5
Habían pasado el resto de la noche acurrucados uno contra otro, al abrigo de un pórtico. Flavia se sobresaltaba al oír los chirridos de los carros que bajaban por las callejas en pendiente y Calixto procuraba tranquilizarla. Llegada el alba, el muchacho deseó con fuerza que Fustiano viniera a buscarlos: sin duda él habría sabido ayudarlos a encontrar alimento. Lamentablemente, Fustiano no apareció.
Caminando entre los bloques de edificios, Calixto observaba a la niña. Tenía un aspecto más frágil aún que la víspera. Con sus trenzas deshechas, le recordaba uno de aquellos despeinados plumeros que utilizaban los esclavos de Apolonio. La imagen evanescente del anciano cruzó por su mente, y se preguntó cómo habría reaccionado ante su evasión.
A medida que avanzaban, la muchedumbre aumentaba en las callejas. Cogió la mano a su compañera para protegerla lo mejor que podía de la desordenada marea de los viandantes.
– Tengo hambre.
Tabernas no faltaban, pero ¿cómo arreglárselas sin un solo as?
– ¡Mira!
Sin darse cuenta habían llegado a la región V
Calixto se inclinó discretamente hacia Flavia.
– Dime, ¿estás dispuesta a todo para comer?
– ¿Quieres decir… dispuesta a robar?
El asintió al mismo tiempo que ella.
Penetraron en el centro del mercado hasta que Calixto se detuvo ante una cesta llena de fruta.
– Atención -murmuró-, es el momento…
Tendió la mano hacia un rojo melocotón en un gesto que se fundió con el movimiento de las demás manos. Unos instantes más tarde, alentado por aquel primer éxito, lo repitió y confió discretamente su botín a la niña.
Ella mordió enseguida y glotonamente la prieta carne del fruto.
– Espera un poco -le aconsejó Calixto, asustado por tanta inconsciencia.
Flavia no repuso, saboreando por entero su delicia, y cuando hubo terminado hizo ademán de ofrecerle el segundo melocotón.
– No, tres días es mucho más de lo que mi estómago ha soportado nunca. Come, lo necesitas más que yo.
Ella sonrió agradecida y, sin vacilar, atacó la pulpa.
Ahora el sol estaba ya alto sobre la ciudad; nadie parecía prestarles atención. Al albur de los puestos, se apoderó de un pan, un trozo de tocino y un puñado de aceitunas. A la altura de un segundo thermopolium
El aire que los rodeaba estaba impregnado de un cálido olor a garum
– ¿Crees…?
El muchacho observó al mercader, que alababa sin cesar sus pescados mientras servía a un panzudo personaje con los dedos cubiertos de anillos. Calixto examinó unos instantes a ambos hombres antes de estudiar el resto de la decoración. Aquí, los viandantes eran mucho menos numerosos. No existía aquella protección de la masa que antes tan bien había contribuido a hacerlos invisibles.
– No, Flavia, esta vez es demasiado peligroso.
– Pero…
– ¡No, Flavia!
Prosiguieron su camino a través del dédalo del mercado. Confusas ideas se entremezclaban en la mente de Calixto. Le costaba dominar la inquietud que comenzaba a nacer en él. ¿Qué iba a ser de ambos en aquella ciudad laberíntica, sin amigos, sin nadie? Hoy habían tenido suerte, pero ¿y mañana? ¿Y los días siguientes? Cuando se volvió hacia Flavia advirtió que no estaba ya a su lado. Al mismo tiempo, a su espalda resonó un grito tan fuerte que tuvo la impresión de que toda Roma lo había oído.
– ¡Ladronzuela! ¡Devuélvemelo o te costará caro!
– ¡Detenedla! ¡Detenedla!
Como en una pesadilla, vio que la niña estaba perdida y, sin vacilar, se interpuso entre ella y el furor del mercader.
– Pero… ¡Por Júpiter! ¡Déjame pasar! ¿No ves que va a escapársenos de las manos?
A guisa de respuesta, empujó con todas sus fuerzas al hombre, que, sorprendido, fue a caer al pie de los caballetes, y corrió a su vez siguiendo a Flavia.
Su corazón palpitaba como si quisiera romperse. Mientras se abría paso entre los viandantes, su mirada estaba fija en la cabecita rubia que aparecía intermitentemente entre las túnicas.
Estatuas, fuentes, callejas. Sin saber cómo, llegó al arco de Jano, en la calle del Argilete, entre la curia y la basílica Emilia. Se volvió. El mercader parecía haber perdido su rastro, o tal vez, desalentado, había abandonado la persecución. Inspeccionó atentamente la explanada de mármol. Y cuando iba a pasar bajo el arco de Jano, la voz de la niña resonó en sus oídos.
– ¡Estás loca! ¡Por tu culpa hemos estado a punto de sufrir el peor de los castigos!
Ella inclinó la cabeza y le tendió un pescado asado.
– Toma, es para ti…
– No como carne de animal.
– ¡Ah!
– Y no vuelvas a hacer algo semejante. Nunca, ¿ me oyes? Si nos hubieran cogido… -Calló unos instantes antes de proseguir con voz más controlada-. Tal vez tú no corrieras gran peligro, pero para mí hubiera sido mucho más grave. No te lo he dicho, pero soy un esclavo. Un esclavo fugitivo.
Ella levantó un rostro turbado.
– Perdóname.
Sus ojos se anegaron de pronto. El joven tracio se lo reprochó enseguida.
– No llores, hermanita.
Ella sollozó, secándose las mejillas con la palma de su mano.
– ¿Por qué me llamas hermanita?
– ¿No estamos tú y yo solos en el mundo? Soy tu familia y tú eres la mía.
Ella asintió varias veces con la cabeza.
La multitud habitual del foro hormigueaba por doquier. Un grupo de hombres y mujeres noblemente vestidos los señaló con el dedo sonriendo, antes de proseguir indiferentes su marcha.
– ¿Cómo te llamas?
– Calixto.
– ¿Callisto? Qué curioso… ¿Sabes qué quiere decir en mi país? -Tras una corta pausa, añadió-: El más hermoso.
El sonrió.
– No es Callisto, sino Ca-lix-to… ¿Y por qué dices «en mí país»? ¿No eres de Roma?
– Mis padres eran originarios de Epiro. Yo nací allí. Además, mi verdadero nombre es Glikophilousa. Llegué a Italia hace cinco años, tras la muerte de mi madre, y desde entonces me llaman Flavia. Supongo que porque es más sencillo de pronunciar y, tal vez, también porque mi padre trabajaba junto al anfiteatro Flavio.
El creyó inútil hacer más preguntas, consciente de la pena que sin duda le produciría. Por otra parte, resultaba fácil adivinar la continuación de su historia.
El padre, carente sin duda de medios, había decidido librarse de una boca que alimentar. Una alumna… Un calificativo de delicada consonancia y portador de un gran horror. Mientras viviera, no podría ya olvidar la palabra. Pero ¿qué sería ahora de Flavia y de él?
– ¿Habéis robado porque teníais hambre?
Los dos niños se volvieron casi al mismo tiempo.
Calixto asió rápidamente la mano de Flavia y examinó al hombre que acababa de abordarlos. Su silueta no le era del todo desconocida. Estaba convencido de haberle visto ya en alguna parte. Pero ¿dónde…?
De pronto, la imagen del puesto del mercader de pescado regresó a su memoria. ¡Claro! Era el cliente panzudo. Por un instante pensó en huir, pero el desconocido ya había posado su mano en el hombro de Flavia.
– Tranquilizaos. No tengo la intención de entregaros a los vigilantes.
– ¿Qué quieres, entonces, de nosotros? -preguntó Calixto con cierta agresividad.
– Sencillamente, ayudaros. Seguidme, os llevaré a un lugar donde podréis comer, dormir y ganar algunos sestercios.
– ¿Ayudarnos? ¿Y por qué ibas a hacerlo?
– Tal vez porque a tu edad hacía lo mismo que tú. Tal vez también porque ésta -y con un gesto que quería ser afectuoso enmarañó los cabellos de Flavia- habría podido ser mi hija.
¿Podían confiar en él? En la sonrisa de aquel rostro demasiado redondo y manchado por las pecas había algo malsano. Pero Flavia, tranquilizada, había soltado su mano para agarrarse a la del hombre.
En Roma el esplendor se codeaba con la mugre, la opulencia con la miseria. Siguiendo los pasos del desconocido, ambos niños acababan de pasar bajo el arco de Trajano. Tras haber vuelto la espalda al foro de Augusto y flanqueado el templo de Marte Vengador, se hallaron casi sin transición en el lindero de la sórdida Suburra, el barrio más cosmopolita y de peor fama.
Entre las calzadas de desajustados adoquines se veían charcos de agua lodosa, recuerdo de las últimas lluvias. Ratas de reluciente pelaje huían ante ellos. Por todas partes se veían desechos y excrementos. Y Calixto, que todavía recordaba su desventura de la víspera, seguía mirando temeroso hacia arriba. En aquellas hediondas calles, la muchedumbre era menos densa que junto a los foros o las termas, lo cual hacía cada vez más llamativo el abigarramiento de la equívoca gente con la que se cruzaban.
Prostitutas viejas o apenas púberes, de pechos enormes o discretos, de mejillas tatuadas y gritos de loba. Medidores de trigo, espías de la prefectura del pretorio acechando maquinaciones o sediciones. Escitas de tornasoladas vestiduras y cráneo afeitado. Partos de sombrero cilíndrico y pantalones bombachos; tránsfugas de algún pueblo bárbaro; espías de reyes ambiciosos, demasiado temibles manejando la cimitarra para poder ser detenidos sin motivo.
Había también, corriendo en todas direcciones, pandillas de niños de ambos sexos, sucios, desnudos o vestidos con harapos piojosos, que acribillaban a insultos y proyectiles a los viandantes que se negaban a arrojarles unos denarios. Diseminados por los oscuros rincones, jugadores de taba contaban y volvían a contar febrilmente sus monedas de cobre, mientras que algunos viejos enfermos -instalados en el exterior para que tomaran un poco el sol- se agitaban en su jergón intentando rechazar la marea, renovada sin cesar, de cucarachas y garrapatas.
Su guía, por la riqueza de sus vestidos y sus joyas, destacaba en aquel rincón del fin del mundo. Y sin embargo, se movía como alguien perfectamente conocedor del lugar.
Calixto, que se sentía cada vez más incómodo, hubiera puesto de buena gana pies en polvorosa. Pero ¿cómo orientarse en aquel dédalo?
Como si hubiera adivinado sus pensamientos, Servilio -éste era su nombre- se detuvo un instante para sonreírle.
– Me parece que estáis cansados… Pero tranquilizaos, ya no estamos muy lejos del establecimiento de mi amigo Galo. Allí podréis comer y descansar tranquilamente.
Finalmente, Servilio se detuvo ante un thermopolium y se acodó en el mostrador de mármol perforado por unos agujeros en los que habían introducido ánforas de vino melado. A la sombra del tejadillo, varios consumidores charlaban, jarra en mano, de carreras y aurigas.
– ¡Pero si es el viejo crápula de Servilio! -gritó una voz-. Ave, amigo. ¿Qué viento te trae por aquí?
Por las cicatrices que cruzaban su rostro y la venda negra que ocultaba su ojo derecho, Calixto se dijo que había grandes posibilidades de que el tabernero fuera un antiguo gladiador.
– Salve, Galo. Te presento a Calixto y Flavia, mis pequeños protegidos. Tienen hambre y buscan una casa acogedora. ¿Puedes hacer algo por ellos?
– Son hermosos, en efecto. Pero acercaos… Bueno, no lo dudéis, elegid lo que os parezca.
Señaló el extremo del mostrador, donde se alineaban en sucesivos peldaños de mampostería tortas, pasteles de harina y miel, tartas de queso y pastas de uva cocidas.
Flavia, a quien la frugal comida de hacía un rato no había saciado en absoluto, lanzó un grito de alegría. Calixto, profundamente incómodo, tuvo que esforzarse para coger una tortita y tendérsela a la niña.
– Sírvete tú también -le animó Galo.
– Te lo agradezco, pero no tengo hambre…
– Como puedes comprobar -dijo Servilio riendo-, nuestro joven amigo desconfía de ti, de nosotros.
– Ya veo, ya veo… -murmuró Galo-. Pero no tiene nada que temer. Tranquilizaos, niños, luego os daré una buena habitación. Cuando hayáis descansado, decidiremos vuestro futuro.
Calixto miró de reojo una fuente llena hasta el borde de aquellos pasteles que tanto le gustaban. Por fin, sin poder aguantar más, tomó uno, lo devoró de un bocado y se lo reprochó casi enseguida.
¿Cuánto tiempo había dormido?
Las tablas que cerraban la ventana no parecían ya iluminadas por el sol; y sin embargo, a través de los intersticios se filtraban rayos de luz. Fuera se oían gritos y groseras risas. Pero él sabía que aquella ventana no daba a la calle, sino al patio interior. Y hacía un rato, cuando lo había cruzado, estaba desierto. Había sido antes de derrumbarse sobre aquel jergón que hedía a cloaca, abrumado por la fatiga y las emociones.
Una voz, más fuerte que las demás y que reconoció enseguida como la de Galo, atravesó la madera.
– ¡Oh romanos, os saludo! Dejad que exprese la alegría y el honor que me hacéis volviendo, tan fieles como siempre, a mi modesta morada. También esta vez me esforzaré por hacerme digno de vuestra confianza. Ved, para comenzar, un soberbio lote de jóvenes vírgenes.
Presa de un atroz presentimiento, Calixto se abalanzó hacia la ventana e intentó, en vano, abrir el batiente. Sin duda alguien lo había cerrado por fuera. Desesperado, pegó un ojo a uno de los intersticios de la contraventana.
En las esquinas del patio, largas antorchas hundidas en el blando suelo ardían a una altura que doblaba la de un hombre. Iluminaban violentamente un estrado de tablas, erigido contra la pared del fondo, donde se hallaba Galo. La rojiza danza de las llamas hacía más aterradora su cara remendada y mutilada, más siniestro el lamentable rebaño que le rodeaba.
A ambos lados de él se alineaba una docena de niñas apenas púberes. Su aspecto hizo estremecer al joven tracio: les habían puesto un vestido inmaculado, tan fino que a la luz de las antorchas no ocultaba los detalles más íntimos de sus cuerpos juveniles.
– Sí, nobles señores, no estáis soñando. Vírgenes. Estas tiernas corderas no han servido nunca. Pero os noto escépticos. ¡Subid, mirad y tocad!
Los nobles señores no eran sino vagabundos hirsutos y andrajosos que, con los ojos muy abiertos y jadeantes, habían acudido tan sólo para presenciar el espectáculo. También había alcahuetas envejecidas e informes, probablemente al acecho de alguna «ocasión». Algo aparte, un grupo de gente mejor vestida observaba el espectáculo con mirada cansada y vagamente asqueada. Sin duda eran libertos deseosos de encontrar mercancía que saciara el placer de sus señores.
Acababa de distinguir a Flavia entre las demás niñas, menuda, asustada, más huérfana todavía.
– Vamos, gacelas mías. Vamos, maripositas. Bailad un poco, que vean cuan hermosas sois.
Se escuchó el son agridulce de un caramillo y las niñas se movieron mecánicamente, imitando con torpeza a las bailarinas de mímica.
Flavia vaciló y, luego, tras recibir un codazo de una de sus compañeras, se resignó a seguir el ejemplo.
– ¡Diez denarios solamente! ¡Diez denarios por una de estas pequeñas maravillas! No lo dudéis. Acercaos. Tocad… Sí, mi buena Calpurnia, ¿cuál te gusta más?
Una enorme alcahueta, doblándose bajo el peso de sus colgantes, se había acercado al estrado. El corazón de Calixto se aceleró cuando la vio señalar con el dedo a Flavia. Galo, sonriente, le indicó a la niña que se acercara y, cuando ésta intentó retroceder, la agarró firmemente de la mano y la condujo hacia su monstruosa cliente. Cuando ésta hubo logrado, con mucho esfuerzo, encaramarse a las tablas, que gimieron bajo su peso, se acercó a Flavia y alisó con admiración sus sueltos cabellos. Se produjo un intercambio de palabras inaudibles y Galo hizo caer los últimos velos de su víctima.
Con cierta fascinación, Calixto pudo entonces contemplar el cuerpo desnudo de su pequeña compañera, que se estremecía a la luz ocre de las llamas.
Las grasientas manos de la llamada Calpurnia recorrieron sus nacientes formas, se deslizaron por sus flancos hasta la delicada hendedura del pubis.
– ¡Calixto!
El desesperado grito de Flavia le golpeó en pleno corazón. Sin pensarlo, saltó hacia la puerta y se destrozó las uñas intentando moverla. Enloquecido, regresó a la ventana y repitió su tentativa, fracasando también. Como una fiera enjaulada, giró sobre sus talones y, luego, evaluando la delgadez de las paredes cuyas grietas disimulaban la mugre y el yeso, tomó impulso y golpeó con el hombro el tabique. Este se rompió como una hoja seca, zambulléndole al mismo tiempo en una nube de polvo y restos diversos. Pasó la mano a través de la pared, agarró una delgada vigueta y la sacudió en todos los sentidos hasta hacerla ceder. Se produjo un nuevo derrumbamiento: esta vez, la abertura fue lo bastante grande como para permitirle pasar.
La muchedumbre se agitó con pánico al ver a aquel adolescente cubierto de polvo, de aspecto hirsuto y mirada enloquecida. El tracio dio un par de saltos y se plantó en el estrado. La enorme alcahueta, paralizada por el miedo, no se había movido. La vigueta que Calixto manejaba como si fuera una sarisa macedonia le golpeó en el vientre.
Boquiabierta y sin aliento, Calpurnia cayó al pie del estrado; parecía como una tortuga boca arriba.
Calixto se precipitaba ya hacia los peldaños, sin dejar de blandir su improvisada arma. Pero no había contado con Galo, que no en vano había frecuentado los anfiteatros del Imperio. Su pierna surcó el aire, golpeando al adolescente en la cadera. El tracio perdió el equilibrio y cayó cuan largo era, soltando el arma. En un abrir y cerrar de ojos, el antiguo gladiador se arrojó sobre él y lo agarró del cuello, aplastándole con su peso. Calixto se ahogaba. Entre una neblina, oyó un grito sin duda proferido por Flavia, mientras Galo, con una sardónica sonrisa en el rostro, jadeaba, enviándole a la cara un aliento acre, cargado de ajo y vino peleón.
Asfixiándose, Calixto agitó las manos como un náufrago. Una piedra cayó milagrosamente en una de ellas. La agarró y golpeó en la sien a su adversario con desesperada violencia, obligándole a que le soltara. Alentado, golpeó una y otra vez, logrando derribar a Galo. Cuando se disponía a dar un nuevo golpe, una mano aferró su muñeca.
– ¡Basta ya!
Calixto se volvió rápidamente. ¡Efesio! El intendente del senador Apolonio. Pasmado, obedeció. Como si no hubiera hecho más que aguardar aquel instante, Servilio emergió de entre la concurrencia y se apresuró a expresar su agradecimiento al villicus.
– Seas quien seas, te has ganado el derecho a consumir aquí, gratuitamente, tantas jarras de vino como quieras. No es la primera vez que este rebelde se subleva. Gracias a ti, esta vez será severamente castigado.
Calixto abrió la boca para protestar, pero Efesio no le dio tiempo.
– Basta ya de cháchara…
– ¿Qué…, qué quieres decir?
– Este esclavo pertenece a mi señor, el senador Apolonio. Estoy aquí para recuperarlo.
Tras unos instantes de desconcierto, Servilio recobró el aplomo.
– Te equivocas. Este efebo es, desde hace un año, propiedad de mi amigo Galo.
– No me equivoco y lo sabes -replicó firmemente Efesio.
– Vamos, debes de confundirte -insistió el proxeneta-. Todos los presentes te dirán que han visto a este adolescente desde hace meses en el establecimiento de Galo.
Hubo movimientos afirmativos de cabeza y murmullos aprobadores.
– ¡Estáis cometiendo falso testimonio! -lanzó una voz nueva y llena de autoridad.
Se produjo un revuelo y aparecieron cuatro personajes de impresionante talla, rodeando a un anciano de aspecto endeble: Apolonio y los porteadores de su litera. Señalando la orla púrpura que bordeaba su toga, el recién llegado interpeló a Servilio.
– Como puedes comprobar, soy senador. Confirmo las palabras de mi intendente. Este esclavo es mío, efectivamente. ¿Quieres disputármelo ante el tribunal consular?
Servilio contuvo una mueca: los portadores de laticlavo eran, para él, peces demasiado gordos. Incluso sus amigos habían retrocedido instintivamente.
– Señor -balbuceó-, aunque esté seguro de mi derecho, yo…
– Sospechaba que, con tu belleza, te encontraríamos en algún lupanar -susurró Efesio al oído de Calixto-. No dudes que tienes suerte, mucha más de la que mereces. De haber estado yo en el lugar de nuestro señor, de buena gana te habría dejado reventar aquí como una rata.
El adolescente apenas atendió a las palabras del intendente; acababa de encontrar la desgarrada expresión de Flavia.
– ¡Señor! -gritó, dirigiéndose a Apolonio y señalando a la niña-. Ella está conmigo.
Apolonio miró a Flavia y, volviéndose hacia Servilio, preguntó:
– ¿Cuánto por esta niña?
– ¡No le pertenece! -protestó vivamente el tracio-. Es…, es una… -Buscaba la palabra-. Es una alumna.
– ¡Ah, es eso! ¿Sabes -continuó Apolonio- que podría haceros detener a todos por rapto de una niña libre?
– ¡Pero, señor! -gritó Servilio-. ¡Los alumni son de quien los recoge!
– Por eso vendrá conmigo y con mi esclavo. ¿Alguna objeción?
Servilio apretó los puños, miró el impresionante físico de los porteadores que escoltaban al senador y acabó meneando, resignado, la cabeza. Calixto se acercó entonces al anciano y, tras vacilar unos instantes, se decidió a pronunciar unas palabras que nunca hubiera creído poder decir:
– Gracias…, amo.
Apolonio reprimió una sonrisa, dio unas palmadas y se dirigió hacia su litera.
El tracio tomó de la mano a Flavia, que se había apresurado a cubrirse con su túnica. Efesio cerró la marcha. Tras ellos, los proxenetas rodeaban a Galo, que permanecía tendido en el mismo lugar. Una mancha de sangre se extendía a la altura de su sien.