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– ¡Adelante!
Calixto crispó las manos sobre el grueso cabo y echó a correr con el rostro azotado por los finos granos de arena que levantaban los pies desnudos del pescador que le precedía. A su espalda oía el jadeo de otro hombre, y unos veinte pasos a la izquierda tres hombres más jadeaban al otro extremo de la cuerda. El trenzado cordaje lleno de sal le hería dolorosamente el hombro y el aire fresco de la mañana le abrasaba el pecho.
En la orilla, el chasquido de la red chocando con la espuma resonó en el silencio. La red se volvía más pesada a medida que rascaba el fondo arenoso, más pesada también conforme caían en sus cerradas mallas nuevos peces.
Finalmente, la red estuvo por entero en la húmeda playa, mostrando una multitud de estremecidas escamas.
– Buena jornada -dijo una voz.
– ¡Tal vez nuestro amigo Calixto nos traiga suerte!
– No, amigos, la suerte no existe, pero Dios sabe recompensar el esfuerzo.
Le vio en la playa ayudando a los pescadores a recoger las redes. Intentó dominar los latidos del corazón, que palpitaba en su pecho al desordenado ritmo de las olas. Entonces comenzó a latir más deprisa todavía, dejando en la arena la huella cristalina de sus pasos, inmediatamente borrada por el mar.
Los pescadores se retiraban. El les hizo una última seña. Ella vio entonces que cogía un pez por las agallas y se dirigía a una casita entre las dunas. Iba a entrar cuando, sin razón aparente, se detuvo en el umbral.
Observaba el movimiento de las corrientes. Le gustaba aquella visión de espuma y agua. Le tranquilizaba. Decididamente, el mundo y sus tumultos estaban muy lejos de Antium. Aquí, sólo importaban acontecimientos que se llamaban sequía, tormenta, mala pesca. Emperadores, senadores y prefectos estaban más lejos que las nubes.
Se disponía a entrar cuando, de pronto, algo llamó su atención. Una silueta blanca avanzaba en su dirección, siguiendo la orilla. Una silueta de mujer. Aguardó, sin saber por qué, sin duda para convencerse de que no eran las salpicaduras del mar tejiendo un incomparable espejismo. Sólo cuando ella murmuró su nombre estuvo seguro.
– Calixto…
Marcia se había detenido ante él. Podía percibir su aliento. Veía su pecho que se levantaba. No era un sueño, ni tampoco una ilusión forjada por la espuma y el sol.
– Calixto…
Con un nudo en la garganta, entreabrió los labios, pero no consiguió pronunciar ni una sola palabra inteligible.
El crepitar de las brasas cubría intermitentemente el rumor del mar.
Se acercó a él y apoyó la cabeza en su hombro, como un niño que desea apaciguarse.
– ¿Qué ocurrió luego?
– Narciso me llevó a la villa Vectiliana, salvándome así la vida. Los acontecimientos que siguieron no merecen ser contados. Digamos sólo que serán, en los tiempos venideros, la vergüenza de Roma.
– Me gustaría conocerlos.
– Los pretorianos no habían dado ese golpe de fuerza para imponer algo, sino para obtener la prima que, por tradición, debían recibir en cada advenimiento. Por eso hicieron saber que reconocerían como César al hombre que les concediera el donativum más cuantioso. Aparecieron inmediatamente dos candidatos. Dos de los senadores más ricos. Un tal Sulpiciano y el famoso Didio Juliano. De ese modo, ante la aterrada mirada de los testigos, la púrpura y el Imperio fueron puestos a subasta en el campamento pretoriano. Cada vez que uno de los hombres anunciaba una suma, su rival pujaba. Juliano fue el vencedor del sórdido duelo. Obtuvo el título prometiendo a cada pretoriano varios miles de denarios.
– Es una locura -comentó Calixto-. Y pensar que el objeto de ese sórdido mercadeo era, en definitiva, el mundo.
– Ya imaginarás que nadie hubiera podido respetar a un emperador llegado al poder en estas condiciones. Por ello, apenas la noticia llegó a las legiones provinciales, se supo que éstas proclamaban César a sus respectivos generales: el ejército del Ister, a Septimio Severo; el de las Galias, a Albino; el de Oriente, a Níger.
– ¿Nos acecha entonces la guerra civil?
– Mucho me lo temo.
Calixto permaneció pensativo largo rato, antes de preguntar de nuevo:
– Faltan piezas del mosaico ¿Y tu presencia aquí? ¿Cómo has sabido que estaba en Antium?
– Zephyrin.
– ¿Zephyrin?
– Hace unos días le rogué al vicario que me visitara en la viña. Necesitaba hablar con alguien, compartir mi soledad y mi angustia. La primera pregunta que me hizo en cuanto llegó se refería al trágico final de Eclecto. Mi reacción debió de sorprenderle. No fue la que se espera de una esposa que acaba de perder a su marido.
Marcia calló y cerró los ojos como para impregnarse mejor de la escena.
El vicario y ella se habían instalado en el tablino. Zephyrin, incómodo, había inclinado la cabeza.
– No lo comprendo, Marcia. ¿Querías realmente a Eclecto?
– Desde luego. Pero no estaba enamorada de él. Le lloro como se llora la pérdida de un amigo muy querido. ¿Lo comprendes?
– No del todo. Pero ¿has amado alguna vez a alguien?
La pregunta del vicario había sido formulada como una crítica. Velada, sin duda, pero cuyo sobreentendido no escapó a la joven. Entonces, ésta sonrió con indulgencia.
– No te llames a engaño, Zephyrin, he amado mucho. Apasionadamente. Pero la suerte y la presencia de Cómodo hacían imposible la consumación de ese sentimiento.
Zephyrin frunció el entrecejo.
– ¿Calixto?
– Sí, Calixto. Sólo le he amado a él. -Se irguió con el rostro suplicante-. Durante todo este tiempo no has querido decirme nada. Probablemente, él te lo habría prohibido también. Pero hoy las cosas son distintas. ¡Me gustaría tanto volver a verle! ¡Hablar con él de nuevo! Dime… Dímelo: ¿dónde puedo encontrarlo?
El anciano meditó largo rato antes de decir:
– Vive en Antium. Está a cargo de la comunidad.
Ella, radiante, cayó de rodillas a los pies de Zephyrin.
– Gracias, gracias, amigo mío. Acabas de darme la mayor alegría de mi existencia.
– Te lo he revelado porque creo que nada se opone ya a que os encontréis. Me parece que si Dios ha querido que así sea es porque, en su gran Bondad, considera que tu abnegación merece recompensa.
Y posó suavemente la mano en la frente de la joven, con expresión compasiva. Sabía lo que había sufrido, lo que seguía sufriendo. Sabía que, desde la muerte de Cómodo, la ciudad entera la hacía responsable de todo. Se hablaba de ella como de la peor de las prostitutas, como de la mayor criminal desde Locusto. El mismo, Zephyrin, se comprometía al visitarla. Incluso el Santo Padre había planteado la cuestión de saber si debían seguir considerando a aquella mujer como perteneciente a la comunidad cristiana. Había sido necesaria toda la energía del vicario para imponer silencio a los partidarios de su exclusión, especialmente a uno de ellos, Hipólito, que abogaba por el más extremado rigor. Pero ¿por cuánto tiempo? Toda la Iglesia, tras haber sido defendida por Marcia, se veía hoy indirectamente comprometida por ella.
Zephyrin esbozaba un gesto para levantarla cuando la puerta del atrio se abrió de pronto. Irrumpió Narciso en compañía de Jacinto, que, por su parte, seguía manteniendo su lugar en la Domus Augustana.
– Ama -gritó Narciso-, tienes que huir.
– Sí-jadeó el sacerdote sudando a mares-. Acabo de llegar del Palatino. El nuevo Emperador ha dado orden de arrestarte.
– ¿Arrestarme? Pero ¿por qué? Nunca le he causado el menor problema a Didio Juliano. Y desde la muerte de mi esposo no he abandonado mi retiro.
– Es cierto. Pero acaba de saberse que las legiones de Septimio Severo marchan sobre Roma. Y para nadie es un secreto que Severo es uno de tus compatriotas, alguien a quien has hecho favores. Eso basta para que te acusen de complicidad.
– ¡Tienes que huir! -insistió Narciso-. Los pretorianos están en camino.
– Tienes razón -aprobó Zephyrin-. Deprisa.
– ¿Huir? Pero ¿adonde? -farfulló la joven.
Zephyrin, cojeando, se había acercado a ella.
– Hace un rato hemos hablado de alguien. Y de un lugar…
– ¿Antium?
Marcia abrió los ojos con expresión de sorpresa. Luego, una sonrisa cómplice iluminó su rostro.
– Prepara los caballos, Narciso. Voy a cambiarme.
– Armate también, ama, tal vez tengamos que combatir.
– Así fue como abandonamos la villa Vectiliana Narciso y yo -prosiguió Marcia contemplando las brasas-, disfrazados de jinetes galos. Al principio todo fue perfectamente. Bajamos del Celio y proseguimos el camino hasta la muralla. En la entrada de la puerta Capena las cosas se torcieron. Nos disponíamos a cruzarla cuando uno de los pretorianos de guardia nos cerró el paso.
– ¿Ignoráis que está prohibido llevar armas en Roma?
– Lo ignorábamos, en efecto -replicó Narciso-. De todos modos, salimos de la ciudad.
Con todo, llamó a su superior. El decurión les echó una mirada inquisitiva antes de dirigirse a Marcia.
– ¿Sois acaso extranjeros para quebrantar la ley?
– En efecto -repuso ella, intentando disimular la voz-. Somos galos.
El decurión hizo una mueca muy escéptica y se acercó un poco más. Marcia se estremeció cuando posó su callosa mano en su muslo.
– ¿Te depilas las piernas?
– ¿Hay también una ley que se opone a ello?
– Es mi amante -intentó explicar Narciso.
Pero al decurión no pareció convencerle la explicación. Tomó la mano de la joven.
– ¿Y tú le has regalado este brazalete, estos anillos? ¡Por Júpiter! ¡Por lo menos valen cien mil sestercios!
– ¿Y qué? -replicó Marcia con mal contenida cólera-. ¿Desde cuándo es un crimen la generosidad?
– Decurión -observó uno de los legionarios-, he vivido en Lugdunum y ninguno de los dos tiene acento galo.
Marcia no vaciló. Golpeó con el pie el rostro del decurión y desenvainó su arma al mismo tiempo que Narciso. A continuación se produjo un tumulto. La joven espoleó violentamente a su montura. El animal se encabritó y saltó hacia delante empujando a los guardias. El camino estaba libre. Se alejó al galope y no redujo el paso hasta que llegó a las primeras frondas de la vía Ostiensis.
Cuando se volvió, Narciso había desaparecido.