Lloran a veces los niños, y no quieren probar ni esto ni aquello. Hacen muecas, chillan, patalean, protestan. Y las madres se jalan el pelo sufriendo porque sus criaturas no se callan ni se calman ni comen ni van a tener tan rubicundo aspecto como las de la vecina. Hay un secreto para ganar este combate. Secreto no mío, sino de Pellegrino Artusi, mi maestro, el más sapiente cocinero emiliano, benefactor de las escasas, pero ciertas, dulzuras domésticas. Lo traduzco:

«Si tenéis un huevo fresco batid bien la yema en una taza grande, con dos o tres cucharaditas de finísimo azúcar en polvo; luego montad la clara hasta obtener una esponja consistente, y juntadla a la yema mezclando de manera que no se baje. Poned la taza ante al niño con cachitos de pan para que los meta y moje allí, de modo que vaya haciéndose bigotes amarillos y se ponga contento. ¡Ah, ojalá la comida de los niños fuera toda tan inocua como ésta, ya que por cierto habría así menos histéricos y convulsos en el mundo!»