50
4 de diciembre de 192
Marcia era una de las escasas mujeres admitidas en el Ludus Magnus, la escuela de gladiadores situada en el Celio.
Cierto es que, desde hacía algún tiempo, debía dirigirse allí si quería tener una oportunidad de ver al Emperador. Desde hacía varias semanas, sus estancias en la escuela eran cada vez más prolongadas, hasta el punto de que una noche Marcia le dijo, en tono de broma, que acabaría su reinado siendo más gladiador que César. César no parpadeó, no sonrió. Sombrío, nervioso, se había convertido en una especie de roca. Y fuera del Ludus Magnus se mostraba suspicaz, ofensivo, imprevisible; como si se sintiera rodeado de maquinaciones, puñales y venenos. Sólo entre sus queridos gladiadores parecía relajarse un poco y recuperar, de vez en cuando, su humor de antaño.
La litera de la Amazona se detuvo ante el portal del cuartel de la familia
Sin aguardar más, la joven franqueó el portal y penetró en el patio del Ludus cuando comenzaban a deshilacharse las primeras gotas de lluvia. Levantó hacia el cielo gris de nubes una expresión contrariada; no le gustaba entrenarse desnuda en pleno diciembre. Pero hoy no tenía elección. Tomó entonces conciencia de la insólita atmósfera que reinaba a su alrededor.
Al revés que los demás días, el patio estaba desierto. Divisó un grupo bajo el cobertizo situado frente a la entrada. Intrigada, atravesó el gran cuadrado. La arena mojada por las últimas lluvias se pegó desagradablemente a la suela de sus sandalias; le pareció que sólo se oía el crujir de sus pasos. Avanzó con mayor rapidez, revelando la extrema tensión que la invadía cada vez que debía ver al Emperador. El Emperador… ¿Cuánto tiempo hacía que había dejado de pensar en él como en un amante? A medida que se acercaba le llegaban murmullos y difusas exclamaciones. Sólo advirtieron su presencia cuando estuvo a la altura de la columnata. Entonces las voces callaron como por ensalmo y los rostros adoptaron una expresión cerrada, lo que aumentó la aprensión de la muchacha. Nunca la habían recibido de ese modo; incluso creía gozar de cierta popularidad entre ellos.
– Pero ¿qué ocurre? -preguntó, esforzándose por parecer relajada-. ¿Es el cielo lo que os pone de tan mal humor?
Lentamente y en silencio, las filas se abrieron, dejando al descubierto la entrada de los vestuarios.
Cada vez más intrigada, la joven cruzó el umbral y quedó impresionada por la escena. Había allí una decena de hombres, apoyados en las paredes con los brazos cruzados y la mirada sombría. No tuvieron reacción alguna al verla aparecer. Toda su atención se concentraba en un rincón de la estancia. Marcia dio unos pasos más. Sobre una mesa de piedra yacía un hombre de unos veinte años. Sus ojos estaban abiertos de par en par; su pecho, inmóvil. Algunas moscas de reflejos metálicos revoloteaban alrededor de la sangre cuajada sobre una herida en el costado derecho. Al pie de la mesa, de espaldas a Marcia, había alguien arrodillado. Movimientos convulsos recorrían su cuerpo. El hombre lloraba.
– ¿Narciso?
El hombre arrodillado dio un respingo y se levantó de un salto.
La muchacha, pálida, le interrogó con la mirada.
– Ama… -comenzó el entrenador de Cómodo. Pero un sollozo ahogó el resto de la frase.
La Amazona posó en su hombro una mano que quería ser consoladora.
– ¿Qué ha ocurrido, Narciso? ¿Por qué? ¿Por qué tu hermano…? Estos son los restos de Antio…
El joven no respondió y ocultó el rostro entre las manos.
– Ve a preguntárselo a tu querido amante -ironizó entonces uno de los gladiadores, al otro lado de la estancia-. Te describirá sin duda la voluptuosidad que siente asesinando a un joven de veinte años.
Marcia se desconcertó. Señaló con el índice el cadáver.
– ¿Cómodo? ¿Ha sido él?
Narciso respondió:
– Sí… Locura-balbuceó-, locura…
– Te lo ruego, explícate.
– Ya sabes que el Emperador y yo somos discípulos del dios Mitra.
La joven asintió.
– Para su desgracia -prosiguió Narciso-, mi hermano Antio deseó unirse a nuestra fe.
– Para su desgracia, en efecto…
Y Narciso, olvidando en su emoción la elemental discreción que debía observar todo iniciado en los «misterios», especialmente con las mujeres, comenzó a explicarse.
Cómodo había consagrado, hacía poco, una sala al culto de Mitra: el pronaos, en la Domus Augustana. Allí se reunían los oficiantes, sin distinción de origen o de clases, pertenecientes todos a palacio. Iban vestidos de acuerdo con su rango mitriático: los Prometidos, envueltos en un velo ígneo; los Leones, con un manto rojo; los Persas, con una túnica blanca. El, Narciso, en su calidad de Heliodromo, iba vestido de púrpura galonada de oro. Por orden jerárquico, era la segunda dignidad, justo por debajo de la del Padre, ostentada por Cómodo. El Emperador había accedido a aquel rango por un favor especial, sin pasar por las etapas de iniciación, pues era inimaginable que un «ser divino» ocupase una posición subalterna.
Como mistagogo
– La iniciación de Antio había comenzado bien -prosiguió Narciso-. Yo sujetaba una corona por encima de su cabeza, mientras los iniciados lo sometían, uno tras otro, a las pruebas habituales: la del agua, la del fuego y las demás. El Padre debía infligir la última prueba.
– La ejecución -añadió el gladiador que había intervenido unos momentos antes.
– ¿La ejecución?
– En realidad, debía limitarse a una leve herida -prosiguió Narciso con voz sorda-. Y Antio, como exige la tradición, se habría desplomado, fingiendo estar mortalmente herido. El Emperador habría cortado entonces las cuerdas que ataban sus muñecas y le habría invitado a quitarse la venda para contemplar el brillo de su «nueva vida».
El resto era fácil de adivinar.
– Naturalmente, Cómodo no se ha limitado a ese acto simbólico -anticipó Marcia.
El joven iba a responder cuando a su espalda sonó una voz.
– ¡Narciso! ¡Por lo que parece, estás hablando de los misterios!
Al unísono, todas las miradas convergieron en la entrada de los vestuarios. Cómodo se hallaba de pie en el umbral, rodeado por los ocho germanos que componían, desde hacía poco, su guardia personal.
– Sólo me explicaba la muerte de su hermano -intervino rápidamente Marcia. Y añadió muy deprisa-: ¿Por qué, César? ¿Por qué?
– Antio debía morir para renacer en una vida mejor -replicó Cómodo impasible y con la mirada fija, desorbitada-. Me correspondía a mí hacer el gesto, tal como exigía mi papel de Padre.
– ¡Pero sólo debía ser un simulacro! ¿No ves que, ahora, el pobre Antio ha muerto y ya nada le hará renacer?
– Si Mitra no le ha resucitado, es porque no debía de ser digno de ella -fue la única respuesta del Emperador.
Aterrorizada, Marcia recordó entonces que le habían contado que, desde hacía algún tiempo, el Emperador exigía a los sacerdotes de Isis que se flagelaran con escorpiones y no con simples zurriagos de cáñamo.
Además, había abolido el edicto de Adriano que prohibía las mutilaciones voluntarias, para que los sacerdotes de Atis pudieran practicar de nuevo la autoemasculación.
– ¡Pero Mitra nunca ha recomendado que se mate a sus discípulos!
– ¡Sólo yo detento la verdad! Hasta ahora, los Padres se prestaban a un ridículo subterfugio, pero yo restableceré el culto en toda su pureza. ¿Queda claro?
Un silencio acogió estas palabras, un silencio que nadie se atrevió a romper.
De regreso a la Domus, la litera de Marcia se cruzó con la densa muchedumbre que se dirigía al anfiteatro Flavio. La joven le ordenó inmediatamente al esclavo que abría paso que no gritara su nombre. En los tiempos que corrían, cualquier persona sospechosa de moverse en el entorno del Emperador era víctima de acciones de odio y desprecio. Como si la plebe, al no atreverse ni poder castigar a su Príncipe, hubiera decidido dirigir sus resentimientos hacia sus íntimos.
Marcia se puso discretamente el velo sobre el rostro para evitar ser reconocida.
Por un instante, se sorprendió envidiando la beatitud en la que aquella gente parecía complacerse. La descomposición del Imperio, Roma mancillada por los bárbaros… Nada parecía turbar su tranquilidad, siempre y cuando no les privaran de aquellos dos alimentos esenciales: el pan y el circo.
Recuperando cierta objetividad, la joven recordó qué implacable era la vida para la gente humilde. Sin distribución gratuita de trigo, la mayoría de los romanos no habría podido saciar su hambre. En el fondo, los espectáculos eran el único modo de olvidar, por un momento, la mediocridad de su existencia. Y el pueblo no reaccionaba contra los tiranos de modo más violento porque sus excentricidades no le importaban. En fin de cuentas, los oficiales de la guardia pretoriana no se acercarían una mañana a un humilde para decirle: «¡César quiere que mueras!» No, las víctimas de Cómodo ocupaban los puestos más privilegiados de la nobleza y el patriciado. Hoy, el hijo de Marco Aurelio se comportaba exactamente igual que sus predecesores, se llamaran éstos Nerón, Calígula o Domiciano.
Naturalmente, Marcia no podía evitar pensar en su propia situación. Presentía cada vez más que caminaba por el filo de una espada. Y sin embargo, su espíritu rechazaba con todas sus fuerzas ese temor. Cómodo la amaba demasiado. Pero ¿no había amado también a su hermana Lucila? Y había ordenado que la estrangularan, sin el menor escrúpulo, en su palacio de Capri.
En verdad, si la muchacha se hubiera escuchado, habría embarcado ya hacia Alejandría. Alejandría, donde tal vez la esperara aún Calixto…
– Hemos llegado, divina -anunció el jefe de los porteadores.
Arrancada de sus pensamientos, Marcia respondió de mal humor, echando pie a tierra.
– Ahórrame ese apodo, ¿quieres?
Pasó bajo la puerta monumental y atravesó rápidamente el atrio y el peristilo, donde los árboles despojados por el invierno ofrecían un lúgubre espectáculo. Iba a cruzar la puerta de su alcoba cuando adivinó, más que ver, una sombra blanca oculta tras uno de los pilares del pórtico.
– ¿Quién está ahí? -preguntó.
No hubo respuesta alguna.
Sintió que un estremecimiento glacial recorría su espinazo. ¿Un espía? ¿Un asesino? Intentando contener los desordenados latidos de su corazón, la joven se reprochó haberse vuelto tan timorata.
Se acercó resueltamente y descubrió una silueta que salía a la luz.
– ¡Filocómodo! -exclamó, aliviada al ver al pequeño paje-. ¿Por qué te ocultabas?
El niño tenía la tez pálida y los rasgos descompuestos. Huellas de lágrimas se veían en sus mejillas.
– ¿Qué te pasa? ¿Te han pegado?
Conocía a Filocómodo desde hacía largo tiempo y sabía que, de vez en cuando, entregaba su cuerpo a Cómodo o a otros libertinos de palacio. Por ello había visto en él a una víctima, como ella misma, y lo había tomado bajo su protección, esforzándose por reemplazar a la madre que el niño nunca había tenido. Pese a su gesto defensivo, lo atrajo hacia sí. El estalló entonces en sollozos.
– Pero, cálmate, pequeño -dijo Marcia arrodillándose-, y cuéntame tus desgracias.
– No…, no se trata de mí -tartamudeó el paje, secándose las lágrimas con el reverso de su puño cerrado.
– ¿No se trata de ti? Dime, dímelo todo…
Tras un momento de vacilación, el niño sacó un delgado rollo de pergamino y se lo tendió a la joven. Ella lo examinó, intrigada, y se dio cuenta enseguida de que el sello había sido despegado subrepticiamente, sin duda con la punta de un puñal al rojo vivo. Marcia conocía esas artimañas de esclavo. Desplegó con cuidado el rollo y enseguida tuvo la impresión de ser una brizna de paja agitada por las olas de un torrente.
– ¿Cómo… cómo has obtenido este documento?
– El Emperador acababa de hacerme el amor y me había adormecido. Me despertó poco después el murmullo de una conversación entre él y el jefe de los statores, su guardia personal. Cuando advirtió que me había despertado, despidió enseguida al germano y me hizo prometer que jamás revelaría a nadie lo que había oído. No me costó nada hacerlo: apenas había tenido tiempo de comprender lo que decían. Pero esta mañana, al alba, le he sorprendido redactando esto… Ya lo sabes, no acostumbra a ponerse a trabajar tan temprano. Intrigado, he esperado a que se retirara para echar mano al documento.
Marcia leyó de nuevo las órdenes dirigidas al jefe de la guardia. No conseguía convencerse de que no estaba viviendo una pesadilla. Sin embargo, el sentido del texto era claro y formal: se trataba, ni más ni menos, de la orden de suprimirla, al igual que a Eclecto y Jacinto, al día siguiente de las saturnales…