¿Rezar? Pues sí, no tiene nada de malo, y mejor que lo hagas en latín, la lengua que dominan nuestros santos. ¿Que nada sabes ya en la lengua de Ovidio y de Lucrecio? ¿Que ni una frase sabes de las oraciones que dictó a san Ambrosio el santo espíritu? Mala cosa. Yo he de decirte entonces plegarias milagrosas, jaculatorias suaves que endulzan el oído del más altivo, del más esquivo santo. Escucha por ejemplo este pausado himno (e infalible) de los siete dolores:

Eheu! sputa, alupae, verbera, vulnera

Clavi, fel, aloe, spongia, lancea,

Sitis, spina, cruor, quam varia pium

Cor pressere tyrannide.

Cunctis interea stat generosior

Virgo martyribus: prodigio novo,

In tantis moriens non moreris Parens

Dirs fixa doloribus.

¿Que no me entiendes nada? Pues bien, te lo traduzco, o dejo que lo haga un célebre poeta, al idioma vernáculo que hablas:

¡Cuán tiránicamente te oprimieron

El corazón los golpes incontables

La sed, la lanza, la hiel, las heridas,

Los clavos, las espinas y la sangre!

Pero tú resististe aquellas penas

Con mayor heroísmo que los mártires

Y fue milagro que sobrevivieras

Por ser mortales sufrimientos tales.

Ya ves qué fácil es, mujer incrédula. Si crees, si confías, si te rindes a la serena virtud de las palabras, los más duros tormentos los soportas. En caso de emergencia, te doy este secreto:

Y ya que la salud es vuestra esclava

Y que la enfermedad os obedece,

Sanad del todo nuestras almas lánguidas

Y haced que en ellas la virtud aumente.

¡Oh, no! No te estoy recetando beatería. Pero decir palabras en voz baja, recitar un rosario sin prisas ni fastidio, sentarse a meditar pensando en nada, ser capaz de vaciar el tiempo de toda ocupación y dejarlo transcurrir tranquilamente, lleno tan solo de palabras que vagamente entiendes, es antigua receta que por siglos y siglos ha venido sirviendo a tus hermanas en goce y en suplicio. Pruébala tú también, que no hace daño.