XXI. INFIERNOS DEL ALMA

Viernes 15 de marzo, 1974

0:30 Los gritos, el abrir y cerrar de puertas y las luces de los pasillos te sacan del sueño profundo en el que te hallas inmerso. Te despiertas confundido. ¿Dónde estás? Hace muchas noches que no duermes en casa, que no ves a tu mujer ni a tu hija. Mientras te despabilas, recuerdas: en Mérida, en la Penitenciaría Juárez, acusado de la muerte de Efraín Calderón Lara. No hace mucho que el capitán Leopoldo Castro te sacó de tu cuarto para llevarte a ver al Gobernador. ¿Cuánto? ¿Una, dos horas? Escuchas pasos, alboroto. Te levantas de tu camastro y te asomas a ver qué ocurre. Ves por la rendija que hay un tumulto fuera de la Penitenciaría. En ese momento abren la puerta de tu cuarto.

—¡Péinate cabrón que ahí está la prensa! ¡Se los llevan para Chetumal! —te grita el celador mientras despierta a los otros, cuarto por cuarto.

—Los vamos a enviar a Chetumal para evitar presiones de los estudiantes y de la opinión pública —te había confiado el capitán Castro—. Logramos que los juzguen en Quintana Roo para aliviar toda la presión que tiene el Gobernador encima. En cuanto llegues a la cárcel preguntas por el cabo de galera o por el más cabrón de allí y le pegas la mano con lana para que te proteja. Eso vamos a hacer con todos ustedes para evitar que los maltraten.

Te abres el pantalón de color rojo quemado, estiras tu camiseta blanca con rayas negras y te la acomodas lo mejor que puedes. Te cierras la pretina. El celador te abre la puerta y pasas al baño. Orinas. Te lavas las manos y la cara. Te peinas. Te devuelven a la celda y coges tu suéter. Sientes los ojos hinchados. Has dormido poco. Tienes el estómago revuelto y sientes un poco de náusea. Dos agentes de la judicial te custodian por la escalera, por los pasillos, rumbo a la calle.

Por lo visto eres el primero en salir. Afuera hay un gran alboroto. Curiosos, reporteros, fotógrafos. Tan pronto sales a la calle te empiezan a disparar las cámaras: flash/ flash/flash/flash. Clavas los ojos en el piso e intentas que tu cara refleje algún pesar pero una leve sonrisa te delata: te sientes importante, hasta un poco satisfecho. Tanta gente reunida para verte, para fotografiarte, aún en plena madrugada. Los de la judicial te abren paso y te meten a una combi. No eres el primero. Cuando te subes a la camioneta ves que ya está ahí el viejo Cruz, con su camiseta roja de siempre y su luido pantalón café. El viejo te mira con sus ojos idiotizados sin rencor alguno aunque sin afecto ni complicidad.

—Ustedes ya no digan ni una palabra más sobre el asunto de Calderón —te indicó el capitán Castro—. Para cuando los llamen a declarar ya habré enviado copias de lo que deben decir las actas. Todo lo preparamos para evitar que se los chinguen. Apréndanse las declaraciones de memoria y eso mismo recitan ante el Ministerio Público que también tiene órdenes de ayudarlos.

Desde la combi ves salir a Salazar Cordero que, tranquilo, bien peinado, con el cabello todavía húmedo, su raya muy derecha, aborda la camioneta y se sienta junto a ti. Te toca una pierna a manera de saludo. Viste de camisa blanca de manga corta.

Sale el coronel Gamboa. Qué bruto, qué diferencia con Castro. A leguas se ve que el capitán es mucho más cabrón. El pobre diablo del Coronel apenas logra disimular su gesto de santurrón con su bigote de azotador. Demacrado, camina con parsimonia y saluda a los agentes, hasta hace unos días sus subalternos. Sonríe con uno de ellos. ¿Será porque lo aprecia? ¿O es que como tú el Coronel también se siente satisfecho de ver a tanta gente reunida en torno a él? Gamboa viste de guayabera blanca y pantalón gris. A él no lo meten a la combi donde están ustedes sino que lo suben a un automóvil sin placas.

—Tú échale una mano al viejo Cruz que es muy pendejo, para que no la vaya a regar. Firmen todo lo que les presenten que no habrá ningún pedo, me cae de madre.

Chan López sale a la calle tratando de aparentar calma. Mueve sus gruesos brazos mientras camina pavoneándose. Mira hacia el piso evadiendo a reporteros y camarógrafos. Su camisa roja, que usa por fuera del pantalón, te hace pensar en toda la sangre que viste correr mientras trabajaste con él. Metralleta en mano lo viste detener a alborotadores obreros y campesinos. Los golpeaba, los acusaba de agitadores y los amenazaba con cárceles y madrizas de tal forma que cuando los soltaba pocas veces reincidían pues se iban muertos de miedo. A él lo suben a la patrulla 12 de la DGSPTE.

Marrufo sale al último, de guayabera blanca de manga corta y pantalón caqui. Él también saluda a los reporteros y a los agentes. Cuántos de ellos no le deberán favores, pero también cuántos no se regocijarán de verlo detenido, jodido, indefenso, como él tuvo a tantos otros mientras estuvo de comanche. Ya para que el capitán Castro lo cesara en dos ocasiones por abuso de autoridad es que se las traía el cabrón. Pero Gamboa lo volvió a contratar. Y es que Marrufo conocía al dedillo los congales disfrazados, la venta clandestina de chupe, los conectes en las drogas. Varias veces saliste con él de comisión. Cuando estaba de buenas se portaba cuate pero cuando estaba encabronado se convertía en el más desalmado hijueputa. A Marrufo lo suben, solo, a otra patrulla, a la 777.

—¿Qué hora es? —preguntas.

1:38 Parece que ya se van. Primero sale el automóvil en el que va Gamboa, luego la patrulla que lleva a Chan López; le sigue la 777 de Marrufo Chan y luego la combi donde van ustedes. Una camioneta con cuatro agentes federales armados con metralletas va detrás de ustedes.

9:13 Cuando llegan a Chetumal se les une un nuevo contingente que viene a reforzar a los de seguridad que los vigilan. Llegan a la cárcel custodiados por quince elementos federales.

Te llama la atención la prisión. Es una casa rodeada de jardín y protegida por una barda de no más de metro y medio de altura. Ves la cara de algunos reos que, asidos a los barrotes de sus celdas, se asoman a la calle para observarlos. Hay mucha gente afuera. Tan pronto llegan ustedes los bajan de los vehículos y escuchan que hay orden de que se prohíba el paso a toda persona que no sea del Ministerio Público. Es obvio que la vigilancia ha sido reforzada. Aguas, oyes que dice alguien. Se espera la llegada de unos estudiantes. Puede haber problemas.

Sábado 16 de marzo, 1974

—El gobernador no tiene detergente en el enjuague — afirma el coronel Gamboa—. No estoy satisfecho con mi situación. Mis compañeros, con tal de lograr su libertad, me han cubierto de infundios. No me importa. Confío en que hay un Dios que me juzgará.

El coronel Gamboa fue recluido en una celda de distinción de la Penitenciaría de Chetumal. La celda está dividida por un cancel de cartón decorado con burdas imágenes de la Virgen de Guadalupe, del Sagrado Corazón de Jesús, de San Francisco de Asís y de la Inmaculada Concepción. Entre una imagen y otra se ven las cabezas aladas de supuestos angelillos.

En cuanto llegaron a la cárcel de Chetumal la multitud de curiosos que se había congregado frente a la casa acondicionada como penal empezó a insultarlos y a gritarles todo tipo de improperios. Los propios presos, una vez que los vieron entrar, les empezaron a arrojar jitomates, huevos podridos, mierda y orines.

—¡Se les pasó la mano, pinches policías! —les gritaban y les aventaban cuanta porquería tenían cerca.

—¡Los vamos a quemar vivos!, ¡tiras hijueputas!

Un abanico eléctrico, “proporcionado por un amigo”, descansa sobre una pequeña repisa clavada en la descarapelada pared, cerca de la hamaca donde el Coronel, recostado y en pijama, se mece mientras habla.

—Juro ante Dios, aunque los hombres no me lo crean, que no hubo en mí el menor dolo ni el menor engaño; que únicamente me guió el afán de evitar desgracias; desgracias que se cometieron sin mi consentimiento puesto que el daño ya estaba hecho y no se podía remediar.

Del lado izquierdo, en los entrepaños de la repisa sobre la que se encuentra el ventilador, se ven algunos objetos personales del Coronel: una pastilla de jabón, una máquina de afeitar, un rollo de papel higiénico, un desodorante y unos lentes bifocales. El Coronel es el único entre los detenidos al que le permitieron colocar una hamaca en su celda. Para sujetarla se sirvió de dos crucifijos de madera clavados a las sucias paredes del penal. Del lugar donde debería de hallarse Cristo penden las sogas que sujetan la hamaca en cada uno de los extremos. Entre la repisa y la hamaca hay una silla de madera. Del lado derecho de la alcayata y cerca del rincón se aprecian varias prendas de ropa colgadas en ganchos.

—Permanecí callado porque no quise causar más malestares a un gobernante indiscutiblemente limpio y entregado a su pueblo. El único que podrá juzgar es el Creador.

Habían corrido rumores de que en días pasados el coronel Gamboa intentó quitarse la vida. Según esto, el Coronel había escrito unas cartas al Gobernador de Yucatán en las que se adjudicaba toda la culpa y en las que afirmaba que deseaba morir como mártir por el bien del pueblo. Supuestamente quienes lo custodiaban se dieron cuenta a tiempo de sus intenciones y lograron impedir el suicidio. Sin embargo, se rumora que el coronel Gamboa corre peligro de ser desaparecido o silenciado. No obstante, el sargento Patiño, encargado momentáneamente del penal, declaró que esos rumores eran infundados y que los presos se encontraban bien y bajo vigilancia.

Del otro lado del biombo de figuras religiosas, hay otra silla y una pequeña mesa en donde el Coronel hace sus comidas. Una puerta de refrigerador le sirve de despensa; en ella el Coronel ha colocado algunas latas compradas aquí, en Chetumal: corned beef Tulip, quesos del gallito, mantequilla holandesa, caramelos, galletas.

—Quizá algún día los creyentes en Dios verán que no defraudé su fe. Acepto el infierno que en el alma llevo, no porque me sienta culpable ni un segundo de un daño que no hice, y pongo a Dios por testigo de ello, sino porque al querer servir a la sociedad, a mi sombra y bajo mis pies se cometió una infamia que nunca he cometido ni cometeré.

El Coronel tiene libertad de salir y entrar a su cuarto de distinción según le plazca. Por ahora no se encuentra ni un policía cerca.

—Jamás pensé y nunca quise que se hiciera ni un raspón ni mucho menos a Charras, aunque no lo crean… Por mi madre que no quise que le hicieran ningún daño. Soy inocente, lo juro.

—¡Coronel! ¡Es la hora del baño! —le grita uno de los celadores.

—Me llevan como un reo, me traen como un reo, soy un reo… A mi edad, a los cincuenta y cinco años, estar en una cárcel me resulta terrible. Mi hoja de servicios es modesta. He cumplido con algunas misiones más o menos importantes… Y siempre cumplí con las órdenes que recibí… de arriba…

Carlos Marrufo no tiene celda de distinción pero tampoco está recluido en las bartolinas donde se encuentra el resto de los detenidos por el caso Charras. Hoy está vestido de guayabera blanca, pantalón gris y huaraches. A la fecha es el único que cuenta con un defensor. Sonríe a cada momento y se muestra cínico y altivo. Fuma y comenta:

—¿Cuál problema? Yo no tengo problemas. Que hable el coronel Gamboa. Nosotros no tenemos nada que decir.

—¿Arrepentimiento? Aquí no estamos en la iglesia ni caben exámenes de conciencia. Somos nosotros los que deberíamos estar resentidos por todo esto.

Los demás presos se hallan confinados en sus respectivas bartolinas que no son otra cosa que cuartuchos en forma de cajón de un metro de ancho y dos de largo con una cama de piedra como único mobiliario.

—¡Otra celda! —clama Chan López llorando a gritos y sacudiendo la reja—. ¡Me van a matar! ¡Sáquenme de aquí!

Chan López sigue gritando hasta que acuden los celadores y se lo llevan a la dirección para que le inyecten unos calmantes. Desde el primer día en Chetumal entró en una crisis nerviosa que obligó a las autoridades a que lo internaran por un tiempo en un hospital.

—Si lo hubiera pensado dos veces no habría disparado contra Calderón ni me hubiera metido en este desmadre —afirma Pérez Valdez—. Estoy consciente de que me perdonarán todo menos el homicidio… Sé que aquí me pudriré de por vida…

—Al principio le guardaba rencor a Gamboa. Ahora no. Por lo poco que lo conozco no creo que él haya dado la orden.

Miércoles 20 de marzo, 1974

El día en que se dicta la orden de formal prisión el coronel Gamboa recibe la visita del presbítero Francisco Montañéz Jure, enviado por el señor arzobispo de Yucatán, Dr. Manuel Castro Ruiz.

—El arzobispo le manda un saludo y la bendición del Santísimo le dice al Coronel.

También estuvo en la cárcel el sacerdote Miguel Erales Córdova quien le comentó a Gamboa:

—Estoy para servirle, Coronel. Cuando me necesite mándeme llamar. Aquí soy muy conocido.

La orden de formal prisión dice así:

“Con fecha veinte de marzo de 1974, mil novecientos setenta y cuatro, el C. Juez Mixto de Primera Instancia del Territorio de Quintana Roo, dictó auto el cual contiene los siguientes puntos resolutivos: PRIMERO. Siendo las ocho horas del día se decreta la formal prisión en la penitenciaría de este territorio de los indicados José Felipe Gamboa Gamboa (teniente Coronel, director de Seguridad Pública y Tránsito del Estado de Yucatán); Carlos Marrufo Chan (capitán, subdirector administrativo de la misma dirección); Víctor Manuel Chan López (comandante de la Sección de Patrullas Estatales); William Salazar Cordero (subcomandante de la misma Dirección); Néstor Martínez Cruz (sargento) y Carlos Francisco Pérez Valdez (agente de patrullas) como presuntos responsables; los tres primeros de los delitos de SECUESTRO Y HOMICIDIO, el cuarto del delito de ENCUBRIMIENTO DE HOMICIDIO y los dos últimos de SECUESTRO, HOMICIDIO y VIOLACIÓN de las leyes sobre INHUMACIONES, que les imputó el representante social en esta causa, delitos por los que se les seguirá proceso…”

Cuando llega la sentencia, un año y medio después de la orden de formal prisión, a Néstor Martínez Cruz y a Carlos Francisco Pérez Valdez los condenan a veinticinco años. Los demás inculpados deben pagar una condena de dos años de prisión.

Al escuchar la sentencia tú, Pérez Valdez, te echas de carcajadas hasta que el juez ordena que te saquen de la sala.