19
Hacia la mitad de la velada, la muchacha solicitó al emperador autorización para retirarse unos instantes.
De aquella muerte sólo subsistía ya una vaga aureola tornasolada en el mármol del triclinio. El banquete había proseguido y el vino, habitualmente cortado con agua, corría ahora espeso y pesado en el fondo de las copas. Sin embargo, pese a la trivialidad de las conversaciones, los refinados sonidos de la música y las exhibiciones de las pantomimas, se adivinaba en la concurrencia un profundo malestar. Si bien la mayoría de los invitados había deseado, en mayor o menor grado, la desgracia del prefecto del pretorio, excesivamente poderoso, lo repentino del suceso y el método, expeditivo como mínimo, empleado por Cómodo los habían sorprendido profundamente. Aunque algunos se apresuraran a felicitar al joven Emperador por su vigilancia y el decidido espíritu que había demostrado, el tono parecía desmentirles: una muerte durante un banquete no es nunca de muy buen augurio. Si no hubieran temido desairar al César, todos los comensales se habrían marchado.
– ¿Te aburres?
Cómodo había interrogado a Marcia con voz neutra, sin verdadero interés. Desde el drama no había hablado prácticamente, limitándose a beber en abundancia con la mirada fija.
– No, César… Necesito sencillamente respirar un poco de aire fresco.
Añadió algo que se perdió entre el tañido de las cítaras y, levantándose, atravesó el triclinio con pasos rápidos.
Una vez en el exterior, se impregnó de la lenta respiración de la noche y alzó el rostro hacia el firmamento salpicado de estrellas. El cielo estaba claro, con aquella claridad que sólo se encuentra en plena montaña.
«Dios mío… Dios mío, ayúdame…» Contuvo un estremecimiento al recordar la imagen de Cómodo insultando al prefecto mientras éste, ensangrentado y con los rasgos convulsos, se deslizaba lentamente hacia la muerte.
¿Cómo la naturaleza, tan perfecta, había podido crear semejante duplicidad? Alquimia de virtud y perversidad. Pues era ese contraste lo que la trastornaba. Hasta entonces, sólo había visto en el Emperador a un joven más débil que malvado. Su fascinación por los Juegos y su afición a las proezas físicas eran fruto de la edad. Por otra parte, la opinión pública se mostraba indulgente con todo lo que hacía que el Príncipe se pareciera al común de los mortales. Ni siquiera la inestabilidad mental de su compañero había tenido, hasta entonces, consecuencias realmente graves. Pero esta noche el velo se había desgarrado. Veía, por primera vez, que estaba unida a un personaje peligroso que en cualquier momento podía convertirse en una fiera.
Ciertamente, la traición de Perennis no merecía indulgencia alguna. Sin duda el pueblo comprendería. Pero ella no… No, aquel crimen había sido gratuito. Perennis tenía demasiados enemigos como para imaginar que, antes o después, pudiera escapar al declive. Por otra parte, no sólo estaba el asesinato del prefecto… Marcia recordaba la desaparición, sospechosa como mínimo, de la hermana y la esposa del Emperador; esta última era, sin duda, inocente. Hasta entonces, Marcia había cargado la eliminación de ambas mujeres en la cuenta de los consejeros de Cómodo, hombres como Perennis. Pero esta noche sabía que había cometido un grave error de juicio al mostrar excesiva complacencia con el joven César y, consecuentemente, consigo misma. Lentamente, sus pasos la acercaban al río.
También Calixto se hallaba sumido en sus pensamientos. Miraba con aire ausente la ancha superficie del agua, atenazado el espíritu por la confidencia que Carvilio le había hecho. De modo que Flavia le amaba… Su actitud, sus cambios de humor, todo se explicaba. ¿Y él? ¿La amaba…? Debía reconocer que el sentimiento que le unía a ella había estado siempre teñido de ambigüedad. Ni blanco ni negro. Ni luz ni sombras. Estrecharla contra sí, pero sin desear ir más lejos. Poseerla, pero con el corazón. ¿Acaso era eso el amor?
Hasta que Marcia no estuvo a su lado, no fue consciente de su presencia. Por el modo en que iba vestida comprendió inmediatamente que era una de las invitadas de su amo.
– Perdóname, creo que te he asustado.
– No es nada -replicó él, disponiéndose a partir-. Por la noche, incluso los árboles tienen miedo de los árboles.
– Puedes quedarte… Sólo he venido a respirar un poco. ¡Hace tanto bochorno allí!
En efecto, era una de las invitadas de Carpóforo.
Calixto intentó retirarse de nuevo.
– No te vayas…
La estudió atentamente, sorprendido por el tono empleado. No era una orden, sino un deseo. Se acercó unos pasos para verla mejor y advirtió su gran belleza.
Tenía unos treinta años y sus rasgos eran de una pureza clásica. Sus largos cabellos negros y rizados se ahuecaban en la cabeza antes de caer sobre los hombros, contrastando con el claro óvalo del rostro. Pero eran sobre todo sus ojos los que llamaban la atención: dos lagos de agua pura donde se reflejaban las estrellas. Sin embargo, le intrigaron dos detalles: en primer lugar el sencillo atavío, casi púdico, de la desconocida. Su estola de lino fino, inmaculada, no tenía un profundo escote. Aquella vestidura no estaba -como imponía la moda- abierta por ambos lados y sujeta a los tobillos por una trenzilla. El segundo detalle era la ausencia de joyas. No llevaba al cuello gargantillas de oro; ningún collar pectoral caía entre sus pechos, en sus brazos no lucía serpientes doradas. Finalmente, su oscura cabellera no estaba iluminada por las gemas de una diadema. ¿Era realmente una patricia?
Un molesto silencio se había hecho entre ambos. Calixto lo rompió.
– ¿Sigue allí el Emperador? -preguntó señalando la villa.
Pese a la oscuridad, advirtió que la muchacha se ponía rígida.
– Sí -respondió, abriendo apenas los labios. Tras una pausa, preguntó a su vez-: ¿Eres también un invitado?
– ¿Te lo parezco? -Abrió deliberadamente los brazos para que se advirtiera la modestia de su atavío-. No, soy uno de los esclavos de Carpóforo.
Aunque estaban bastante alejados de la villa, algunos sones de la música y algunas groseras carcajadas llegaban con claridad hasta ellos, transportados por la resonancia de la noche.
– ¿Darías algunos pasos conmigo? -Y la muchacha se apresuró a añadir con forzada sonrisa-: Por la noche incluso los árboles tienen miedo de los árboles.
La invitación le sorprendió de nuevo; realmente era poco habitual que una ingenua
Avanzaban ahora entre las estatuas, alejándose cada vez más de la fiesta. Pronto estuvieron ante un pequeño puente que atravesaba el río. Entonces, ella se detuvo, apoyó los codos en el parapeto y escondió el rostro entre las manos.
– ¿Qué pasa? -se inquietó Calixto.
– No es nada…, nada.
Tuvo que hacer un esfuerzo para no ceder a la tentación de estrecharla contra su pecho, aunque todo le indicaba que ella no le rechazaría. Le pareció que se secaba unas lágrimas en la comisura de los ojos.
– Perdóname, todo esto es ridículo.
Estaba todavía más hermosa con la mirada húmeda y aquella expresión de desamparo.
– Debes de creer que estoy loca. -Y, sin darle tiempo a protestar, prosiguió-: Háblame de ti.
Calixto estuvo a punto de responderle que aquello no tenía importancia.
– Ya sabes, la vida de un esclavo no es muy apasionante. Sobrevive, eso es todo.
– ¿Has estado siempre al servicio de Carpóforo?
– No. Hace tres años que estoy aquí.
– Deben de parecerte una eternidad.
El pasó maquinalmente los dedos por sus negros cabellos.
– Ya no lo sé. He perdido la noción del tiempo.
– Te comprendo.
Quiso preguntarle cómo podía comprender una mujer como ella la infelicidad de un esclavo. Decirle que, sobre todo desde hacía unas semanas, aquella condición le resultaba más asfixiante todavía. Si fuera libre al menos. Algún día… Por un instante tuvo la fugaz visión del monte Haemus, el lago, los bosques…
– Es la primera vez que te veo aquí.
– Acompaño a un huésped de Carpóforo.
La imagen de Cómodo, el príncipe de los dos rostros, acudió de nuevo a la mente de la muchacha. La idea de regresar, de tenderse de nuevo a su lado, la llenó de repugnancia. Confesó:
– Esos banquetes se me han hecho insoportables.
– De todos modos, son menos penosos que una comida de esclavo.
Había utilizado un tono deliberadamente irónico y lo lamentó enseguida.
Ella repuso pausadamente:
– Para algunos, las cárceles del espíritu son, a veces, más difíciles de soportar que una ergástula.
– Tal vez, pero las otras formas de sufrimiento nunca me han consolado del mío.
– Eres infeliz, por eso hablas así. Sin embargo, te diré que en una vida nada es definitivamente bueno o malo. Hay que saber escuchar, tener paciencia.
– ¿Tener paciencia? El día en que te arrancan la vida, en que levantan muros para mantenerte esclavizado, olvidas la palabra paciencia. Sueñas entonces, sencillamente, con que tu odio te sirva de trampolín. Sólo pienso en que llegue mi libertad. Sin paciencia.
Había respondido a su propia pregunta, más que a su compañera, y el tono empleado estaba teñido de aspereza.
– Nunca hay que decir eso. El odio es una palabra que debemos rechazar. Sólo cuentan la tolerancia y el perdón.
¿Tolerancia? ¿Perdón? Aquellas palabras le recordaban las estériles conversaciones mantenidas con Carvilio y Flavia. Se dominó para que no se desbordara la violencia que brotaba de su interior, y se limitó a mirar la corriente que fluía lentamente hacia los límites del jardín. En fin de cuentas, ¿qué podía saber una patricia de sus secretas heridas? Marcia preguntó de nuevo:
– No pareces romano. ¿De qué región eres?
– Nací en Tracia.
– Un rincón del Imperio que no conozco.
A sus pies, el río fluía graciosamente. En la superficie, apenas rizada, podía verse cómo se deshojaba el pálido oro de las estrellas. Marcia se volvió hacia él; sus miradas se cruzaron sin que ni el uno ni el otro intentara desviarla.
– No me has dicho tu nombre.
– Calixto.
– Te sienta bien.
– ¿Por qué lo dices?
– Calixto significa «el más hermoso». ¿Lo ignorabas?
Flavia había cometido el mismo error. El joven se permitió una sonrisa.
– Eres la segunda persona que establece esa relación.
– ¿Quién fue la primera?
El meneó la cabeza.
– Una muchacha.
– Una muchacha… -Marcia había hablado en voz muy baja, algo soñadora. Y añadió enseguida-: Una muchacha a la que…, a la que amas sin duda…
– Si la profunda ternura es una forma de amor, entonces sí, la amo.
– La envidio.
La réplica había brotado espontáneamente, casi sin que la joven lo advirtiera. Se sentía extrañamente bien junto a aquel hombre al que acababa de conocer.
Naturalmente también, con toda la paradoja que aquella seguridad comportaba, Calixto no dudó en absoluto de la sinceridad de la respuesta. Hechizado, comenzó a contarle su vida. Su frustrada evasión. Su encuentro con Flavia. Apolonio. Su entrada al servicio de Carpóforo. Ella le escuchó, atenta, interrumpiéndole a veces para pedir alguna precisión. Qué lejos estaba de la locura, la sangre y la perpetua comedia que eran su cotidianeidad. Nunca antes había sentido tal armonía interior. Nunca antes se había sentido tan confiada, tan cercana a un ser.
Calixto calló por fin, bruscamente turbado por sus confidencias.
– Creo que eres un hombre bueno, Calixto. Y la bondad es algo escaso. -Tras una pausa, dijo-: Tengo que regresar. No he venido sola.
El creyó adivinar en el tono de su voz una pizca de pesar. Pero se engañaba sin duda, o era el reflejo de su propio deseo. Silenciosamente, ascendieron hacia la villa, demorando sus pasos al acercarse a la vacilante luz de las antorchas… Seguían sonando allí las mismas carcajadas, pero sus avinados ecos golpeaban con más fuerza todavía en el dormido cristal del jardín.
– ¡Marcia!
La muchacha se quedó inmóvil.
– ¿Dónde estás, Marcia?
– El Emperador… -consiguió articular.
– ¿El Emperador?
– Ha debido de impacientarse y salir en mi busca.
– Pero, entonces, ¿eres…?
Ella aceleró el paso sin responder. La voz resonó de nuevo en las tinieblas.
– ¡Marcia!
Casi corría. El la asió del brazo, obligándola a detenerse.
– ¡Respóndeme! ¿No serás Marcia, la concubina de…?
De pronto se detuvo, sorprendido por la firmeza del cuerpo de la joven, por los duros músculos que oprimían sus dedos y por la nueva expresión de sus rasgos.
– Es evidente que nunca me has visto en la arena. Ya me había dado cuenta.
Esperó verle adoptar, inmediatamente, la actitud servil y temerosa que los esclavos adoptaban habitualmente en su presencia y que abría un inmenso abismo entre ella y sus semejantes. Pero no. Siguió mirándola de frente.
– No te imaginaba así.
– ¡Marcia!
La voz sonaba más cerca aún.
– Lo sé. Me describen como una prostituta con las manos teñidas de sangre. Una hermana de Cleopatra, de Mesalina o de Popea.
Calixto la miró intensamente, como si intentara leer en su interior.
– Eres lo que eres…
Entonces le tocó a la joven sorprenderse. Repitió, pensativa:
– Soy lo que soy…
Y Calixto creyó leer en sus ojos: «Gracias por no condenarme…»
– ¡Marcia! La llamada era ahora impaciente, irritada. Entonces, con inesperada ternura, Marcia rozó furtivamente con la palma de la mano la mejilla del tracio, dio media vuelta y se fundió rápidamente en la noche.