IV. TÚ
Lunes 11 de febrero, 1974
9:27 Cuando te despiertas lo primero que ves es el cabello largo, castaño y abundante de la Vaquera, tu querida, que duerme profundamente con la boca abierta y respira con dificultad. Su rodilla derecha casi le toca los senos. La pequeña bata de algodón se le ha levantado hasta la cintura y deja al descubierto la curva de su cadera. Tomas un cigarrillo de la mesa que está junto a la cama. Lo enciendes. Hace calor. Recargas la espalda sobre la pared, fresca por el yeso. Decides irte a Mérida, ya que lograste sacar un poco de plata. Casi tres semanas que no vas para allá. Sientes la boca pastosa y una ligera punzada en la sien izquierda. No sabes si el dolor te lo produce el exceso de ron o la mariguana. Dicen que la hierba no deja cruda pero cada vez que fumas amaneces con dolor de cabeza. Quién sabe. A lo mejor es el cruce. Coges un vaso con el resto de tu cerveza de la noche anterior. Tomas un trago. Uggh. Está tibia, amarga y sin gas. La escupes.
Te levantas, completamente desnudo, y entras al baño. Te detienes frente al espejo; te tocas las mejillas. Tienes la barba crecida de dos días. Dudas entre afeitarte ahora o en Mérida, cuando llegues. Mejor después, luego del viaje en el camión y de darte un baño. Te pones el pantalón. Sacas un peine del bolsillo trasero y te arreglas: te lavas las manos, la cara y te mojas el cabello. Te pones los calcetines, los zapatos. Sacas tu dinero del pantalón. Los billetes están todos arrugados, en diferentes bolsillos. Los cuentas: poco más de tres mil pesos. Lo que te sobra de lo que te pagaron por la operación de ayer. En una noche te gastaste poco menos de la mitad. Carajo. Tomas doscientos pesos y los dejas sobre la mesa. Te pones la camisa y sales del cuarto de la Vaquera. Atraviesas el bar con las sillas colocadas boca abajo sobre las mesas, con olor a cenizas, a licor y al tufito a meados que emana de los mingitorios. Sales a la calle y caminas hasta tu cuartucho en el Hotel Camarón, no lejos del congal donde pasaste la noche. Metes tu ropa hecha bola en tu pequeño maletín. Vas hasta el cuarto de doña Toya y la llamas. Sale de prisa, como siempre, malhumorada.
—¿Ya me vas a pagar? Ya era hora…
—¿Cuánto le debo doña Toya?
—A ver, déjame ver —dice sacando sus papeles del escritorio que está a la entrada del hotel—. Son veinticinco días a sesenta pesos: mil quinientos pesos.
11:14 Detienes un taxi y le pides que te lleve al mercado municipal en donde comes un coctel de camarones y tomas una cerveza. De ahí te vas hasta la estación de autobuses.
—¿El próximo para Mérida?
—En veinte minutos —contesta el hombre de la taquilla.
Esperas adormilado por el sopor en una de las bancas hasta que alcanzas a oír que tu camión, vía Calkiní, está por salir. Dormitas durante todo el trayecto. Te sientes cansado, con el cuerpo laso. Junto a la ventana, en el asiento contiguo, va una jovencilla de jeans y lentes. En el sopor tu cabeza ha tocado varias veces su hombro. Cuando llegan a Calkiní y se desocupan varios lugares ella se apresura a cambiarse de asiento. Mejor. Recargas la cabeza sobre la ventana y sigues durmiendo.
15:29 —Ayer te vino a buscar el comandante Chan López —dice tu mujer, encinta de ocho meses, tan pronto llegas a tu casa en la colonia Dolores Otero—. ¿Cómo te fue?
—Bien. ¿Y la niña?
—No debe tardar, está con los vecinos.
—¿Dices que vino Chan?
—Me dijo que te quería invitar a tomar una copa. Me preguntó que cuándo volvías. Con él nunca se sabe, le respondí. Se rió y me pidió que te diera el recado.
Cuando entra tu hija y te ve corre a tus brazos. La sientas en tus piernas y le pides a tu mujer que te prepare algo de comer. Charlas con la niña. En casa no hay más que huevos y frijoles y tu esposa está sin un quinto. Sacas mil pesos. Se los das. Te mira azorada.
—Oye, te fue bien en tu comisión.
—Cuídalos porque quién sabe hasta cuándo te pueda dar más.
18:05 Después de comer duermes una siesta, te bañas, te rasuras y sales a buscar al comandante Chan. Quién sabe por qué pero el Comandante te había distinguido desde que te conoció, allá, cuando acababa de morir tu padre. Tu pobre padre: trabajó como un burro durante toda su vida en la Literaria y para qué. Don Rubén Massó le pagaba una miseria. Cuando murió el viejo se quedaron en la chilla. Don Emilio Seijo fue quien tuvo que ayudar a tu madre para que pudiera sostener a la familia. Les pasaba una pensión tan pequeña que apenas y les alcanzaba. Fue entonces que te decidiste a trabajar, en lo que fuera. Entraste a la policía y empezaste tu entrenamiento de cadete. No llevabas ni una semana cuando un día, mientras estaban formados, el comandante Chan López te recorrió con la vista de arriba abajo y clavó los ojos en ti.
—Tú, el de las patillas, vente conmigo.
Y así pasó, en cuestión de nada, de vil cadete entraste al cuerpo de oficiales del Departamento de Patrullas de Carreteras Estatales donde aprendiste a manejar, pues no sabías. Fue ahí, trabajando con Chan López y con Marrufo, que empezaste a conocer de la hierba, de los congales y de los bancos de “la bolita”. A veces te tocaba custodiar a los políticos que llegaban del Defe. Los acompañabas primero a sus juntas y reuniones, luego a sus parrandas y borracheras. Muchas veces, muchas, te pasaban a buscar durante la noche. Te levantabas medio adormilado y te llevaban a alguna misión para embargar cargas de mariguana o para cerrar algún prostíbulo o casa de juego que no había querido cooperar. Hasta que tuviste el accidente. Ese día apenas habías dormido. Estuvieron de juerga casi toda la noche en la sonaja de Mérida, tú y otros compañeros, junto con el comandante Chan. Al calor de las copas y entre las bromas con las muchachas, Chan te empezó a tocar. Al principio no le diste importancia. Luego notaste que la cosa iba en serio. Entonces te paraste encabronado de la mesa, saliste a la calle, te subiste a tu patrulla y te enfilaste hacia la carretera. No sabías qué hacer ni a dónde ir. Tú también estabas muy borracho. Sin saber por dónde ibas te detuviste en un libramiento y te dormiste en la patrulla. Te despertaste como a las once de la mañana. Tenías ganas de vomitar. Todavía mareado te viste en medio de una carretera desconocida sin saber qué diablos hacías allí. Borrosamente recordaste lo que había pasado con Chan en el burdel. Tu encabronamiento. Decidiste volver al Departamento de Patrullas. Con algún esfuerzo te enfilaste otra vez hacia la ciudad de Mérida. Ibas transitando por las calles rumbo a la policía cuando te distrajiste y chocaste contra un camión estacionado cerca de una esquina. La salpicadera del camión quedó toda abollada pero la patrulla quedó deshecha. De no haber estado tan borracho te hubieran hecho los mandados; traías tu charola y podías haber dicho que estabas en misión oficial. Pero el dueño del camión estaba con otros tipos y todo el mundo se dio cuenta de que estabas hasta la madre. Con el camionero te arreglaste prometiéndole que cuando necesitara algún favor tú lo ayudarías en la policía. Como sabía que llevaba las de perder no le quedó otra que aceptar. Le diste una tarjeta y ahí quedó todo. Con el que te fue imposible arreglarte fue con el comandante Chan López que te dijo que tenías que pagar la reparación de la patrulla en veinticuatro horas o que si no te metería a la cárcel. Así, con el Comandante en tu contra, decidiste mandar todo a la chingada. Ya no regresaste a trabajar. Te largaste de Mérida por un tiempo y te refugiaste con tus amigos de Campeche que conociste en las redadas.
Regresaste a la ciudad de Mérida. Como viste que nadie te perseguía y que en apariencia no había orden de arresto en contra tuya te animaste a hablar otra vez con Chan López. Era el mes de marzo de 1972.
—Vengo a pedirle perdón, mi comanche —le dijiste a Chan López, tanteándolo—, por lo de la patrulla y por haberle faltado al respeto esa noche.
Chan López sonrió.
—¿No me admitiría otra vez con usted, mi Comanche?
—Mira, la verdad es que ya se me pasó el enojo por lo de la patrulla, lo que no te puedo perdonar es que hayas dudado de mi hombría.
—Perdóneme, mi Comandante, la verdad es que estábamos muy pedos.
—Porque yo soy tan machito o más que tú y te lo demuestro cuando tú quieras. Aquí o en la calle. Con las viejas, con la botella, a madrazos o hasta con pistola si quieres.
—Yo lo sé, mi comanche. Por eso vine a decir que me disculpe.
—Bueno cabrón, que aquí muera. Pero que no se te ocurra ponérteme flamenco otra vez porque además de correrte y meterte a la cárcel te voy a poner una madriza que no se te va a olvidar en los días de tu vida.
—¿Estoy aceptado otra vez, mi Comandante?
Estuviste trabajando ahí durante otros cuatro meses. Estableciste contactos con los de la mota, con los de los garitos y los de los congales. Te volviste muy popular en la sonaja, tanto en Mérida como en Campeche. Hasta que el Comandante se dio cuenta de que ya estabas recibiendo lana sin que le pasaras su corta y se volvió a encabronar. Pero como ya sacabas mucho más comprando y vendiendo aquí y allá lo volviste a mandar a la chingada, claro aunque ahora de manera más tranquila. Te pidió tu renuncia y te dieron otra vez de baja. Te fuiste a Chetumal. Allí tenías unos contactos. Hiciste un poco de lana pero te diste cuenta de que no era lo mismo hacer negocio como parte de la policía que por la libre. Decidiste salirte del bisnes y tratar de poner un negocio con la plata que hiciste en la policía. Te asociaste con un primo tuyo. Decidieron poner un negocio de fruta en Veracruz. Tu primo te soltó el dinero para el enganche de un coche y juntos pusieron un puesto en el mercado. No les fue muy bien; empezaste a sacar un poco de ventaja, tú eras el que se estaba sobando el lomo pero empezó a haber problemas entre los dos por cuestiones de dinero y la sociedad se empezó a resquebrajar y se dio en la madre cuando tu primo se puso mamón y te recogió el coche porque no pudiste pagarle. En noviembre de 1973 te regresaste a Mérida.
Sin chamba, decidiste irte a la zona de tolerancia de Campeche donde tenías muchos conocidos y varias amiguitas. Te volviste a relacionar. Te enqueridaste con la Vaquera. Lograste colocar una mercancía y te ganaste una buena lana que ya te habías quemado en pedos, parrandas y dándole a tu vieja para el gasto. Por eso viniste a ver otra vez a Chan.
19:52 —¿Te gustaría volver a entrar a la policía? —te pregunta sonriente Chan López tan pronto te recibe.
—Cómo no mi comanche, precisamente ahorita estoy sin chamba.
—Déjame hablar con el capitán Marrufo y con el coronel Gamboa —te dice Chan y sale de su oficina.
20:35 —Ya estuvo. Ya estás otra vez adentro. Ahorita viene el comandante Cicero a darte de alta.
Enrique Cicero Salazar te vuelve a dar tu solicitud de reingreso, saca tu expediente del archivo y pone tus papeles en orden. Marrufo te pide que te quedes de una buena vez en la comisaría porque quiere que participes en una comisión esa misma noche.
—Vamos a buscar una avioneta que se dice aterriza allá por Chicxulub. Necesito cabrones como tú para estas comisiones, no pendejitos que no saben ni qué pedo.
22:01 Sales junto con otros compañeros. Van en dos vehículos, con pistolas y metralletas, por el rumbo de Progreso. Marrufo dirige la operación. Chan funge como el segundo de a bordo. Los dos se ven muy tranquilos. Todos los demás están nerviosos. Primero se dirigen a Chicxulub Puerto, se meten por las brechas, recorren varias playas. Nada. Todo parece estar en orden y en paz. De ahí se enfilan a Uaymitún. Las playas tupidas de cocoteros. Se internan hacia el mar. Nada, ni una luz, ni un movimiento, todo se halla en aparente calma. Van a San Benito, a San Bruno, a Xtampú y llegan hasta Telchac Puerto. Nada.
Martes 12 de febrero, 1974
1:13 Vuelven a Mérida. La ciudad se halla en completa calma. Chan López, contra su costumbre, te lleva en uno de los coches hasta tu casa.
—Vente mañana a la oficina como a las cinco de la tarde —te comenta satisfecho—. Te tengo una misión especial.