XV. LOS CARLOS

Sábado 31 de marzo, 1973

22:13 La mujer que le gustó desde que entró a El Calamar Inquieto se había quedado repentinamente sola. Era una jovencilla delgada, de facciones delicadas y cabello oscuro; tenía un vestido estampado en color marrón que ni dejaba ver ni insinuaba parte alguna de su cuerpo. Demasiado fina para el lugar. La chica aquella se encontraba sentada frente a la barra, de espaldas al resto de la gente, con una copa que no probaba desde que Carlos la empezó a observar. Antes, la mujer aquella había estado lidiando con un hombre muy pasado de copas que, de pie, se bamboleaba de aquí para allá; el hombre le hablaba al oído, se reía a carcajadas y la tomaba de los hombros intentando abrazarla mientras ella le sacaba la vuelta. En tanto ella estuvo acompañada Carlos buscaba entre las demás mujeres, sentadas en sillas dispuestas contra la pared, como en los bailes de pueblo, escuchando la música tropical que ellas mismas se encargaban de poner en la rocola. Esa noche, a pesar de que era sábado, no había demasiados hombres en El Calamar. Las muchachas se veían aburridas, solas, algunas incluso bailaban entre ellas. Carlos vio a una chica de cabello castaño, largo, rizado y abundante. Se levantó de la mesa y se acercó a ella. La invitó. Bailaron una pieza. ¿Cómo te llamas?, le preguntó él y ella, con el chicle en la boca, con el cabello oloroso a perfume se le quedó viendo un instante. Vaquera, le dijo, y siguió bailando en silencio. Carlos se dio cuenta de que la mujer calzaba unas botas vaqueras. Sus piernas eran muy blancas, gruesas, velludas. No se depilaba. ¿Y yo? ¿No quieres saber cómo me llamo?, le preguntó él. Ella le lanzó una mirada de soslayo y no le contestó. Carlos, yo me llamo Carlos, le dijo. La Vaquera dejó escapar una risotada. ¿Por qué te ríes? ¿No me crees? Tengo un amigo que se llama igual que tú, dijo ella sin verlo a los ojos y tronando su chicle. La pieza terminó. ¿Quieres una copa? ofreció Carlos. Ven, te invito a que te sientes un rato conmigo. Fueron hasta la mesa. Carlos le pidió algo de tomar. ¿Vamos a ir al cuarto? le preguntó la mujer de manera abrupta. Carlos había venido expresamente de Hopelchén a Campeche con el propósito de acostarse con una mujer. Pero no le gustó el tono agresivo de la Vaquera. No sé, le contestó. Depende de cómo te portes. Ella hizo un gesto de desdén y tan pronto se acabó su bebida se puso de pie y se largó. Carlos pidió otra copa. Entonces se dio cuenta de que la mujer de la barra que le había llamado la atención se había quedado aparentemente sola. El cantinero cambiaba impresiones con ella de vez en cuando pero la mayoría del tiempo la mujer se mantenía ajena, como hipnotizada por su propia mirada reflejada en el espejo del bar. Carlos se acercó a ella. ¿Me aceptarías una copa?, le preguntó. La mujer se volvió y lo recorrió con la mirada. Me duele mucho la cabeza, le contestó ella. ¿Por qué no bailamos un rato a ver si se te quita? ¿De dónde eres?, preguntó Carlos mientras bailaban. Alvarado. Debes hablar muy bonito. Nunca digo majaderías.

Las respuestas cortantes, la actitud reacia, el escepticismo hacia la comunicación verbal, tan característicos entre estas mujeres, fue cediendo tal vez a causa de que también fue cediendo su dolor de cabeza mientras bailaban. A cambio de entregar sus cuerpos a cualquiera que tenga para pagarles, ellas se obstinan en guardar para sí la poca y última intimidad que les queda: sus orígenes, sus pasados, sus tragedias personales y sobre todo sus sentimientos. No obstante y acaso por inexperiencia, ella menciona que tiene familia en Veracruz. ¿Conoces Acapulco?, le preguntó Carlos. Ella movió la cabeza negativamente. Ya se acerca la semana santa. Vamos, le dijo Carlos. Ella lo miró desconfiada. ¿Cuándo? Durante la semana santa. Ella se rió por primera vez. No, no puedo. Para que lo conozcas, ¿no te gustaría? Ella movió la cabeza afirmativamente. Sus ojos brillaron por un instante. Pero no puedo, dice y sus ojos se apagaron. ¿Por qué? Tengo que ir a Veracruz.

Bailaron. Cuando terminó la tercera pieza, Carlos estaba sudando. Ven, te invito una copa. ¿Te sientes mejor? Un poco. En la mesa, uno frente al otro, Carlos la observó. Era guapa. El tabique de su nariz era fino, delgado. Sus ojos negros se mostraban evasivos, sin centro, con sólo una luz esporádica. Casi nunca miraba de frente. Mientras bailaban ella mantuvo la vista fija como si se hallara absorta en un paisaje lejano. Miró sus manos: morenas, muy delgadas, pequeñas. Sus venas verdosas se ramifican y apenas se transparentan en el dorso.

¿Vamos a ir al cuarto?, le preguntó. Pero qué insistencia, pensó Carlos de inmediato. Aunque claro, es natural. Ellas están aquí para eso, para sacar su noche. Han desarrollado un sentido para saber quiénes son los que vienen a la cama y los que nada más entran a chacotear. Vamos a ir, claro que sí, pero déjame tomar otra copa. ¿Tú no quieres algo? Pídeme un presidente.

Mientras cruzaban la pista para dirigirse a los cuartos, en la parte de atrás, Carlos pensaba qué tanto de verdad habría en aquello de que hay que tratar a las putas como damas, etcétera… Esa mujer, arreglada tal y como estaba, si uno la sentaba en la sala de alguna casa con pretensiones de decente luciría mucho más como una dama que muchas que se jactaban de ello… Pero en ese momento otra chica, una alta, morena y risueña, se les acercó y le hizo una cosquilla a la pareja de Carlos. ¡Ay cabrona, hijueputa!, contestó ella sonriente, aunque en voz baja. ¿No que nunca decías majaderías?, le preguntó Carlos extrañado. Lo que dije no fue una majadería, ¿o sí?

El cuarto de ella era sobrio hasta lo impersonal. La cama, una maleta pequeña sobre una silla, un tocador. Los techos eran altos, con vigas viejas. Ella se dejó desnudar por Carlos y se acostó sobre la cama con los ojos cerrados, como dispuesta a soportar una intervención quirúrgica. Carlos la tomó suavemente. Cuando ella lo sintió, frunció un poco la boca y, sin abrir los ojos, subió las piernas y se empezó a mover, las manos sobre su espalda. Carlos intentó besarla pero ella volvió la cara y le puso el cuello como indicándole allí puedes hacer lo que quieras siempre y cuando no me lastimes. Carlos empezaba a respirar y de tanto en tanto se separaba un poco de la mujer para observarla: impasible, seguía con los ojos cerrados y la boca apretada, aguantando el peso de su cuerpo.

Ella adivinó cuando Carlos terminó y sin más lo hizo a un lado, se puso de pie y pasó al baño.

Cuando reapareció ella venía vestida con unos pantalones entallados que la hacían verse aún más delgada y pequeña de lo que era. Carlos le pagó y le dio una generosa propina. ¿Vas a pasar la semana santa en Veracruz?, le preguntó Carlos. Yo puedo ir a verte allí. ¿Me das tu teléfono? Ella lo dudó un momento, sacó un papelito y una pluma y anotó su nombre y su teléfono: Rosa María Hernández 31723. ¿Cuándo llegas a Veracruz? Desde el lunes. Pues allí nos vemos, dijo Carlos e intentó besarla en la boca pero ella colocó los dedos sobre los labios de él para detenerlo. Carlos permaneció quieto. Entonces ella bajó los dedos y permitió que su boca, la de ella, se acercara a la de Carlos y se tocaran. Nos vemos, dijo y cerró la puerta tras de él

Lunes 18 de febrero, 1974

En Madrid voy a la Procuraduría y anuncio que me responsabilizo de la investigación hasta el pleno esclarecimiento. Ya estoy dentro de los sesenta amargos días que transcurrieron del 15 de febrero al 15 de abril, y durante los cuales vivo una tensión y una angustia de las que jamás podría olvidarme…

—Coronel —le pregunto—. ¿Y dónde dejaron esos tipos el cuerpo de Calderón?

—¡Ah! Nadie lo encontrará jamás. Está en el monte más intrincado de Quintana Roo.

—Sí lo encontrarán, de eso puede usted estar seguro. ¿Y quiénes llevaron a Charras…?

Mis subordinados escogieron a tres que no tuvieran aspecto de yucatecos, para despistar. La orden era sacarlo de la circulación por unas horas, darle un susto; pero mis gentes llevaron la cosa hasta apartarlo fuera del Estado, a ver si se calmaba… Y se les ahogó en la cajuela.

—¿Y usted por qué hizo eso sin mi autorización?

—Señor Gobernador: yo sólo quise servir. Jamás pensé que pudiera ocurrir algo tan horrible.

Jueves 14 de febrero, 1974

6:55 Cuando llegas a tu casa en Mérida, te acuestas inmediatamente. Estás rendido. Intentas dormir pero el cansancio y la excitación de la noche no te lo permiten. Te quedas en la cama dando vueltas mientras escuchas que tu mujer arregla a la niña, le da de desayunar y la lleva a la escuela. La oyes volver. Lava los trastes, pone la mesa para que cuando te despiertes puedas almorzar. Cansado, te levantas y caminas hasta la cocina.

8:12 —No quise despertarte. Pensé que estarías muy cansado y dormirías hasta mediodía —te dice tu mujer.

—No pude dormir. Tuvimos una misión muy difícil.

—¿Mariguana?

—Algo más grueso.

—Qué.

—No sé. Una de esas comisiones jodidas.

—No te habrás metido en algún lío.

—No, no, todo lo hicimos como parte de la policía.

—¿Qué?

—Nada, carajo, ya olvídate que te dije algo.

—¿Qué hiciste? Dímelo.

—Nada, ya te dije.

—¿No me tienes confianza?

—No es eso…

—Soy tu esposa, la única que te puede ayudar si algo sale mal.

—Tuve que matar a un muchacho.

—¡A quién!

—A un tal Charras que le estaba dando lata al gobierno.

—¡Válgame Dios! Ahora sí que te metiste en un lío. ¿Por qué lo hiciste Carlos? Si tú no eres malo…

—Órdenes. No tuve más remedio.

—Hubieras dejado que lo hiciera Sáenz. Vas a llevar sobre tu conciencia la vida de ese muchacho.

—Pueden pasar muchas cosas. Si a mí me pasara algo ve con mi tío Polo y le cuentas todo lo que te voy a decir.

Mientras comes le relatas a tu mujer lo ocurrido durante la noche. Te cuidas de no comentar las partes más violentas para no quedar mal ante sus ojos. Aún así, ella llora desconsoladamente.

—Estás metido en un problema muy grande. Toda la ciudad está de cabeza, lo vi ahora que salí a dejar a la chiquita. La gente cree que se trata de un secuestro. Los estudiantes están alborotados. A ver si no te usan de chivo expiatorio.

11:12 Un poco más calmado luego de desahogarte con tu esposa vas a tu cuarto y te acuestas en tu cama. Duermes durante todo ese día y toda la noche.

Sábado 16 de febrero, 1974

9:24 Te busca Alma Triste —te dice tu mujer—. Le dije que estabas dormido pero me pidió que te despertara. Que viene de parte del comandante Salazar y que es muy urgente.

—Dile que ahí voy —le respondes—. Te vistes a toda prisa, te medio arreglas y sales a hablar con Alma Triste.

—Qué pasó.

—Vengo de parte de Salazar. Me pidió que te informara que hicieron un retrato hablado tuyo y que se te está buscando. Que te rasures las patillas, que le devuelvas la 22 y las balas y que digas en tu casa que te vas de comisión al interior del estado, que vas a estar fuera una semana.

—Hija —llamas a tu mujer.

—Qué pasa —dice ella acercándose a ustedes.

—Aquí Alma Triste dice que me tengo que ir de la ciudad porque hicieron un retrato hablado por lo de Charras y que me andan buscando. Ya sabes lo que te dije, por cualquier cosa.

—¿Quién te puede andar buscando si perteneces a la policía?

—Los estudiantes que están presionando al Gobernador.

Entras a tu cuarto. Te afeitas y te recortas las patillas. Preparas una pequeña maleta y sales a la calle en compañía de Alma Triste.

11:32 —Tengo órdenes de llevarte a la estación de autobuses para que te vayas a Campeche —le dice Salazar en su automóvil—. Jálate para allá y guárdate con alguna de tus amistades hasta que se calmen las cosas. Si necesitas dinero escríbeme pidiendo flores.

—De acuerdo, Comandante. Nada más le suplico que le manden mi quinta cada semana a mi esposa a la casa. Ella está a punto de dar a luz y no quiero que se ajetree mucho.

—Me da mucha pena Carlitos pero tú y Sáenz ya están dados de baja. Ya hasta quemaron sus papeles.

—Ésas son chingaderas, Comandante.

—Lo hicimos para protegerte y para protegernos. La cosa está muy dura. Pero descuida, se te va a seguir ayudando económicamente. Por ahorita te conseguí cinco mil pesos con los jefes.

—¡No mame! ¿Qué puedo hacer con cinco mil pesos?

—Cuando llegues a Campeche escríbeme y te mando una lana más.

—Dígale a los jefes hijos de su chingada madre que si no me mandan el dinero yo voy a regar la sopa. A mí no me van a agarrar de su pendejo, ¡qué poca madre!

—No, no cálmate, estate tranquilo.

—Qué tranquilo ni qué puta madre. O me cumplen o nos lleva la chingada a todos.

—Te vamos a dar 150 mil pesos siempre y cuando hagas lo que te digamos.

—Dénmelos, ¡de una vez!

—Cuando regreses, dentro de un mes.

—Mire Comandante, si no, les armo un desmadre y riego toda la mierda pareja. A mí ya me dieron de baja, ya me llevó la madre. Como yo maté al muchacho, el del problema voy a ser yo pero le advierto que si es así nos va a llevar el carajo a todos. Yo ya no tengo gran cosa que perder.

—Tranquilo, Pérez, tranquilo…

14:06 Salazar te deja en Calkiní para evitar que la gente en Mérida pueda reconocerte. De ahí, aprovechando que tienes dinero, coges un taxi para que te lleve hasta la ciudad de Campeche.

Martes 19 de febrero, 1974

Al día siguiente de esta plática, martes 19, leo en el Diario de Yucatán la noticia del hallazgo de un cadáver, al parecer —dice— de un joven, a orillas de la carretera Peto-Chetumal, no lejos de la población de Carrillo Puerto… Llega el féretro en la madrugada del miércoles 20. La autopista incompleta de los legistas de Carrillo Puerto no detecta la herida de bala de calibre 22 que penetró en el rostro y causó la muerte. Los médicos de Mérida la descubren con un trabajo necrológico legal más profundo, y presentan un dictamen científico que merecía reconocimiento posterior de un eminente criminólogo.

Poco después del sepelio, a mediodía de esa fecha, llegan de México agentes federales, e intensifican un trabajo de pesquisas en coordinación con todas las policías de la península. Llamo al Coronel:

—Ya tengo informes del doctor Humberto Castro Montes de Oca, director de la escuela de Medicina: Charras fue muerto de un balazo. No se ahogó en ninguna cajuela como usted me informó. ¿Qué tiene que decirme de eso?

La cara de Gamboa me revela que tampoco a él le habían dicho la verdad. El hombre está bajo los efectos de un drama interno muy grave. Además, el giro de la opinión estudiantil es de protestas muy intensas contra él por los disparos a la fachada de la Universidad, independientemente de la exigencia justa de que se esclarezca la muerte de Calderón. La huelga estudiantil se generaliza.

Viernes 22 de febrero, 1974

21:47 Cuando Carlos llega a El Calamar Inquieto no ve a Rosa María por ninguna parte. Se sienta a tomar un trago en una mesa y se le acerca una de las chicas que ya lo conoce. ¿Buscas a Rosi? Está ocupada pero ya no debe tardar. Desde aquel viaje a Veracruz, Carlos había convertido a Rosa María en su querida. Caminando por las playas de Mocambo ella le habló un poco de su vida, Carlos atento, sin preguntar nada sobre su pasado. Sabía que le había confiado que tenía un hijo. ¿De qué edad? Tiene siete años. ¿Cómo se llama? Alberto. ¿Vive contigo? No, con mi mamá, aquí en el puerto, por eso era tan importante que viniera. A veces pasa algunas temporadas conmigo. Carlos dejó de pagar por acostarse con ella pero, a cambio, cada vez que venía de Hopelchén a Campeche, dos o tres veces por mes, le traía algún regalo para el muchacho y le daba dinero para que se lo mandara. En cuanto Carlos llegaba, Rosa María dejaba su trabajo y le dedicaba toda la noche. Muchas veces ni siquiera se quedaban en la zona de tolerancia sino que se iban juntos a la ciudad, al cine o a cenar al 303, al Miramar o a la Parroquia, según estuvieran de humor.

Ahora Carlos espera en compañía de Lucía, una mujer morena, alta, de Villahermosa, de tipo un tanto morisco, la mejor amiga de Rosa María, y la que le hizo aquella cosquilla cuando Carlos la conoció, hace más de un año. Carlos permanece en silencio, ensimismado, sin hablar y sin bromear con la simpática Lucía.

—Ahí viene Rosi —le dice ella y se despide.

Rosi viene sola. Camina con garbo, balanceando las caderas moderadamente. Viste un overol que le queda un poco flojo, sin blusa.

—Hola —saluda a Carlos y lo besa en los labios.

—Pide una botella y vamos a tu cuarto —le dice él sin más.

Ella obedece, va hasta donde Chungo atiende el bar, pide que le lleven una botella de Presidente a su cuarto y vuelve con Carlos.

—¿Qué tienes?

—No quiero ver gente.

—Ahorita me dices. Termina tu copa mientras yo escombro un poco el cuarto y Chungo manda la botella.

Cuando Chungo le avisa, Carlos va al cuarto; se sienta sobre la cama, sin mirar a Rosi. Sirve dos copas, le pasa una a ella y él apura la suya de un trago.

—Estoy que me lleva el carajo.

—¿Te sucedió algo?

—No quiero hablar de eso por el momento. Ven, acércate.

Al verlo tan tenso, Rosi se aproxima a él y se sienta sobre sus rodillas.

—A ver, cálmate —le dice y lo empieza a acariciar—. Acuéstate.

Carlos se tiende sobre la cama y ella empieza por quitarle los zapatos y los calcetines. Le abre el pantalón y se lo quita tirándolo por los tobillos. Le pide que se levante un poco y le desabotona la camisa. Ella se pone de pie y se baja los tirantes: Carlos tiene la impresión de ver a dos Rosa Marías, una que cae al suelo lánguida y otra que permanece de pie, desnuda, frente a él. Ella salta del overol, se quita los zapatos con los pies y se acuesta a su lado. Lo abraza, lo besa en el cuello. Pero a Carlos le cuesta trabajo dejarse ir, su mente se halla en otro lado. Se deja tocar, se deja hacer sin poner nada de su parte. La boca de Rosa María se convierte en una araña que recorre su cuerpo y teje su tela. Camina por su cuello, sube hasta su boca, se mete en sus oídos. Desciende. Los hilos de la tela empiezan a formarse. Ha logrado envolver la cara de Carlos y ahora desciende por el pecho hasta el ombligo, Carlos siente las patas que recorren su cuerpo y un dolor que lo hiere al tiempo que le produce placer. La araña ha puesto la vista en su presa y se dispone a atraparla: tiende sus redes, avanza sigilosa, rodea a su víctima y empieza a ejercer sobre ella un poder hipnótico que la hace sentirse desamparada y desear ser poseída, devorada, consumida.

—¿Te sientes mejor? —le pregunta Rosa María.

—Mataron a Charras, uno de mis primos más queridos. Para mí era más que un hermano. Con él crecí, con él viví muchos de los momentos más importantes de mi vida. Lo enterramos ayer. Lo asesinaron. Por eso te vine a ver: quería emborracharme contigo. Me siento de la chingada.

—Yo sé quién lo mató —dice Rosi en voz baja.

—No bromees con eso, por favor…

—Sé quién lo mató.

Carlos se incorpora y la mira a los ojos con una mirada cercana al odio.

—¿Me estás hablando en serio?

—Yo sé quién fue, el querido de la Vaquera. Se llama Carlos Francisco y se dedica a vender mariguana y a trabajar para la policía. Hace algunos días se puso una borrachera tremenda y empezó a gritar como loco delante de todos, yo maté al Charras, yo maté al Charras. Aquí vivimos en un mundito muy pequeño y casi no nos enteramos de lo que pasa afuera, pero la noticia de la muerte de tu primo salió en todos los diarios. La Vaquera lo trataba de calmar pero él estaba muy violento. Yo lo maté hijos de puta y a ver quién me lo va a reclamar porque capaz de que les meto otro balazo como a él, gritaba retando a la gente que estaba en las mesas cercanas. Yo lo maté, cabrones y qué. Y luego se quejaba de que quién sabe quiénes lo habían traicionado y quién sabe cuántas cosas más. Nadie hizo nada porque a leguas se veía que estaba muy borracho y dispuesto a hacer cualquier cosa. Hasta que Chungo con toda prudencia logró que se lo llevaran para su cuarto.

—¿Sabes dónde está ahora?

—Aquí, en la zona, te digo que es el querido de la Vaquera.

—Me tienes que ayudar.

—No me vayas a comprometer, Carlos, por lo que más quieras…

—Rosi, ese hijueputa mató a alguien que yo quería más que a mí mismo de la manera más mierda que te puedas imaginar. No podemos dejar que se nos pele.

—¿Qué vas a hacer?

—No lo sé, pero tienes que ayudarme. Por ahora no le digas nada a nadie. Me voy a ir inmediatamente —dice poniéndose de pie— y volveré tan pronto pueda. Te juro que no permitiré que a ti te pase nada.

—Tengo miedo.

—No te preocupes…

18:35 El taxi te deja a dos calles de la zona. Caminas por la calle terregosa y sin pavimento y pasas por los muchos tugurios, cuartuchos y cantinas que abundan en el lugar. El Calamar Inquieto es el más grande de la zona. Entras directamente y vas hasta el cuarto de la Vaquera. Tocas antes de entrar. ¿Quién? Yo, Carlos Francisco. Encuentras a la Vaquera pintándose las uñas de los pies, su pierna velluda subida sobre la cama, en pantaletas y sostén. Vengo de Mérida, le anuncias tratando de besarla. Pérame que se me va a correr la pintura. La miras paciente. Sacas un churro y empiezas a fumar. El frasquito púrpura relumbra como una flama sagrada en el cuarto. Ves el cabello largo y rizado de la Vaquera. Le cubre casi todo el rostro mientras se inclina para pintarse las uñas. Un halo de luz entra por la ventana e ilumina precisamente el lugar donde ella se encuentra sentada. Observas sus pies y te da risa ver cómo mueve los dedos, como si tocara un pequeño piano imaginario, cada vez que da cuenta de una uña. ¿Por qué no vas por una copa mientras acabo?, te propone la Vaquera. Vas rumbo a la barra. Mira nada más qué milagro, te dice Chungo en cuanto te ve. ¿Cuándo vamos a darnos otro tiro, Carlitos? Ya sabes que pago bien. Ahorita traigo lana de sobra para andar con mariconerías, le contestas. Bueno, ¿te puedo dar un encarguito para México?, te pregunta. Te lo pago, como siempre. Ni madres, le dices, me voy a quedar unos días por acá güevoneando. Si salgo, a lo mejor, pero yo te aviso. Dame una botella de Don Pedro. Sacas tu fajo de billetes, lo que te resta de tus cinco mil pesotes, y pagas. Al fin que luego le vas a mandar pedir más a Salazar. Flores, qué ocurrencia, carajo. Ahora lo ignoras pero después te enterarás que los jefes te habían enviado veinticinco mil pesos y que Salazar se había chingado para él veinte y te había dado a ti sólo cinco. Qué mierda.

Regresas con la Vaquera. La encuentras con las manos extendidas soplándole las uñas y moviendo los pies. Empieza a hacerse de noche. Ven acá, le dices. Hasta que se me sequen las uñas, te contesta. Sirves un poco de brandy en un vaso y se lo pasas. La Vaquera lo recibe con los dedos extendidos. Bebe. ¿Qué te trae por acá? Estoy de descanso, dos o tres días. Traigo harta lana. Qué bien, ¿me vas a llevar a La Uva? Mañana, le dices. La Vaquera te sonríe, se pone de pie, te pasa los brazos por el cuello con los dedos extendidos. Te da un beso.

Domingo 17 de febrero, 1974

1:28 Estás en una de las mesas de El Calamar Inquieto. Ya has fumado dos o tres churros y entre la Vaquera y tú se han bebido toda la botella de Don Pedro. Están en la mesa cuando de repente ves que una mujer descalza, muy morena, sin dientes y con los cabellos revueltos, empieza a bailar frente a ti. Sus contoneos son grotescos, como si estuviera en un trance. Te mira y se detiene. Con los ojos fijos en ti se va aproximando poco a poco hacia tu mesa. La barbilla de la mujer casi toca su nariz. No es tan vieja pero la falta de dientes le da un aspecto siniestro y decrépito. Esboza una sonrisa con los labios cerrados. Un ingeniero, te dice, a usted lo mandó un ingeniero, ¿no? Un ingeniero te mandó matarlo. Sus ojos desaforados te miran intensamente. Tienes miedo. Dame un cigarro, te dice. Se lo das. Te pide fuego. Enciendes un fósforo y cuando lo acerca a su cara sonríe y gira los ojos como si hubiera escuchado tu voz interna. Ve tu vaso sobre la mesa y sin pedirte autorización se lo bebe completamente. ¿Un ingeniero, no? Te repite. Tú no lo mataste, lo mató el ingeniero. La mujer cacarea unas risotadas y se retira sin dejar de mirarte, sin darte la espalda haciendo aspavientos, girando el rostro como si escuchara las mismas voces que tú, voces que te dicen Charras, te busca el ingeniero, el ingeniero, el ingeniero te decía mientras se alejaba de ti poco a poco… Entonces decidiste contestar:

—¡Yo maté al Charras! ¡Yo le di en la madre! Saqué la pistola le tapé la cara con un pedazo de toalla para no verlo y que le suelto un balazo. ¡Yo fui, hijos de puta! ¡Y qué! ¿Quién me lo va a reclamar? Al que se atreva también le meto un balazo. ¡Marrufo! ¡Chan López! ¡Salazar! ¡Bola de culeros! ¡Nadie tuvo los güevos! Ni siquiera Sáenz que cargaba una 45 y que dicen que se ha echado a más de tres. Pero cuando llegó la hora se abrió también, dizque por su pistola. Cuando el viejo Néstor oyó el balazo, dijo “ese cabrón ya mató al muchacho, ya se lo llevó la chingada”. “Allá él”, le contestó Sáenz que ya antes me había dicho “estos lo que quieren es agarrarnos de pendejos”. A güevo, por eso ahora Salazar me salió con que ya estábamos dados de baja. Son chingaderas. A la hora de la verdad todos se culearon. Ni Chan que era el más sanguinario. Qué madrizas le vi ponerle a los pobres pendejos que caían en sus manos. Pero esa noche me dio la oportunidad de verlo como a un globo inflado de mierda. Y ahora me dan una patada en el culo. Pero a mí me la pelan. Yo lo maté, no lo voy a negar, fui el único cabrón que tuvo los güevos de cumplir las órdenes. Pero si me quieren chingar me voy a llevar a muchos entre las patas. Desde el Gobernador hasta el viejo idiota de Néstor. Yo lo maté. ¿Se dan cuenta? No es fácil ver a un tipo ahí amarrado y que te digan nada más así como así “chíngatelo”. Se necesita tenerlos bien puestos para no dudar, se necesita tener cojones para mandar a un pobre cabrón a la mierda así como así. Porque la verdad es que yo ni conocía al Charras. Eso sí, el cabrón se sentía muy gallito pero conmigo se sentó. Creyó que me iba a asustar. Hasta un putazo me dio aquí, vean, me sacó una bolita, tienten. Pero por andar de machito se lo cargó la chingada, pobre cabrón para que ahora me salgan con esas chingaderas. Qué ingeniero ni qué la chingada, ¡fuimos nosotros!

Miércoles 20 de febrero, 1974

Esa misma noche del 20 salgo a México. Me urge informar al Ministro y al subsecretario. El licenciado Moya me recibe a las 10:30 pm y cuando pretendo informarle los tres nombres que el Coronel me había dado, él me muestra un papel en el que están escritos:

22:30 El principal autor, un tipo llamado Pérez Valdez cantó claro en una borrachera en un lupanar de Campeche. Ya está la policía federal tras él, ¡no sé cómo dejaron ir de Campeche a este individuo! me dice el Ministro.