Nadie se atrevió, según el Evangelio, a lanzar la primera piedra contra la mujer adúltera. ¿Quién no esconde en su corazón el eco de un mal pensamiento? Lo dijo, si no me engaño, un tipo disoluto: el adulterio es la sal del matrimonio, Es decir que cierta dosis de adulterio es necesaria para no aburrirse mucho, para que no se vuelva soso el yugo conyugal que ata a las esposas con los maridos.

Una cierta dosis que, por supuesto, no es igual para todas. No todos los adulterios se cometen de la cintura para abajo. Bien lo saben los padres de la iglesia: también cometemos adulterio en nuestro corazón. Nada más cierto: en nuestro corazón, en nuestra imaginación, en nuestros sueños. Y de vez en cuando, algunas atrevidas, en la realidad.

Que le seamos fieles a nuestra pareja hasta en los más recónditos pensamientos no sólo es improbable: es poco recomendable. A la salud mental le conviene una rendija de infidelidad, una válvula de escape para el agobio demasiado intenso de la convivencia. No te embeleses en las fantasías, pero no te cercenes de toda fantasía.

Es por eso que, insisto, uno de los secretos para mantener el buen genio consiste en una cierta dosis de adulterio. La cantidad adecuada, como con cualquier droga, varía según las personas. Hay quienes se conforman con fugaces miradas en los buses, con permitirse un goce secreto por los piropos oídos en la calle, con un roce de pies y pantorrillas debajo de la mesa… Hay codiciosas que necesitan más.

A éstas que necesitan más, y no las culpo, les doy una receta, no me lo creerán, de la mismísima Biblia:

«He salido a tu encuentro, ansiosa de verte, y al fin te hallo. Tengo tendida mi cama sobre cordones, la he cubierto con colchas recamadas de Egipto. He rociado mi alcoba con mirra, y áloe, y cinamomo. Ven, pues, empapémonos en deleites, y gocemos de los amores tan deseados, hasta que amanezca. Porque mi marido se halla ausente de casa, ha ido a un viaje muy largo y no piensa regresar hasta el día del plenilunio».