XXIII. X’CAUES
No sé cuánto tiempo ha pasado. Horas, días, semanas. Dónde estoy. Cómo me trajeron. Qué hago aquí. Qué hora es. ¿De día? ¿De noche? Trato de abrir los ojos. No puedo. No alcanzo a mover mis párpados inflamados, por el dolor, por los golpes o porque los tengo cubiertos, pero no puedo. En mi oscuridad logro percibir un vago reflejo de luz. ¿Velas? ¿La luna? Oigo voces, gritos, risas. ¿En dónde estoy? ¿Bajo algún techo? ¿A la intemperie? Tal vez me halle en los adentros de los mismos infiernos. No me puedo tocar la cara. Siento sobre toda la frente un enorme chichón. Las manos y los pies atados. Los oigo. Burlas. La sangre coagulada sobre mi rostro. Me faltan varios dientes.
—Este cabrón se andaba soltando.
—¿Cómo que se andaba soltando? A ver tráiganmelo para acá.
—¿Con que muy chingoncito, no Charras?
Le escupo la cara.
—Pónganle en la madre.
El viejo me detiene por la espalda. Se me acercan. Me miran de arriba abajo.
—Chinguen su puta madre —digo.
Uno de ellos se sonríe. Me tira un puntapié que me estrella los testículos, me dobla de dolor y me reciben con el cañón de la pistola en la boca. El viejo me suelta. Caigo. Me ahogo. Tengo la boca inundada de sangre. Escupo. Varios dientes caen al suelo.
—Ahora sí, cabrón, ¿no que muy gallito?
—Para que dejes de estar chingando, ¡agitador de mierda, rojillo! —me grita otro.
—¡Hijueputa, hijueputa! —claman enloquecidos mientras me hunden las costillas a patadas. Trato de protegerme la cabeza con las manos pero me sujetan los brazos y me cuecen a patadas por todos lados.
Mi tío Raymundo me enseña una gallinita de barro empollando sobre un poco de paja. La saca de su closet a hurtadillas. Me mira con una sonrisa de complicidad en los labios. No le encuentro el chiste. Entonces la abre en dos. Mira, me dice, y adentro veo la figura de un hombre y de una mujer desnudos, listos para coger. Mi tío se ríe. El hombre tiene el sexo erecto. La mujer está recostada sobre su espalda, abierta de piernas. En el sexo tiene pegado un poco de pelo para simular el vello púbico.
Estoy atado a una roca. Una enorme ave de rapiña aletea y pasa junto a mí. No me puedo mover. Sé que viene tras mi corazón. Me pego a la piedra. Risas. Siento los mordiscos, los picos que rasgan mi piel. El cuerpo se me empieza a caer a pedazos. Los pájaros negros vuelan en círculo sobre un cielo amenazante.
—Vamos a quemarlo.
—Vamos a pisarle las patas, al fin que no trae zapatos.
—Te los vamos a cortar, para que no andes presumiendo de güevos, ¡pendejo!
Veo el reloj de Hopelchén. Van a dar las siete. Camino a la escuela. No sé en ese momento que soy feliz como nunca lo volveré a ser. Senos de mujer. La primera vez que tuve unos en mis manos: una mestiza muy morena y un poco gorda lavaba la ropa en el patio de la casa del abuelo Tomás: camino sigiloso. Ella está de espaldas, frente al lavadero. La sorprendo y pongo mis palmas sobre sus globitos llenos de agua. Te lo voy a cortar, me dice, riéndose y yo veo la carne oscura de sus encías.
Frío. Oigo, uno a uno, los graznidos amenazantes, burlones, deformados de los pajarracos. ¿Estoy maniatado contra una roca, o me tienen entre las ramas secas de un árbol a manera de jaula? Han dejado de volar. Unos esperan sobre las ramas. Otros se me acercan a brincos a tirarme picotazos. Siento dolor en las piernas. Humo, carne chamuscada.
—Tu padre ha muerto —me dicen.
La palabra muerte me pega en la cabeza como un mazo. Me echo a llorar. Veo gente, mucha gente y un gran desorden. El pueblo de Hopelchén hace una larga fila. Camino junto a mi madre. Vamos hacia el cementerio. Beti va con nosotros. Los ojos lastimeros del cortejo nos contemplan.
Quiero moverme.
Estoy paralizado.
—¿Qué esperas para darle en la madre? —alcanzo a oír—. Ésas son nuestras órdenes, así que hala.
—Échatelo tú.
—¿Yo por qué? Tú fuiste quien más lo estuvo puteando. Ya ni la jodes, se te pasó la mano.
—Es que todavía me duele la patada que me dio aquí el hijueputa.
—Con la 45 yo lo haría mierda.
—Ahora se chingan o tú o él.
Una playa cerca de Cancún. Mi coche junto a la carretera. Una mujer a mi lado, desnuda. Veo sus nalgas espolvoreadas de arena fina y blanca.
Voces lejanas. Un pajarraco me arranca el cabello. Me duele la boca. La siento inflamada. Mi labio superior me toca la nariz. Tengo las encías reblandecidas y sabor a sangre en el paladar. Mi lengua está seca, como un pedazo infecto de carne que los pajarracos intentan mordisquear. Algunos dientes se me mueven. Siento dolor: en la cara, en las piernas, en las costillas, en los testículos pero sobre todo en las uñas de los pies: asciende de mis dedos a las espinillas y de ahí por los muslos hasta la columna vertebral. Oigo pequeñas explosiones en mi cerebro. Varios pajarracos sobre las ramas se acercan poco a poco a mí. Hago un esfuerzo. Con las manos atadas a la espalda me resulta difícil moverme. Intento zafarme. Debo evitar que me devoren. Pero no tengo más fuerza. Mi cuerpo está frío a pesar de que siento los primeros rayos de sol. Ruidos. Alguien se acerca. Siento aire en la cara. Un graznido. Me quedo inmóvil. Adivino los ojos malévolos y voraces del ave que, frente a mí, chilla y bate sus alas, suspendida en el aire a la altura de mi pecho. Los otros pajarracos, sobre el piso, se entretienen picoteándome las piernas. Recuerdo el sabor dulce de los cocoyoles en miel de piloncillo. Al ver que me no puedo defender, saltan a tirarme tarascazos en el estómago. Anhelan mis entrañas. Pese a todo siento que mi corazón se mantiene intacto. Trepo por un árbol para buscar unos tamarindos frente a la casa de las Novelo. Ama me mira. Qué bárbaro, dice y