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Un alba gris y húmeda comenzaba a blanquear el cielo de la ciudad cuando Carpóforo, acompañado de su intendente, la prostituta y una escolta de vigilantes, llegó a la posada del Vicus Jugarius. El prefecto dijo, dirigiéndose a la mujer:

– Ya hemos llegado. Ahora sólo te queda rezar a la Fortuna, Júpiter y todos los demás dioses para que Calixto esté aquí.

Al antiguo amo del tracio no le había hecho ninguna gracia que le arrancaran del sueño a hora tan temprana, y su humor se agriaba.

Fue la inesperada perspectiva de atrapar por fin a su esclavo infiel la que le hizo abandonar el lecho. Y sin embargo, no compartía el entusiasmo de su villicus. A su entender, la muchacha se había equivocado. ¡Calixto en Roma! ¡Si pudiera ser verdad! De todos modos, por seguridad, había seguido los consejos de Eleazar y había dado un rodeo por el foro para obtener la ayuda de una escuadra de vigilantes. El posadero les abrió la puerta con la injuria en los labios y los ojos hinchados todavía de sueño. Pero la visión del prefecto y de quienes le acompañaban atemperó su malhumor.

– Vuelve a tus fogones -le ordenó el magistrado. Y añadió, dirigiéndose a Elisha-: ¡Y tú, llévanos a la habitación!

Temiendo lo peor, el posadero se retiró a la cocina sin la menor protesta. Con todo lo que pasaba actualmente en Roma, podía esperarse cualquier cosa; pero de ahí a imaginar a Elisha como agente de los curiosii…

Conducidos por la muchacha, Carpóforo, Eleazar y los vigilantes subieron por los peldaños de la vieja escalera que, a pesar de todas las precauciones, chirriaba y crujía como si de un momento a otro fuera a derrumbarse.

– Acabaremos despertando a toda la capital -susurró Carpóforo, furioso.

– Es aquí -señaló la mujer.

Eleazar la apartó de un empujón, se abalanzó hacia la puerta y, tras intercambiar una última mirada con su amo, asió la manija en forma de herradura y entró en la habitación.

Calixto, sobresaltado, se incorporó en el lecho, ofreciendo su rostro a las lámparas de los vigilantes.

– ¡Eleazar! ¿Estás vivo?

– ¡Sí, muy vivo, miserable! -rió el intendente descubriendo sus dientes negruzcos-. ¡Ahora podremos arreglar cuentas!

– Sin duda no me creerás -dijo el tracio levantándose-, pero me alivia saberte sano y salvo.

Comenzó a ponerse tranquilamente la túnica. Era cierto. Se sentía en cierto modo aliviado de todo el peso de sus remordimientos.

– Tú, tú aquí… -balbuceó Carpóforo con incredulidad.

El prefecto había entrado a su vez en la habitación, dejando a los vigilantes en el umbral.

– Sí, sí, señor Carpóforo. Soy yo, efectivamente.

Entonces, como si hubiera estado esperando aquel instante, Carpóforo le asestó a su esclavo un golpe terrible que le partió el labio inferior.

– ¡Cuatro años! ¡Cuatro años esperando este momento!

Recobró el aliento y lanzó una mirada circular al antro invadido por las telarañas.

– ¿Cómo es posible que, con la fortuna que me estafaste, te alojes en semejante cloaca?

– La respuesta es sencilla: no tengo ni un as de aquella suma -replicó Calixto, muy tranquilo.

– ¿Ni un solo as de tres millones de sestercios? ¿A quién pretendes hacer creer semejante barbaridad?

– ¡Miente! -bramó Eleazar.

– Tres millones trescientos veintiséis mil cincuenta y siete sestercios exactamente. Gasté buena parte de ellos; la otra se halla en el fondo de un lago, en Alejandría.

– ¡Miente! -repitió el intendente-. Amo, deja que me ocupe de él. Le haré escupir la verdad.

– ¿Tres millones trescientos mil nummi, es decir, ochocientos mil denarios de plata, en el fondo de un lago?

La visión de aquella fortuna sumergida parecía afectar más a Carpóforo que el robo en sí.

Calixto murmuró:

– Estoy en tus manos, señor. Sabía a lo que me exponía viniendo a Roma. Pero te agradeceré, de todos modos, que me digas cómo me has encontrado. En fin de cuentas, hace sólo unas horas que he desembarcado.

– Gracias a las confidencias de tu hermosa amiga -dijo el villicus señalando a Elisha, que permanecía apartada en compañía de los vigilantes.

– ¿Elisha…?

– Al parecer, en otros tiempos le causaste una gran impresión.

Elisha…

Calixto frunció el entrecejo, buscando en su memoria. Recordó entonces la imagen de la pequeña prostituta que tanto le recordara a Flavia y el rostro furioso de Servilio, el proxeneta…

Muy pálida, la muchacha balbuceó:

– Después…, después de tu marcha, mi amo me alcanzó y me confiscó el collar de oro que obtuve gracias a tu ayuda. ¿Qué podía hacer?

Calixto sonrió amargamente.

– Tal vez algo distinto a denunciar al pobre tipo que te había tendido la mano.

La muchacha acusó el golpe, sintiéndose repentinamente incómoda ante aquellas miradas que la escrutaban en la penumbra. Fue Carpóforo quien puso fin a su turbación. Desde que estaba frente a su esclavo, se advertía que una oleada de contradictorios pensamientos se arremolinaba en su mente. Ordenó con voz potente:

– ¡Dejadme solo con él!

– Pero, señor -protestó Eleazar súbitamente inquieto.

– ¡Haced lo que os digo!

La puerta se había cerrado tras los dos hombres. Permanecieron largo rato de pie, con los rasgos apenas iluminados por la tenue y vacilante llama, sin decir una sola palabra.

– ¿Tienes acaso preocupaciones, señor? -preguntó Calixto de pronto.

– ¡Preocupaciones!

El prefecto cruzó las manos a su espalda y comenzó a recorrer la estancia como una fiera enjaulada. El tracio prosiguió:

– ¿Puedo ayudarte?

– ¿Cómo?

Carpóforo se había quedado inmóvil, como petrificado.

– ¡Esto es el colmo! ¡Harapiento, a las puertas del Hades, y hablas de «ayudarme»!

Se produjo un nuevo silencio. El prefecto prosiguió muy deprisa, casi avergonzado:

– Y lo peor…, lo más extraordinario… es que, efectivamente, te necesito…

El tracio apartó entonces la mirada, dejando que Carpóforo se explicara.

– Sí… Puedes presumir de haber dado un golpe perfecto. Nada podía perjudicarme más, ni sucederme en peor momento, cuando la caída de los tipos de interés ponía en peligro establecimientos mucho más sólidos que el mío.

De pronto giró sobre sus talones y, de forma totalmente inesperada, golpeó de nuevo la mejilla del tracio.

– ¡Tú, tú, en quien tenía plena confianza! Por tu culpa tuve que permitir que mi banca desapareciera y todavía hoy me veo obligado a comprometer mis propios fondos para asegurar el avituallamiento de la ciudad. ¡Y es ruinoso! ¡Ruinoso!

– ¿No estarás dramatizando un poco? -replicó Calixto secándose la sangre que brotaba de su pómulo herido-. Has atravesado situaciones mucho más difíciles y siempre saliste bien librado.

– ¡Eso era antes! -exclamó Carpóforo con un suspiro hastiado.

– ¿Antes de qué?

– De la maldición de los dioses, tal vez. Todo va mal, Calixto. Y en todas partes. Las ciudades se empobrecen, las minas se agotan, el número de campesinos disminuye y la tierra no se cultiva. Todos los cargos, incluido el consulado, pueden comprarse. El peso de los impuestos no deja de aumentar y los ricos prefieren huir al campo antes que asumir su participación en las cargas comunes. ¡Y, por añadidura, ha vuelto la peste! Como en las horas más oscuras de Marco Aurelio. Sólo en Roma mata, cada día, a más de dos mil personas. Si esta situación prosigue, mañana el Imperio entero no será más que un inmenso foro desolado y sin provisiones.

Calló, sin aliento, mirando al vacío, con las mejillas trémulas y la tez grisácea.

– Y… ¿qué puedo hacer por ti?

– Debería hacer que te arrojaran a las fieras. Y sería poco para pagar tu traición. Pero el momento es demasiado grave para tomar decisiones apresuradas. Me demostraste de sobra tu capacidad, aunque sólo fuera robándome tres millones de sestercios, como para que decida tomarte de nuevo a mi servicio. Si me ayudas a superar el momento, no sólo olvidaré tu crimen, sino que te daré una importante suma que te permitirá rehacer tu vida. ¿Qué dices?

Calixto se había plantado ante su amo con las manos en las caderas. Pensó, atónito: «Cuando esperaba un castigo me ofrecen una recompensa. Decididamente, los planes de Dios son imprevisibles.»

– ¿Y bien? -se impacientó el prefecto.

– Lo lamento, señor. Pero dos razones me obligan a rechazar tu oferta.

– ¿Cuáles? -bramó Carpóforo.

– Pareces haber olvidado que soy propiedad de Marcia. Tú mismo donaste mi persona a la primera mujer del Imperio. Y emplearme sin su consentimiento sería un robo a los ojos de la ley, ni más ni menos. Pero eso no es todo. Debes saber que ya no podría servirte eficazmente. El nuevo señor a cuyo servicio me he puesto prohíbe tajantemente la extorsión de bienes, el chantaje, las operaciones insulares y demás especulaciones a las que tan bien me acostumbraste.

– ¿Otro señor? ¿Quieres decir que tienes un amo distinto de la divina Marcia?

El tracio asintió en silencio.

– ¿Cómo se llama ese loco temerario?

– No es el tipo de amo en el que piensas: soy cristiano.

Carpóforo parpadeó, meneó la cabeza y pareció derrumbarse.

– Eres cristiano…

Hubo un largo momento de silencio, un silencio pesado que inundaba la estancia. Habríase dicho que el prefecto iba a desplomarse, destrozado.

Por fin, se levantó con increíble lentitud, se dirigió en silencio hacia la puerta y la abrió:

– ¡Lleváoslo! ¡Llevaos a este hombre a la cárcel del foro!

Cuatro vigilantes rodearon enseguida a Calixto y le asieron sin miramientos. Cuando pasaba ante Carpóforo, éste dijo:

– Por si albergaras la secreta esperanza de una intervención de la Amazona, te comunico que el Emperador está al corriente de los más pequeños detalles de tus fechorías y que él mismo ordenó que te buscaran por todo el Imperio. En los tiempos que corren, los prevaricadores son tan mal vistos como la peste. Constituyen unos perfectos chivos expiatorios.

Calixto no respondió. Su mirada encontró la de Elisha, que bajó la cabeza.

Habría jurado que lloraba.