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Mayo de 221
Una soberbia primavera fluía por las orillas del Tíber. Habían transcurrido dos años sin que ninguna nueva amenaza hubiera gravitado sobre la comunidad. El campeón imperial del monoteísmo solar, al igual que su familia, no intentó reavivar el tiempo de las persecuciones. Era probable que Heliogábalo y los suyos hubieran llegado a la conclusión de que, antes o después, el cristianismo sería absorbido por la nueva religión y se rendiría al culto de Baal.
Pero ocurría exactamente lo contrario. Desde que dirigía la Iglesia, Calixto podía comprobar cada día que la expansión de la fe cristiana contrastaba con la recesión de los mitos paganos. El mundo grecorromano sólo se convertía esporádicamente al culto de Mitra o al de Cibeles, mientras que hacia las iglesias afluía un creciente número de personas deseosas de adherirse a las enseñanzas de Cristo. Más de dos siglos después del Gólgota, y aunque resultara difícil hacer una estimación precisa, podía afirmarse que casi un quince por ciento de la población del Imperio era cristiana. Y no era una estimación temeraria. Sin embargo, pese a tan propicios elementos, Calixto seguía estando inquieto.
A través de las ramas, el sol poniente lanzaba reflejos amarillentos que se extendían sobre las catacumbas.
Calixto se detuvo cerca de un lucernario. A sus pies se abría el inmenso dédalo y los centenares de lóculos abiertos en las paredes. Había cumplido su misión. Gracias a sus desvelos, el cementerio de la comunidad romana de la vía Salaria había sido trasladado definitivamente allí, a la vía Appia, a las criptas de Lucina. El lugar se había convertido en el cementerio oficial de toda la cristiandad romana.
Tuvo un melancólico pensamiento para los que reposaban bajo tierra: el papa Víctor, Zephyrin, Flavia, cuya sepultura había hecho trasladar allí, innumerables anónimos… En adelante, a la diestra del Padre.
No he venido para llamara los justos, sino a los pecadores.
De pronto, sintió mucho miedo. Acababa de tomar conciencia de la audacia de las reflexiones que, en aquellos últimos meses, no habían dejado de perseguirle. ¿Quién era él para poner en cuestión los dogmas seculares? Antes que él habían existido otros, muy superiores, cien veces más sabios. Y ahora el antiguo esclavo se creía Pedro. Se sintió aterrorizado ante la idea de que podía, a su vez, convertirse en un hereje.
Se dejó caer de rodillas y unió las manos.
– Dios mío… Soy sólo un ladrón arrepentido. Sólo existo y existiré a través de Ti… Ayúdame, Señor… Ayúdame…
Cuando llamaron a su puerta, era de noche todavía. Reconoció inmediatamente a su joven diácono Asterio. Iba acompañado de una mujer mayor, con el rostro descompuesto y los ojos enrojecidos por las lágrimas.
– Es mi madre -balbuceó Asterio-. Trabaja en palacio, al servicio de Julia Moesa, la abuela del Emperador. Esta tarde, concluido su servicio, mi madre ha regresado a su alcoba y no ha encontrado allí a Galio, mi hermano menor. Naturalmente, ha pensado que estaba jugando, en las callejas vecinas, como hace a veces. Pero no ha encontrado rastro alguno.
– ¿Ha preguntado por los alrededores?
– Claro. Ha acosado, literalmente, a los servidores que trabajan en palacio. Nada.
– ¿Y luego?
– Hace una hora, uno de los eunucos le ha revelado que el niño había sido raptado por orden de la propia Moesa.
– Pero ¿por qué? ¿Por qué razón?
– Para el sacrificio.
Esta vez había respondido la madre de Asterio.
– ¿El sacrificio?
– Estoy segura. Los monstruos sirios han raptado a mi hijo para ofrecérselo en sacrificio a su dios. Siempre pasa eso cuando un niño desaparece.
– Aunque sea cierto que las peores desviaciones pueden cargarse en la cuenta de esos individuos, un sacrificio humano me parece…
– Santo Padre, un corazón de madre nunca se equivoca. Además, el eunuco me lo ha asegurado. Han llevado a Galio a su maldito santuario. Tal vez sea ya demasiado tarde.
Calixto lanzó una mirada turbada a su diácono.
– Pero ¿qué puedo hacer?
También esta vez respondió la madre. Lo hizo con voz suplicante:
– Devolverme a mi hijo…
– ¡Mujer, no tengo poder alguno!
– Perdonadla -intervino Asterio-, está convencida de que sólo vos, en todo el mundo, podéis devolverle a Galio.
– Sí, sí -repitió la infeliz-. Vos podéis, sois Cristo, tenéis ese poder.
Calixto pasó una mano por la mejilla de la mujer.
– No -dijo Calixto con indulgencia-, no soy Cristo. Sin embargo, intentaré encontrar a tu hijo.
Ella trató de besarle la mano, pero él se lo impidió y la invitó a sentarse.
– Espéranos aquí mientras Asterio y yo buscamos al niño. Prométeme que no saldrás de esta casa.
– Haré lo que queráis, pero, os lo suplico, devolvedme al pequeño.
Calixto le hizo al diácono una señal para que le siguiera.
Instantes más tarde, tomaban la dirección del Palatino. Si la mujer tenía razón, era allí donde podían encontrar a Galio.
Una sola antorcha iluminaba la entrada del santuario y, de no ser porque se oían de forma intermitente algunos sones musicales, se habría podido creer que el lugar estaba desierto.
Asterio y Calixto ascendieron lentamente por los peldaños de mármol rosado.
Flotaba en el aire nocturno una imprecisa mezcla de mirra e incienso. Cruzaron la sala hipóstila con columnas cubiertas de dibujos lascivos. A lo lejos se empezaban a distinguir brillos y sombras.
Dieron unos pasos más. Ante ellos apareció la piedra negra, el betilo, símbolo de los adoradores de Baal. A su alrededor, bailarinas desnudas revoloteaban como luciérnagas enloquecidas.
El diácono señaló un lugar a la derecha.
Una silueta acababa de aparecer entre las tinieblas. Era un adolescente adiposo, exageradamente maquillado y vestido con una larga túnica adamascada.
El Emperador…, Heliogábalo, señor de aquel lugar.
Calixto no pudo evitar pensar: «Qué escarnio…»
A su lado habían aparecido dos mujeres. La de más edad era Moesa, abuela del César.
Las danzas se habían hecho más sugerentes. Los cuerpos, cubiertos de sudor, se balanceaban ante la torva mirada del adolescente. Cuando los cantos finalizaron por fin, las Bailarinas se quedaron inmóviles para dejar paso a tres personajes masculinos que transportaban, con los brazos en alto, el cuerpo de un niño inconsciente.
– Es él… -susurró Asterio-. Es mi hermano Galio.
Tendieron al niño en un altar de marfil.
¿Sería posible? ¿Aquella grotesca ceremonia podía desembocar en un crimen?
Uno de los personajes, el mayor, tomó a Julia Moesa del brazo y la condujo hasta el pie del altar.
– Es Comazón -susurró Asterio.
Calixto examinó más atentamente al individuo. El nombre no le resultaba desconocido. Comazón Eutiquiano. Alguien a quien toda Roma consideraba un hombre fuera de lo común. Singular figura oriental. Antes de convertirse en el favorito de Moesa, había recorrido una andadura absolutamente impresionante: liberto, marino, prefecto del pretorio, prefecto de la ciudad y dos veces cónsul. Por más de una razón, el asombroso ascenso de aquel hombre parecía señalar el final de un mundo. Roma conquistada por Oriente.
– ¡Heliogábalo! ¡Dios sol! Has alejado las tinieblas y la oscuridad con los rayos de tus ojos. ¡Oh calor que mantiene la vida! ¡Fulgor que se levanta en el horizonte! ¡Vida que abre la noche!
La voz de Comazón había resonado, fuerte y clara, bajo la bóveda.
Una mujer con los labios pintados y los párpados cubiertos de ceniza se acercó al altar. Lentamente, empuñó una daga de mango adornado con piedras finas.
– Santo Padre, hay que actuar…
La melopea había comenzado de nuevo. La mujer levantó el brazo, dispuesta a golpear.
– ¡Deteneos! ¡En nombre del Señor, os ordeno que os detengáis!
– La mujer se inmovilizó mientras todas las miradas convergían en Calixto.
Asustado, Heliogábalo buscó la mirada de su abuela, que parecía desconcertada también.
Sólo Comazón mantuvo la calma.
– ¿Quién eres tú para atreverte a interrumpir la hora sagrada?
– Un hombre que respeta la vida de los demás. Vengo a buscar a ese niño para llevarlo junto a su madre.
Se dirigió con paso firme hacia el altar.
– ¡Cogedle! -ordenó Comazón.
En un abrir y cerrar de ojos, los sacerdotes se arrojaron sobre Calixto y su diácono y los inmovilizaron.
Heliogábalo, más tranquilo, se acercó a los dos hombres y los examinó como alguien que descubriera un animal raro.
– ¡Que los maten! -vociferó un sacerdote.
– ¡Han cometido un sacrilegio!
Comazón, perfectamente dueño de sí, ordenó silencio.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó, clavando una fría mirada en la de Calixto.
– Calixto…
– Le reconozco -gritó Bara, el más agresivo de todos-. Es un cristiano. Es su jefe.
– ¿Su jefe? -dijo Comazón, bruscamente interesado.
– Así es. Ahora, que me devuelvan al niño. No tenéis derecho a cometer…
– ¿No tenemos derecho?
Por primera vez intervino Heliogábalo.
– ¿No sabes acaso que el dios solar tiene todos los poderes?
– No existe dios solar, únicamente hay un Dios: Cristo, Nuestro Señor.
– ¡Sacrilegio! -aullaron los sacerdotes.
– Así pues -prosiguió Heliogábalo-, afirmas que no hay dios solar y que Baal no existe.
– Baal es sólo una quimera, semejante a todas esas efigies romanas desprovistas de sentido: Cibeles, Ares, Plutón… Vuestro Baal no tiene más poderes que el betilo que lo representa.
Aquellas palabras tuvieron el efecto de azuzar más aún el odio de los sacerdotes.
Bara se apoderó de la daga destinada al niño y la dirigió a la garganta de Calixto.
– ¡Todavía no! -ordenó Heliogábalo-. Este hombre me divierte.
Calixto replicó con súbita pasión:
– César, sois todavía un niño. No escuchéis a esa gente que os hace crecer en el error. Tal vez os divierta, pero ¿no veis que vos mismo sois tan sólo el juguete de esa gente? No hay uno solo de ellos que no se ría de vos a vuestras espaldas. Tanto este individuo -dirigió el índice hacia Comazón- como esas caricaturas de sacerdotes os desprecian y no aspiran más que a vivir el poder a través de vos.
En aquel momento, Julia Moesa se inclinó hacia su nieto y le susurró unas palabras que nadie oyó. Heliogábalo pareció primero sorprendido; luego le vieron meditar y, al final, asintió con la mirada.
– Soltad al cristiano -dijo con voz monocorde-. Y devolvedle al niño.
Volviéndose hacia Calixto, añadió:
– Así sabrás que el dios Baal sabe mostrarse magnánimo. Violento, pero tan dulce como el sol.
Los sacerdotes, encabezados por Bara, iniciaron un concierto de protestas. A su entender, el cristiano merecía cien veces la muerte. Pero, en un tono que no admitía réplica alguna, Julia Moesa les ordenó que obedecieran.
Entonces, Calixto levantó al pequeño Galio, inconsciente todavía, y seguido de su diácono se dirigió a la salida del santuario.
Moesa se inclinó de nuevo hacia Heliogábalo.
Muy bien, majestad. Ya veréis como no me he equivocado. Me han dicho que es mejor desconfiar de estos cristianos. Son capaces de lanzar hechizos. Hechizos terribles.
Heliogábalo pareció no oírla. Tal vez pensaba en lo que el hombre le había dicho, y una expresión de niño acosado iluminó furtivamente sus ojos.