Témele a tu hermana, a tu mejor amiga, y témele también y por supuesto, a la desconocida. Y desconfía de la que menos desconfianza te inspire, y conjura el influjo de la bruja, hierve la sangre de la vampiresa, horrorízate con la lasciva sonrisa que usa la coqueta.

Témeles, témeles a todas, acúsalas, atácalas, invócalas, azótalas. Es el medio infalible para perderlo.

Porque los celos, dijo alguien, son un ladrar de perros que atrae a los ladrones. Y tienen además su parentesco con la cobardía, que mata tantas veces antes de la muerte. El celoso es carnudo antes de tiempo, por creer sospechas y negar verdades, como dijo un poeta. Como un hipocondríaco ve síntomas en todo. Y lo curioso es que la verdad, la certidumbre, produce menos dolor y menos rabia que la simple sospecha.

A propósito. Tengo un potaje (mental) para calmar los celos, para disimularlos, si no para curarlos. Imagínate lo peor: piensa que él pasa su boca por los pelos de su vientre, figúrate su sexo entrando por el sexo de tu peor enemiga, oye incluso sus gemidos de gusto. Ya. De ahí no sigue más: o sí, que él sonríe y está feliz con ella, en otra parte. Ya sí no hay más. Eso es lo peor, lo máximo. ¿No te calmas un poco? No, claro que no. Resulta que contra los celos no hay receta.