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Agosto de 217

Por encima de la villa Vectiliana, la noche había cubierto todo el paisaje y el cielo parecía un inmenso campo de luciérnagas.

En silencio, Jacinto le tendió a Calixto la dalmática blanca enriquecida con seda y adornada con dos franjas púrpura. El tracio, con el torso desnudo, la cogió y la examinó con una media sonrisa.

– Es casi una vestidura regia…

– Las hay mucho más suntuosas -se apresuró a replicar Jacinto-, y para ti, esta noche, ninguna ropa es lo bastante digna.

Casi de inmediato, en la mente de Calixto apareció la visión de otra túnica, entrevista mucho tiempo atrás en la cala del Isis, el prestigioso navío de Carpóforo. Permaneció meditabundo unos instantes antes de decidirse a ponerse la túnica.

Se oían murmullos y pasos procedentes del exterior.

Se acercó al ventanal a través del cual soplaba una fresca brisa y permitió que su mirada vagara por las estrellas. En el jardín, a la luz de las antorchas y las lámparas griegas llevadas por la muchedumbre, vacilaba la sombra de los cipreses.

Zephyrin había muerto una noche similar a ésta. ¿Hacía una semana? ¿Un mes?

El tracio hizo una profunda inspiración, como si deseara impregnarse de la serenidad de la noche; luego invitó a Jacinto a seguirle.

– Vemos que de la autoridad divina es de donde procede la costumbre de elegir al nuevo papa en presencia del pueblo, ante los ojos de todos, y la de hacer que el testimonio público apruebe a un elegido digno y apto para sus funciones. Pues, en los Números, el Señor le da a Moisés esta orden: Toma a Aarón, tu hermano, y a Eleazar, su hijo, y sube con ellos al monte Or; y allí que se despoje Aarón de sus vestiduras y revista de ellas a Eleazar, su hijo, porque allí se reunirá Aarón con los suyos; allí morirá.

Agustín, el obispo de Corinto, hizo una pausa antes de proseguir.

– Cuando todos hayan dado su testimonio según la verdad, y no sólo una opinión preconcebida, de que el hombre presenta en efecto esas cualidades ante el tribunal de Dios y de Cristo, por tercera vez éste interrogará al pueblo para saber si es realmente digno del ministerio.

Al llegar a este punto de su discurso, Agustín se calló de nuevo y observó a la muchedumbre. Un impresionante silencio reinaba en el peristilo, apenas turbado por el rumor del aire en el follaje.

– Como exige la tradición, tengo que pediros que confirméis vuestra elección. ¿Es este hombre el que deseáis poner a la cabeza de la Iglesia, a la cabeza del pueblo de Dios?

Y el obispo señaló con el índice al hombre que estaba en primera fila y a cuyo alrededor se sentaban, en semicírculo, todos los miembros del presbiterio.

– Sí, es él.

Por segunda vez, Agustín hizo la pregunta, pero esta vez dirigiéndola a los diáconos, los clérigos, los confesores de la Fe y los obispos, que asintieron al unísono.

Sólo entonces invitó a Calixto a acercarse al altar que había sido erigido en el centro del jardín.

Al mismo tiempo avanzaron los diáconos manteniendo abierto el gran libro de los Evangelios, y lo elevaron por encima de aquel que se convertía en el decimosexto papa de la joven historia de la Iglesia.

Agustín colocó las manos en la frente de Calixto y dijo con voz potente:

– Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo, contempla a quien es humilde. A Ti, que te complaces, desde la fundación del mundo, en ser glorificado a través de quienes Tú has elegido, derrama ahora también el poder que de Ti procede, el del Espíritu soberano. Concede a tu servidor, al que Tú has elegido para el episcopado, que haga pacer a tu santo rebaño y ejerza el soberano sacerdocio sin reproches, sirviéndote día y noche. Que, en virtud del Espíritu, tenga el poder de perdonar los pecados de acuerdo con tu mandamiento, que distribuya las cargas siguiendo tus órdenes, en virtud del poder que Tú diste a los apóstoles. Con el Espíritu Santo, en la Santa Iglesia, ahora y por los siglos de los siglos.

Luego, sucesivamente, todos los miembros del presbiterio, los obispos presentes, se acercaron a Calixto, se inclinaron ante él y le ofrecieron el ósculo de la paz. Casi imperceptibles al principio, las primeras estrofas del salmo XVIII se elevaron de entre la muchedumbre; poco a poco el canto triunfal aumentó, creció y acabó inundando el cielo de Roma, como las aguas de un fabuloso torrente.

Entonces, el nuevo Papa se dirigió lentamente hacia el altar y comenzó a celebrar su primer oficio. En el momento del sacrificio tomó el pan, lo partió y declaró:

– Mientras se entregaba al sufrimiento voluntario para destruir la muerte y romper las cadenas del diablo, para llevar a los justos hacia la luz, tomando el pan, dio gracias y dijo: Tomad y comed todos, éste es mi cuerpo entregado por vosotros. Del mismo modo, levantando el cáliz: Esta es mi sangre, derramada por vosotros. Cuando hagáis esto, hacedlo en memoria mía.

Calixto cerró unos instantes los ojos y creyó oír las últimas palabras pronunciadas por Zephyrin en la agonía:

«No fue enviado sólo para las ovejas descarriadas…»

Levantando la cabeza, contempló a los fieles y dijo:

– Para que sobreviva la gloria de Dios y sobreviva la Fe en toda su verdad, que mis sucesores recuerden estos tiempos. Que la Iglesia abra sus puertas, que no se encierre en sí misma como una mujer vieja y desabrida empecinada en estériles certidumbres. Que nunca siga la corriente de los ríos, sino que, por el contrario, sea esa corriente. La fuerza del Nazareno estuvo, ante todo, en su ruptura con los prejuicios y en su infinita tolerancia. La tolerancia no es otra cosa que la inteligencia del alma: deseo para la Iglesia de los siglos futuros la inteligencia del alma.

Pronunciadas estas palabras, el Santo Padre comenzó a distribuir la eucaristía.

Ayudado por Asterio, se dirigió a la primera fila. De vez en cuando, reconocía rostros familiares. Alexiano el panadero, Aurelio el lictor, Justiniano el decurión. Humildes o ricos, cada semana, sin falta, hombres de todas clases llegaban para engrosar las filas de la cristiandad.

Y entonces la vio.

Ciertamente, sus cabellos habían encanecido y algunas arrugas surcaban su frente, pero su silueta había conservado la misma armonía y se mantenía la expresión ardiente y voluntariosa de sus ojos. Sus miradas se encontraron, ambas intensas, ambas vacilantes entre la brusca marea de los recuerdos.

La mano de Calixto tembló ligeramente al ofrecerle la eucaristía. El hombre creyó percibir un temblor en sus labios. Sus dedos se rozaron. Ella inclinó el rostro y cerró los ojos. El siguió celebrando el oficio.