Algún día sentirás, si aún no ha llegado, la tremenda desolación de la convivencia. Él no te ve, De repente te hallarás convertida en un ser invisible. Algo a sus ojos te desaparece. Para esta soledad en compañía no vale la alharaca, el llanto no obra efecto, ni la risa. Es una cruel sorpresa encontrarse viviendo con un ciego sordomudo que, sin embargo, sí ve la pantalla de la televisión, sí ve las motas de polvo en los rincones, sí oye el timbre del teléfono, sí hace negocios a pleno vozarrón por su bocina.

Para este mal agudo, dicen algunas optimistas, hay una solución en la cocina. Y sugieren la siguiente receta con poder para cambiar el ánimo:

Conseguir seis perdices deshuesadas (tan hermosa perdiz que hace decir Pardiez). Lavarlas bien, muy bien, e irlas condimentando con sal y con pimienta. Dorarlas en mantequilla mezclada con aceite; agregarles después manotadas de hierbas aromáticas y cucharadas de crema de leche. Al horno van después en fuego regular hasta que estén bien hechas. Se sirven con puré y bien calientes.

Tan difíciles son de conseguir, en nuestros mercaditos, las perdices, que han sido pocas veces las que mis pupilas han logrado probar este conjuro embrujador contra la indiferencia. Reemplaza las perdices por gallinitas enanas y fíjate si con esta pequeña trampa la cosa sale bien. Pero cuando un marido se empieza a quedar ciego, lo mejor es que empieces a hacer caso, tan sólo, a quienes sí te ven.