Las posibilidades de comer dinosaurio, en nuestros días, son bastante remotas. Desaparecieron hace 65 millones de años, cuando por la costra de la tierra no se movían ni siquiera prosimios, o sea antepasados de nuestros antepasados. Los sismosaurios, se sabe, tenían buena carne, al menos en cantidad, ya que llegaban a pesar 90 toneladas. Los huevos que ponían también eran sustanciosos: con un solo huevo de tiranosaurio se podría hacer tortilla para un batallón.

Y es una lástima que no podamos comer dinosaurio porque su carne —así como la improbable leche del mamut— son el único remedio eficaz contra la culpa, es decir contra la lástima por lo que hicimos. Una sola vez en la vida pude hacer un puchero con uno de los cuernos fosilizados de un triceratops. La fálica piedra se obstinaba en irse al fondo de la olla y después de cocerla durante tres semanas sin parar, obtuve una sustancia de tan escasa concentración que me atrevería a llamarla homeopática. Le di el potaje a una anciana necesitada y la mejoría fue ínmediata, aunque no duradera, ya que al cabo de ocho meses la culpa regresó. Y no tuve otra dosis para administrarle y darle absolución.

He encontrado, sin embargo, y con el tiempo, un feliz sustituto de mi secreto antídoto contra la culpa.

Hay un pez, el más curioso pez que pueda haber, que llegó a ser contemporáneo de los dinosaurios. Es un fósil viviente que nada con torpeza en las profundidades del océano Indico, cerca de las islas Comoro, vecinas de Madagascar. Mi descubrimiento, debo reconocerlo, fue casual. Me había ido —corría el año de 1946— de vacaciones de trabajo a Madagascar, con el doble fin de tomar sol y de investigar in situ las posibilidades de perfumería que podían sacarse del cultivo del ylang ylang, una flor que se da por aquellos lados y con la que hoy se fabrica nada menos que el Chanel cinco, hasta que una tarde, cansado de olorosos ejercicios con diferentes concentraciones de los pétalos, resolví dedicarme por dos días a faenas marítimas.

Al segundo crepúsculo ocurrió la pesca milagrosa. En la red que los pescadores locales habían lanzado por la mañana salió atrapado el más extraño bicho que hayan visto jamás mis viejos ojos. Los nativos querían devolverlo de inmediato a la mar, tal como se rechaza un mal pensamiento casi como si fuera un demonio, que hubieran pescado, pero yo me obstiné en que lo conserváramos. Lo tuve congelado durante semanas e indagué por mar y tierra a cuál especie íctica podía pertenecer aquel monstruo marino. Hasta que me enteré de que la curadora del museo de Historia Natural de East London, Suráfrica, señora Lastimer ya había descubierto un pez de esos, ocho años atrás. Tan grande había sido su descubrimiento que a la especie encontrada se le había puesto por nombre celacanto lastimeria. Celacanto por ser como los fósiles de celacanto; Lastimeria en honor de la señora Lastimer. El mismo nombre me orientó en los usos de su carne.

Lo que habíamos sacado pues, era nada menos que un celacanto, el más extraordinario de los fósiles vivientes. En realidad hasta 1938 se lo conocía solamente por el registro fósil y se lo creía extinguido desde los tiempos de los dinosaurios En cambio ahí seguía, tan campante, nadando cauteloso y taciturno por los profundos mares de Madagascar.

Con un filete marinado de celacanto hice mi primera prueba de receta antediluviana y debo recalcar que el resultado fue pasmoso El caldo concentrado de celacanto lastimeria puedo asegurarlo cura de la culpa, y sus efectos duran al menos 38 meses, plazo en el cual es conveniente dar una dosis de refuerzo.

Casi idéntico a los fósiles de hace 60 millones de años, los celacantos vivos conservan su carne pesada y aceitosa, su indeleble olor antiguo, su sabor áspero, muy del gusto papilar de especies ya extinguidas. Basta un bocado de su carne (hervida o en ceviche) para liberarse de ese mal incurable, la culpa. La mayor concentración del efecto benéfico de su sustancia está en los ojos, ojos fosforescentes acostumbrados a ver donde no hay luz, pero también sus aletas carnosas y lobuladas (son las lejanas antepasadas de nuestros pies y manos) dan muy buen resultado.

El problema es conseguir un celacanto. Cada diez o doce años se informa que al fin entre las redes de un remoto pescador del Indico ha quedado enredado otro ejemplar. Los pocos que conocemos sus increíbles propiedades, tenemos que disputárnoslo a fuerza de millones con cientos de paleontólogos y curadores de museos de historia natural, que quieren arrebatar el ejemplar para darle a la ciencia lo que debería pertenecer al arte curativo y culinario.

Hay que vivir atentos. Si tu mal es la culpa, la indomable culpa, vive a la expectativa de la pesca del celacanto. Ponte en contacto con los pescadores de Madagascar que saben el secreto y no dudes en viajar al sitio en cuanto un anzuelo extraviado saque un no menos extraviado ejemplar de celacanto. Extraviado sobre todo, en el tiempo, pues es contemporáneo de los dinosaurios. Estás a tiempo de probarlo, quizás, antes de que la culpa te doblegue. Encarga uno para el próximo decenio y tranquilízate que con un solo filete de su antiquísima carne podrás domar, por el resto de tus días, todas las sensaciones de remordimiento Otras recetas contra la culpa son ineficientes Esos insensatos dolores del alma instalados en tu mente por una dolorosa historia culpabilizante de milenios, sólo los cura un plato de los tiempos de los dinosaurios.