestra respeto, confianza.

7:15 Cuando el automóvil se detiene en una de las residencias de la avenida Colón el chofer se baja y toca la puerta. Una sirvienta indígena, vestida de huipil, sale a abrir; al reconocer al chofer le dice:

—Pase por favor, el Arzobispo está esperando al Coronel.

Al Arzobispo lo recibe también de guayabera. Tan pronto se ven los dos hombres, se aproximan y se abrazan como dos colegas que pertenecieran a una misma fraternidad.

—¿Cómo estuvo la misa Coronel?

—Muy bien, don Manuel, recibí la comunión y pedí mucho por usted.

—Debe tener hambre entonces, ¿no? Venga, siéntese que ya tenemos todo preparado. Le hicimos jugo de cajera, ¿le gusta?

—Mucho. Dicen que su sabor amargo nos gusta sobre todo a los viejos, ¿usted qué opina, señor Arzobispo?

—Tal vez nuestras gargantas necesitan de un fruto amargo para que erradique la amargura que llevamos dentro de nosotros.

—Pues a mí me gusta la cajera desde que era niño. Además tiene un bello color —comenta el Coronel levantando el vaso de jugo para admirarlo a la luz del sol.

Beben el jugo y comen chicozapotes, tamales envueltos en hoja de plátano y toman chocolate caliente. Charlan en amistosa camaradería comentando los acontecimientos sociales de Mérida.

8:30 —Antes de ir a la oficina vamos a pasar por la casa de la madre del Gobernador —le ordena el Coronel a su chofer una vez que salen de la casa del Arzobispo.

La casa no está lejos y llegan en un momento. El automóvil se detiene y el Coronel extrae una cajita del bolsillo de su guayabera y le pone una tarjeta suya.

—Que se lo den a la señora con todos mis respetos. Que le digan que es un rosario hecho con semillas de olivo de Jerusalén.

El chofer se baja del automóvil y cumple con su encargo. Una vez que se pone al volante, el Coronel le dice:

—Bendito sea Dios. Ahora sí, a trabajar: con la biblia en una mano y la 45 en la otra.

9:26 —¿Coronel? —le pregunta su secretaria en su despacho—. El licenciado Castellanos Gual de CUSESA desea hablar con usted.

—A sus órdenes licenciado, en qué le podemos servir —contesta el Coronel en el teléfono con voz aflautada.

—Coronel, me urge hablar con usted personalmente.

—Cuando usted desee, licenciado —contesta el Coronel, acostumbrado a tratar con la sociedad de Mérida a la que se ha ganado por su caballerosidad—. Lo espero en mi despacho ahora mismo.

—No, no. En su despacho no. Hay demasiada gente y no quiero que me vean por ahí. ¿Por qué no me permite invitarlo a comer? El asunto que tengo es sumamente urgente y muy delicado.

—Permítame… —dice el Coronel—. Mire, tenía yo otro compromiso pero lo voy a cancelar para verlo hoy. ¿Le parece bien?

—¿Nos vemos entonces a la una y media en el Carrillón?

13:31 —¿Algún aperitivo? —le pregunta Castellanos Gual al Coronel.

—No, licenciado, nunca bebo. Una horchata, por favor —dice volviéndose al mesero.

—Un whisky —ordena Castellanos—. ¿Un cigarrillo? —le ofrece al Coronel.

—Gracias, tampoco fumo. Dígame para qué soy bueno.

—Mire, Coronel, le voy a hablar sin rodeos. Necesitamos su ayuda para acabar de una vez por todas con el agitadorcillo ese Charras que trae al estado de cabeza y nos tiene a nosotros a punto de una huelga. Si ustedes no hacen algo lo vamos a tener que hacer nosotros.

—¿Y qué sugiere?

—¿Cómo que qué? Aquí no hay de otra, Coronel… usted sabe de lo que estoy hablando.

—Mmm… —exclama Gamboa pensativo—. ¿Ya habló con el Gobernador?

—En varias ocasiones. Desde el año pasado cuando se nos presentó por primera vez el problema de la huelga. Y no sólo yo sino varios industriales y gente productiva del estado. Ese cabrón agitador nos está poniendo en la madre; ¿qué es lo que quiere?, ¿arruinarnos?, ¿que dejemos de trabajar?

—¿Y qué le dijo don Carlos?

—Usted sabe que desde siempre ha querido quedar bien con Dios y con el diablo. Dice que Charras no debe alarmar a nadie pero entre tanto la gente productiva de la península estamos pasando las de Caín. La verdad es que el Gobernador está muy indeciso y muerto de pánico. Como en su designación no tuvo mucho apoyo local y el pan estaba muy fuerte, tiene miedo. Por eso recurrimos a usted.

—Déjeme hablar con él.

19:10 —Los de CUSESA están muy preocupados por la huelga asesorada por Charras, don Carlos —le comenta el coronel Gamboa esa noche al Gobernador en su oficina—, me pidieron que hablara con usted para ver qué medidas toma. La situación es grave no sólo para ellos sino también para nosotros.

—¿Cómo que qué medidas?

—Lo del Charras tiene muy descontentos a los industriales. El muchacho se nos ha salido de control.

—Usted sabe bien que para ellos Charras representa al mismo diablo mientras que usted es la encarnación de uno de los ángeles.

Felipe se siente un hombre popular. Con el tiempo he sospechado que abrigaba aspiraciones, muy legítimas pero quizá desproporcionadas, para ascender en la escala política. Es el típico yucateco que, alejado de su tierra por un largo tiempo, la añora para sí, y aspira secretamente a adueñarse de ella. Felipe está de luna de miel con Mérida, y en sus adentros sueña conquistarla, sin recordar tal vez las asperezas y desigualdades del difícil carácter yucateco, tan dado a fingir una fácil entrega con la que disfraza y envuelve su cruel ironía.

—Yo sólo intento mantenerlo informado, señor, y servirlo.

—¿Qué trata de insinuarme Coronel?

—Vengo a manifestarle las inquietudes de la gente y a recibir órdenes.

—No podemos actuar a la ligera. Tengo muchos enemigos que van a tratar de chingarme al menor descuido. Acuérdese de lo que me pasó durante la campaña con Castro Gamboa.

—Ahora mismo tenemos problemas que pueden crecer o disminuir según su decisión…

—¿Qué proponen los de CUSESA, desaparecerlo?

—Usted lo dijo, señor.

—¿Y cree que soy tan tonto como para no haber pensado en eso antes, Coronel? A mí mismo el Charras ya me tiene hasta la coronilla. Pero no sé si ésa sería la mejor decisión. ¿Usted qué opina?

—Sería un error.

—¿Por qué?

—Charras tiene ahora más fuerza que nunca y usted sabe cómo lo apoyan los estudiantes.

—¿Qué sugiere entonces, Coronel?

—Yo sólo deseo servirlo, señor.

—Déjese de cosas y dígame.

—Las oficinas de CUSESA están también en la colonia Campestre, muy cerca del Instituto Tecnológico Regional donde se almacena la dinamita para allanar terrenos. Esto nos da un excelente pretexto.

—¿Cree usted que Charras pueda intentar cometer una barbaridad?

—Vamos, señor Gobernador, ahora es usted el que está viendo a Charras como si se tratara del mismo diablo. No, evidentemente, no. Él es demasiado listo como para intentar algo semejante. Además, ¿para qué? Los explosivos pueden servir, sí, pero para nosotros.

—¿Y Charras? ¿No cree que ha llegado el momento de ser enérgico con él?

—No… hay que presionarlo —comenta el coronel Gamboa—, tal vez mantenerlo alejado del recuento de CUSESA con el pretexto de los explosivos, quizá hasta asustarlo un poco.

—No sé, no sé —se dice casi para sí el Gobernador—. Efectivamente la situación es cada día más grave y yo me encuentro entre la espada y la pared. Estoy desesperado, confundido… Déjeme pensarlo y le daré mis instrucciones en su oportunidad —dice oprimiéndose las manos, nervioso.

—Tiene que darse prisa, señor Gobernador. No se olvide que la huelga está por estallar.

—¡Qué barbaridad!—exclama el Gobernador.

Viernes 8 de febrero, 1974

8:30 —Coronel, estuve pensando en nuestra conversación de anoche y luego de darle vueltas y vueltas he llegado a una decisión —comenta el Gobernador en su despacho esa mañana.

—¿Señor?

—Ayer, después de que hablamos, me comuniqué con el Presidente y me estropeó como si fuera yo un pipiolo y no todo un Gobernador. Así que proceda. Yo lo respaldo. Pero solucióneme el problema. Ayúdeme que yo sabré ayudarlo más adelante. No crea que no me he dado cuenta de sus aspiraciones. Encárguese de toda la organización y ya que es tan creyente ruéguele a Dios que todo salga bien. Ahora concéntrese en su asunto y cuente con todo mi apoyo.