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Cerdeña, mayo de 191

Las minas de Cerdeña, formadas por yacimientos de zinc y plomo, rivalizaban con las de Galia, Hispania y Dacia.

Habían desembarcado allí, a la sombra de las escalonadas mesetas dominadas por la achaparrada montaña, en el centro de la vasta llanura llamada del Campidano.

El clima era húmedo y transformaba el aire en un pesado vapor difícilmente respirable.

Desde hacía casi dos horas, los penados avanzaban en apretadas filas. Calixto levantó los ojos al cielo. La masa opaca de las nubes anunciaba la proximidad de la tormenta. La lluvia, tan esperada desde hacía seis meses, iba a caer por fin sobre la isla.

Seis meses ya…

La mina se perfiló en el flanco de la colina. La mina, con su fardo de sufrimientos cotidianos. Un calvario que la toxicidad de los humos hacía insoportable.

Para trocear las rocas, los que dirigían el trabajo sólo habían encontrado un medio: las rocas eran caldeadas hasta temperaturas muy altas y, luego, regadas. Se producía así una considerable evaporación de gas, que desgastaba cada día más los pulmones de los condenados. Estaban también las infiltracionesde agua que aparecían intermitentemente y empapaban el suelo donde, pese a todo, era necesario trabajar día tras día.

Calixto se limpió maquinalmente la espesa capa de barro que se adhería a su frente y sus mejillas y siguió avivando el fuego bajo las rocas.

Hacía tres semanas que le habían asignado aquella tarea. Al principio, se había dicho que no lo resistiría. Pero con el paso de los días y la ayuda de la costumbre se había vuelto indiferente. Había concluido que tal vez la muerte no le quisiera todavía.

Ya en los primeros tiempos de cautiverio fue llevado a presencia de los confesores de la Fe. Casi todas las noches, a espaldas de los guardias, se reunían en la penumbra para dar gracias al Señor, convencidos de que con su sufrimiento contribuían a una mayor gloria de Dios. Poco importaba pues el tormento del cuerpo, puesto que el alma, intacta, obtenía de otra parte su sustancia.

La llamada de la campana le arrancó de sus pensamientos.

– El cielo ha acabado por escucharme – susurró una voz a pocos pasos.

Se volvió y, a la móvil luz de las antorchas, reconoció a Khem, un esclavo fenicio condenado por haber asesinado a la esposa de su amo. No tenía más de veinte años, pero aparentaba diez más. Los tres años que llevaba allí habían tallado su rostro como con un buril. Cuando sonreía, su piel seca se resquebrajaba como un viejo papiro.

– Sí, Khem, el cielo nos ha escuchado. Llueve.

Estaban ahora fuera de la galería. Las nubes se vaciaban sobre la llanura y trombas de agua cerraban el horizonte, haciendo casi nula la visibilidad. El monte Limbara, que se encontraba adosado al campamento y casi podía tocarse con la mano cuando hacía buen tiempo, se había convertido en un sudario.

– Claro que, como siempre, tu Dios exagera. Le pedíamos una lluvia reparadora y nos suelta un diluvio.

– Ya te lo he dicho, Khem, es un Dios de infinita generosidad.

– La pitanza es infame, pero creo que hoy será definitivamente indigesta. Sospecho que los guardias han dejado deliberadamente la sopa al aire libre.

– ¡Andando! ¡Andando! Si tanto os gusta la lluvia, os haremos dormir al raso.

Para dar más firmeza a sus órdenes, el guardia intentó, aunque en vano, hacer restallar su látigo contra el inundado suelo.

Necesitaron más de media hora de camino para llegar al campamento. Allí, Calixto pudo comprobar que el fenicio había acertado. No habían tomado precaución alguna para preservar su comida de la tormenta.

Alineados en interminables filas, les sirvieron una mixtura amarillenta y fría, más cercana a la deposición que al puré de pescado.

Khem devolvió su escudilla, asqueado.

– Es infecto…

– Si no te gusta -bramó el guardia señalando el rocoso suelo-, no faltan piedras ni abrojos.

La reacción del fenicio fue tan temeraria como imprevisible. Con un rápido y rabioso movimiento arrojó su escudilla a la cara del guardia.

– ¡Toma, comienza pues sirviéndote!

Siguió un indescriptible tumulto, como si los demás penados no hubieran hecho sino aguardar esa señal. Khem golpeaba con rabia.

– ¡Basta! -gritó Calixto-. ¡Has perdido la cabeza! ¡Basta!

Se precipitó hacia su compañero para intentar separarlo del guardia. Pero Khem, agarrado al otro, ya no le oía. Aquella reacción era su modo de expresar todo el odio acumulado durante tres años. Estaba sordo y ciego. Nadie habría podido hacerle entrar en razón.

A su alrededor los penados habían derribado los caballetes sobre los que descansaban las marmitas y, bajo el diluvio, que como por un hecho extraordinario había multiplicado su furia, las siluetas se empujaban unas a otras en el aire empapado, como fantasmas devueltos bruscamente a la vida.

Calixto, cubierto de barro, se debatía a duras penas en el centro de aquel tumulto de fin del mundo.

Pensó: «Nos matarán a todos.»

– Khem… -suplicó.

Pero su voz se perdió entre los gritos que brotaban por todas partes.

De pronto, con la misma rapidez con la que se había iniciado, la rebelión cesó. Una lluvia de lanzas acababa de caer, hiriendo a algunos penados. Khem, el primero en ser alcanzado, había caído al suelo, y un espeso hilo de sangre brotaba de su pecho.

Khem…

La tropa había tomado posiciones alrededor de los rebeldes.

– ¡Por Némesis! ¡Vamos a enseñaros a oponeros al derecho y el orden!

El tribuno que acababa de hablar dio unos pasos hacia los petrificados prisioneros.

– ¿De modo que no os gusta lo que os servimos? ¡Pues a pan y agua! Les daréis sólo eso hasta nueva orden. Y ahora, ¡mandad a esa carroña a sus yacijas!

Calixto intentó inclinarse sobre los despojos de su amigo, pero una espada apoyada en su espalda le obligó a dirigirse hacia los barracones.

Por décima vez en el transcurso de la noche, Calixto pasó el trapo húmedo por la frente febril del enfermo. Los rasgos ardientes se relajaron un poco y el hombre movió imperceptiblemente los labios.

– Decididamente -gimió-, te doy muchas preocupaciones…

– No hables, tienes que permanecer tranquilo… Guarda tu energía para tiempos mejores.

– ¿Tiempos mejores? ¿Volveremos alguna vez a Italia?

– Sí, volveremos a Italia. Tienes que creerlo.

Y decir aquellas palabras le hizo, al mismo tiempo, tomar conciencia de que no tenían sentido.

Se levantó entonces y fue a apoyarse en el tibio muro de la ergástula. Dirigió su atención al hombre que comenzaba a adormecerse y repasó mentalmente las circunstancias de su encuentro.

Había sucedido dos meses antes. En el centro de la galería donde trabajaba sonó un rugido, seguido inmediatamente por unos gritos y el silencio. Un silencio opresivo, tan pesado como toda la colina que se levantaba sobre las traviesas. Los penados se miraron, petrificados, unidos por el mismo pensamiento: un derrumbamiento. Aquella amenaza los acechaba cotidianamente, en cualquier rincón de la galería.

Se produjo una nueva sacudida, más sorda ya. En alguna parte, arriba, las paredes estaban cediendo. Un torbellino de arena y cascotes cayó sobre los hombres y provocó un movimiento de pánico, al mismo tiempo que, dominando el crujido de las vigas, se oía la voz de alguien pidiendo ayuda. Una sacudida más violenta aún hizo que todos corrieran desordenadamente hacia la salida.

– Por compasión… ¡No me abandonéis!

Por más que Calixto abría los ojos, el muro de negras volutas que se había formado hacía nula la visibilidad. La voz procedía del otro extremo de la galería. No lo dudó. Dio media vuelta y se sumió en las tinieblas.

El aire se hacía cada vez más irrespirable. Los gemidos seguían siendo imperceptibles. Se podía distinguir vagamente, a través de las capas de gas y humo, un cuerpo tendido. Sólo el tronco sobresalía entre los escombros; los miembros inferiores habían quedado aprisionados en una jaula de rocas.

Tan deprisa como pudo, comenzó a apartar las piedras amontonadas. El hombre gemía, jadeando. Unicamente quedaba un bloque. Calixto se inclinó, apoyándose con pies y rodillas en el pedregal, pero la roca ni siquiera se movió. Agotado a causa del aire enrarecido, se incorporó. Pronto, su vida valdría muy poco.

Escudriñó la oscuridad hasta descubrir, por fin, una viga cubierta por un montículo.

Retrocediendo, introdujo la improvisada palanca entre la tierra y la roca. Por fin, a costa de repetidos esfuerzos, consiguió levantarla ligeramente.

– ¿Puedes moverte? Inténtalo… Es el único medio de salvarte.

El herido parpadeó. Con la ayuda de los brazos, comenzó a moverse lentamente.

A Calixto le pareció que transcurría una eternidad antes de que la parte inferior del cuerpo quedara libre. Sólo entonces dejó caer la viga, que cayó al suelo con un ruido sordo.

– ¿Cuál es tu nombre?

Fue la primera pregunta que le hizo el hombre cuando recobró el conocimiento.

Calixto acabó de vendar la herida de su pierna antes de responder:

– Calixto.

– No lo olvidaré, Calixto. Yo me llamo Zephyrin.

– Es curioso, es la primera vez que te veo. Y creía conocer a la mayoría de los prisioneros.

– No tiene nada de extraño. Llegué anteayer por la noche.

– Ahora debes dormir. Dormir y rezar para que tu herida no se infecte.

Mientras cubría a Zephyrin con una delgada manta de lana gala, éste preguntó de nuevo.

– ¿Por qué has arriesgado tu vida?

Calixto respondió con una pizca de ironía.

– ¡Quién sabe! Tal vez me aburría. O tal vez tenía ganas de morir a tu lado.

– ¿Por qué delito estás aquí? No pareces tener mucho en común con quienes nos rodean.

– Lamentablemente, te equivocas. Estoy aquí por un desfalco y por falsificar escrituras. ¿Y tú? ¿De qué crimen eres culpable?

– He sido acusado de la mayor infamia: soy cristiano.

Calixto permaneció pensativo unos momentos, antes de declarar:

– Alégrate, entonces, pues tú y yo somos en cierto modo hermanos…