24

El alba enrojecía el cielo sobre las colinas mientras los últimos fieles salían de la villa Vectiliana. Se dispersaron rápidamente en grupitos, iluminándose con antorchas y lámparas griegas a lo largo de las callejas oscuras y tortuosas de la ciudad dueña del mundo.

La puerta de la elegante domus permanecía abierta de par, mostrando el atrio donde una pareja se demoraba. El hombre se había echado sobre los hombros una clámide oscura que cubría su dalmática blanca. La mujer, tras haberse arreglado el chal sobre sus cabellos negros como el azabache, se inclinó hacia el estanque del impluvio y mojó en él los dedos, haciéndolos luego correr a lo largo de sus ojos.

– ¿No te encuentras bien? -preguntó su compañero, sorprendido.

Marcia se volvió con una sonrisa de excusa.

– No es nada, Jacinto. Pero hay tanto contraste entre el frescor que reina aquí, en nuestras reuniones, y el clima de la Domus Augustana que a veces, como ahora, siento deseos de no regresar.

El sacerdote aprobó con la cabeza y tomó la mano de la joven con gesto afectuoso.

Desde que, gracias a su influencia, había obtenido un modesto empleo en la casa de César, el sacerdote comprendía mejor a su amiga. Pese al lujo y las delicias que reinaban en el Palatino, no era menos cierto que, en aquel ambiente donde predominaba la intriga y los valores se extraviaban, el lugar hacía pensar en una antecámara del Estigia.

– Valor -murmuró Jacinto.

– Valor lo tengo y seguiré teniéndolo. Lo que más me falta es algo de serenidad y de pureza.

Abandonaron a su vez la domus sin molestarse en coger un candil. Ambos conocían perfectamente todos los recodos del camino que llevaba al Palatino. Además, los primeros fulgores del día invadían ya el paisaje.

– Marcia, ¿acaso…?

Presintiendo la pregunta, la joven respondió:

– No, Jacinto, el Emperador sigue sin mostrar ninguna disposición a convertirse.

– No debes abandonar. Inténtalo, vuelve a intentarlo. ¡Sería tan importante para nosotros!

– Y, sobre todo, para él. Pero realmente es esperar lo inaccesible.

– Nuestro obispo me ha encargado que te diga que, si pudiera ilustrar a Cómodo sobre nuestra religión a fin de ofrecerle garantías, estaría evidentemente dispuesto a hacerlo.

Marcia negó con la cabeza.

– De nada serviría. El escollo no está en su ignorancia de nuestras ideas.

– ¿Entonces?

La favorita del Príncipe lanzó una ojeada circular. La única animación visible se limitaba a un carro uncido a un par de bueyes que regresaba al campo por la vía Appia. Aguardó a que el ruido de las ruedas de madera hubiera disminuido para responder en voz baja.

– Cómodo vive sumido en el miedo. Tengo la certidumbre de que, para él, orgías y desenfrenos son tan sólo un medio de aturdirse, de olvidar la angustia que le atenaza permanentemente.

– Ya veo. Pero ¿cómo te explicas esa actitud?

– Se siente solo y odiado. Sabe que todos le comparan con su difunto padre y que nadie encuentra en él las cualidades que tenía Marco Aurelio. Y a éste le reprochan abiertamente que legara la púrpura a Cómodo.

Jacinto hizo un gesto evasivo y suspiró.

– Yo mismo confieso que nunca he comprendido la actitud de Marco Aurelio. Hasta hoy, los Césares, abstrayéndose de sus sentimientos paternales, tuvieron la innata prudencia de elegir un sucesor. Mediante este acto, liberaban los destinos del Imperio de los caprichos del azar. ¿Por qué razón aquel a quien considerábamos, merecidamente, uno de nuestros más brillantes emperadores, creyó oportuno romper la cadena y devolver su derecho a la naturaleza?

– Es probable que no lo sepamos nunca. De todos modos, todo eso contribuye a aumentar en Cómodo el desequilibrio que siempre ha dormitado en su interior, a lo que se añade desde hace algún tiempo el temor a ser asesinado como muchos de sus predecesores.

– ¡Vamos! Paradójicamente, el pueblo le adora. ¿Y por qué un hombre que arriesga de buena gana su vida en la arena iba a tener miedo de la muerte?

– Es cierto; hay ahí algo realmente contradictorio. Sin embargo esta contradicción es el propio símbolo de su vida: detestado por el Senado y amado por el pueblo. Aunque no quiera reconocerlo abiertamente, es consciente de haber heredado un poder desmesurado que no tiene capacidad para asumir. Lo que explica por qué deja gobernar a sus consejeros y sólo interviene con caprichos y accesos de cólera. En el fondo, el joven César teme que la púrpura en la que ha nacido le ahogue algún día.

El imponente frontón de la Domus Augustana se recortaba ya contra el cielo grisáceo. Jacinto se decidió entonces a abordar su última preocupación.

– Marcia, me temo que deberás intervenir de nuevo en favor de nuestros hermanos de Cartago.

Ella le interrogó con la mirada.

– Sí, las cosas van muy mal allí. Por presiones de la población, el nuevo procónsul de Africa condenó al cautiverio a un grupo de notables que adoptaron la fe. Entre ellos, su joven abogado, un tal Tertuliano.

– Ya veo. Eso se une, pues, al drama que viven los colonos de Saltus Burunatinus. También ellos me han informado de que los procuradores los tiranizan violando por completo la ley. -Hizo una pausa y añadió-: Intentaré defender las dos causas al mismo tiempo. Tal vez resulte menos comprometedor.

Habían llegado al pie de la escalera de palacio. Marcia concluyó con gravedad:

– Puedes imaginar fácilmente las concesiones y subterfugios que deberé utilizar para obtener esas gracias…

Jacinto no respondió. Lo sabía. Marcia era, sin duda alguna, una de las pocas cristianas cuya conducta no se adecuaba al «ideal evangélico».

– Nunca lo he eludido, pero a veces me pregunto cómo seré juzgada por el tribunal de Dios. Los hombres, por su parte, me condenaron hace ya tiempo.

Mientras pronunciaba estas últimas palabras, una imagen volvió a su recuerdo: la del esclavo que conoció en casa de Carpóforo. Extrañamente, junto a aquel hombre había olvidado por un instante lo absurdo de lo cotidiano. «Eres lo que eres…»

Ciertamente, ella habría podido contestar: «Ante todo, cristiana…»

El no había criticado a la mujer; pero, de haberlo sabido, ¿no habría sentenciado a la adepta de Cristo?

Cómodo, desnudo y tendido de espaldas, se abandonaba con voluptuosidad a los masajes de su joven esclavo y entrenador, Narciso.

Este, con las mejillas oscurecidas por una espesa barba y la nariz aplastada -secuela de una sesión de entrenamiento demasiado intensa-, aparentaba más de los veinte años que tenía.

La entornada puerta daba a la sucesión de pórticos de la palestra, donde el sol matinal, reflejándose en el gran rectángulo de arena clara, parecía un lago de fulgurante blancura.

Una intensa ráfaga de viento hizo estremecer el cuerpo juvenil del Emperador.

– ¿Eres tú, Marcia?

– Sí, César.

La joven se dirigió lentamente hacia Cómodo, aliviada en su interior al comprobar que parecía tranquilo a pesar de su retraso.

El príncipe de Roma era sin duda el personaje más impaciente del Imperio. El menor contratiempo en el cumplimiento de sus deseos provocaba en él cóleras temibles. Pero tal vez aquella mañana César se hubiera recreado en el lecho de alguna criatura. Marcia así lo esperaba. Desde la muerte de Perennis, todo lo que podía separarla de su amante era recibido con secreto alivio.

Cómodo se volvió para ofrecer su musculosa espalda a la unción de Narciso.

– Bueno, Amazona mía, ¿estás dispuesta a afrontar los ejercicios de hoy?

– Naturalmente, César. ¿Y tú? ¿No estás demasiado cansado esta mañana?

Aunque apenas perceptible, la ironía que se percibía tras aquella pregunta no escapó al Emperador. Este levantó la cabeza y contempló a su concubina, que acababa de quitarse la capa griega.

– ¿A qué esperas para desnudarte por completo? -preguntó Cómodo.

Si el atletismo romano -directamente inspirado en la gimnasia griega- no se hubiera practicado en total desnudez, la sugerencia habría podido hacer pensar que el Emperador tenía otras intenciones.

– Espero a que Narciso haya terminado -sonrió la joven.

– Ya está -repuso el entrenador-. Nuestro César está listo.

Cómodo se incorporó entonces, con el cuerpo brillante de aceite, e invitó a Marcia a sustituirle. Ella lo hizo mientras Cómodo se dirigía a la arena de la palestra e iniciaba unos ejercicios de calentamiento.

Era una de aquellas maravillosas mañanas de estío que sólo Italia podía ofrecer al mundo. El cielo era de un azul duro, absolutamente desprovisto de nubes. Apenas el rápido vuelo de algunos pájaros lanzaba una sombra fugaz sobre el rubio cuadrado de la palestra.

Marcia, completamente desnuda ahora, se abandonaba al masaje de Narciso. Las palmas cálidas y suaves de éste corrían por su espalda, relajaban sus muslos, resbalaban por sus caderas, despertaban en la joven una casi perfecta sensación de bienestar.

Más allá, lejos, Cómodo evolucionaba bajo el fulgor del sol. Sus gestos ágiles y precisos, su cuerpo de armoniosas formas, justificaban en cierto modo ante el pueblo su «acceso a la divinidad». Mientras que, desde los reyes helenistas, la costumbre exigía que al erigir las estatuas de los príncipes se colocara su cabeza sobre un cuerpo de atleta anónimo, Cómodo, al contrario que sus predecesores, había posado personalmente para la tradicional estatua desnuda del soberano, lo que había contribuido a que el príncipe se acercara al populacho. Asimismo, se notaba que Cómodo habría abandonado de buen grado las alturas olímpicas donde se habían complacido sus padres para combatir en la arena como un simple gladiador.

El César interrumpió bruscamente sus movimientos y se volvió hacia Marcia.

– Me observas de un modo raro. ¿En qué piensas?

– Pienso que eres hermoso -murmuró la muchacha, considerando entonces la oportunidad de abordar la cuestión de los condenados de Cartago. Pero no; se imponía la prudencia. Al Emperador le repugnaba que le hablaran de cosas serias durante sus entrenamientos.

Cómodo soltó una risita fatua.

– Es cierto, César, eres realmente el más apuesto de los emperadores desde Alejandro.

El cumplido venía, esta vez, del chambelán Eclecto.

Nadie le había oído entrar en la palestra. Aparte de Jacinto, Eclecto era el único cristiano oficialmente admitido en la Domus Augustana.

Era también el único amigo verdadero que Marcia tenía entre los altos dignatarios augustanos. A fuerza de paciencia, la muchacha había logrado imponerlo para el puesto de alta confianza que ocupaba en la actualidad.

Cómodo replicó, irritado:

– ¡He dicho que no quería ser molestado!

– César, cuando sepas la razón que me ha llevado a desobedecerte, me aprobarás.

Aunque de origen egipcio, Eclecto era mucho más romano que los quirites de la ciudad. Vestido siempre con una toga inmaculada -incluso durante los más fuertes calores-, mantenía en cualquier circunstancia un porte grave y digno. Cómodo veía en él algunas de las actitudes de Marco Aurelio, cosa que le impresionaba a su pesar.

– Te escucho.

– Materno.

El Emperador dominó un respingo. El nombre de aquel jefe de banda, soldado desertor, se había hecho en pocos meses tan célebre como el de Espartaco.

– ¡Materno! ¡De nuevo Materno! ¡Siempre Materno! ¿Qué golpe ha asestado ahora? Pues imagino que no estás aquí para anunciarme su captura.

– Lamentablemente, César, así es. Los espías acaban de informarnos que, desde ayer, se encuentra en la capital acompañado de algunos de sus cómplices. Tienen la intención de mezclarse con tu escolta, vistiendo la coraza pretoriana, y raptarte durante la fiesta de Cibeles y Atis.

Cómodo, Narciso y Marcia lanzaron, al unísono, una exclamación ante la increíble audacia del proyecto.

– Consecuentemente, César -prosiguió el chambelán-, la prudencia te obliga a abandonar la idea de asistir a esas festividades.

El príncipe de Roma parpadeó.

– ¿Cómo? ¿El Emperador, el Gran Pontífice, ausente de las ceremonias? Imposible. Cibeles nunca me lo perdonaría.

– Pero el peligro…

– ¿El peligro? ¿Retrocedería el Hercúleo ante el peligro? ¡Calla, cristiano! Lo que dices es impío.

Eclecto lanzó una mirada hacia Marcia, que le hizo con la cabeza una señal apaciguadora.

– Se respetará tu deseo -suspiró Eclecto-. Sabe, sin embargo, que no pienso esperar con los brazos cruzados a que esos miserables actúen. He dado orden de que los busquen y los detengan. Esperemos que lo hagan a tiempo.

– Isis no puede abandonarnos -afirmó Cómodo.

Y se apartó, dando a entender que la entrevista había terminado.

Eclecto se inclinó, hizo un gesto como para retirarse y se aproximó discretamente a Marcia. La muchacha se había levantado, echándose maquinalmente la clámide sobre los hombros. La nobleza que se desprendía del chambelán provocaba siempre en ella un inexplicable pudor.

– Te saludo -dijo el hombre con sonrisa algo forzada- y me siento feliz al comprobar que te encuentras bien. Estás más hermosa y resplandeciente que nunca.

Daba ahora por completo la espalda a Narciso y a Cómodo. Mientras hablaba, extrajo de entre los pliegues de su toga un pequeño rollo de papiro y se lo tendió furtivamente a la muchacha.

– Te lo agradezco, Eclecto -dijo la favorita haciendo desaparecer enseguida el pergamino-. Tus cumplidos me son preciosos, pues sé que, a diferencia de los habituales arrumacos del cortesano, tú eres sincero.

Instantes después el chambelán se había retirado.

– ¡Por Marte! -exclamó Cómodo colérico-. Ese perro de Materno está realmente pasándose de la raya.

– Piensa, señor -declaró Narciso-, que esta vez tenemos todas las oportunidades de cogerle. Al aventurarse por la ciudad, ese bandido se arroja personalmente en la red.

Marcia se había apartado.

Sin que ambos hombres la vieran, protegida por una columna, desenrolló apresuradamente el mensaje que el egipcio acababa de entregarle. Era breve: «Tengo que verte. Decide el día y el lugar. De ello depende la vida de alguien.»

Lo firmaba Calixto.

El fuerte calor del día había pasado ya, pero no era hora todavía de salir de los baños.

Los jardines de Agripa estaban casi desiertos, adormecidos por la dulce calidez de la tarde. Dentro de poco las familias, los enamorados y los grupos de impenitentes charlatanes que se tomaban por filósofos, así como las legiones de ociosos que pululaban por Roma, todos transformarían el apacible lugar en una insoportable leonera.

De momento, entre los pinos y los matorrales sólo se distinguían las escasas togas de los sabios deseosos de gozar, en solitario, de los encantos de aquel magnífico jardín que Augusto había legado a sus conciudadanos.

Una pareja paseaba por las orillas de uno de los estanques, bordeando a paso lento los ligeros estremecimientos que rizaban la superficie cristalina.

La mujer iba cubierta con una estola de color azafrán que le llegaba a los tobillos, mientras que sus hombros y su cabeza quedaban protegidos por un chal púrpura.

Por lo que al hombre se refiere, llevaba un sencillo vestido de lana marrón, semejante al de los libertos y la gente de condición modesta.

– Temo comprenderte. ¿No hay, pues, posibilidad alguna de salvar a Flavia?

Marcia hizo un gran esfuerzo para no bajar la mirada.

– No es eso lo que he querido decir. Pero no tengo tanta influencia como afirman los rumores. -Ante la expresión decepcionada de Calixto, se apresuró a añadir-: Ya lo sé, ya lo sé. Tras la muerte de Brutia Crispina no dejan de afirmar que soy la nueva Augusta. Sin embargo, sigo siendo ante todo la hija de un liberto de Marco Aurelio. Y si lo olvidara, nuestro César se encargaría muy pronto de recordármelo.

Aquella inesperada confesión de la primera dama del Imperio sorprendió a Calixto y le conmovió al mismo tiempo. La oscuridad de sus orígenes tendía, en cierto modo, un puente sobre el abismo que los separaba. Tal vez fuera precisamente aquel pasado lo que la había impulsado a aceptar entrevistarse con él, un simple esclavo. Más aún que en su primer encuentro, admiró su belleza. Parecía mucho más esbelta que la mayoría de las romanas, las cuales, sin embargo, utilizaban altos coturnos para compensar su aspecto rechoncho. Al igual que su delgadez, sus mejillas casi hundidas contrastaban con la silueta de aquellas patricias deformadas por su panza. Y estaba también su tez curtida por los combates que libraba bajo la cruda luz de la arena.

– Te prometo hacer lo que esté en mi mano para conseguir la gracia para esa muchacha.

– Te creo -dijo Calixto instintivamente.

Y sin embargo, algo indefinido le insinuaba que en la seguridad de Marcia se infiltraba, de todos modos, cierta incertidumbre.

Como si ella hubiera leído sus pensamientos, creyó necesario precisar:

– Esta misma noche intentaré saber dónde la tienen. Es muy probable que esté en la prisión de Lautumiae o en la cárcel del foro.

– Alguien -estuvo a punto de decir: Fustiano- me ha dado a entender que la trasladarían al anfiteatro Flavio.

Marcia negó con la cabeza.

– No lo creo. Para la fiesta de Cibeles, el Emperador desea mostrar al pueblo de Roma sus cualidades de auriga. Las ceremonias se celebrarán, pues, en el circo Máximo; probablemente Flavia será llevada allí.

Calló, pensando casi inmediatamente en los demás condenados por los que acababa de interceder. Cómo explicarle a Calixto que, la víspera mismo, entre dos abrazos amorosos le había sugerido a Cómodo, atormentado por el asunto Materno, que llevara a cabo un sacrificio propiciatorio en honor de Cibeles, indultando a los cristianos de Cartago exiliados en los penales de Cerdeña. Aunque el Emperador había dado prueba de una evidente falta de entusiasmo, había accedido. Sin embargo, no todo estaba arreglado, ni mucho menos. Marcia sabía que tendría que volver varias veces a la carga antes de conseguir un acuerdo debidamente escrito y firmado.

En estas condiciones, ¿cómo confesarle al tracio que interceder de nuevo ante Cómodo -y aunque fuera en favor de un solo ser- podía poner en peligro su primera petición? Sabía los límites que no debía sobrepasar. Conocía los accesos de cólera y la susceptibilidad de su amante.

– ¿Por qué lo haces?

Ella sonrió, melancólica.

– Tal vez para tener buena conciencia.

– No. Hay algo más.

– No te comprendo.

– Apenas te conozco, pero adivino en ti una… -pareció buscar las palabras-, digamos curiosas similitudes, rasgos que, hasta hoy, sólo había hallado en una persona.

– ¿Flavia?

Calixto asintió.

– Me honras comparándome con alguien a quien tanto quieres.

– Flavia es cristiana y se murmura que tú no eres indiferente a esa secta.

Ella le observó largo rato, como si intentara medir los límites de su confianza.

El insistió:

– ¿Eres cristiana?

Esta vez, Marcia respondió sin tardanza:

– Lo soy. Al menos me esfuerzo por serlo. Pero… -vaciló un instante-, a riesgo de sorprenderte, no es ésta la única razón que me impulsa a ayudarte.

Calixto la contempló, intrigado.

– No -prosiguió ella-. Tienes razón; hay algo más. Pero ahí sobran las palabras. Si tuviera que explicarlo, lo que me impulsa se volvería estéril y vano.

Había hablado con cierto desafío.

El la miró fijamente. Ella sostuvo la mirada sin parpadear. Entonces, con increíble audacia, ¿o fue inconsciencia?, Calixto posó lentamente las manos en los hombros de Marcia y la atrajo contra su pecho.

Ella se puso rígida, como en un último intento de protección, segura ya, sin embargo, de que no resistiría. Permanecieron un instante unidos, inmóviles, fundidos con el paisaje, hasta que ella se separó jadeante, deshaciéndose del abrazo.

– Tengo que regresar a palacio.

El no respondió.

¿Era real aquella sensación de dolor y bienestar que dominaba su ser, aquella tensión jamás experimentada? Quiso decir algo, pero ella posó un dedo en sus labios.

– No…, no digas nada. ¡Es todo tan frágil!

Y girando sobre sus talones, se alejó a paso rápido hacia la vía Flaminia, donde la aguardaba su litera.

Bajando hacia el Tíber, Calixto se cruzó con los viandantes que salían de las termas de Agripa enzarzados en una discusión bastante animada. Al principio, Calixto, con el espíritu turbado todavía, no prestó atención. Pero cuando llegó a la altura de otro grupo, algunas palabras le sorprendieron.

– Ha sido detenido en el foro de los bueyes.

– ¿Cuándo?

– Hacia la hora tercia.

Y más adelante:

– ¿Es cierto, pues? ¿Materno ha sido detenido?

– ¡Y en pleno centro de la ciudad!

– ¡Es extraordinario! Ha llevado su locura hasta penetrar en sus muros.

– Y vestido de pretoriano.

– Espléndido. Las fiestas en honor de Cibeles se anuncian pues bajo los mejores auspicios. Nuestro Emperador no puede permanecer indiferente a ese regalo de los dioses.