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Abril de 201

Roma parecía una ciudad ocupada.

A medida que Calixto avanzaba por las empinadas callejas del Quirinal, se cruzaba sin cesar con los nuevos guardias pretorianos emplazados por Septimio Severo. No sólo su número se había doblado -casi diez mil hombres- sino que procedían de Iliria

[83] y Panonia
[84]**, y ya no de Italia, como había sido hasta entonces. Y la permanente presencia de la II legión Pártica acantonada en Albano, a las puertas de Roma, acentuaba más aquella impresión de país invadido.

Desde que, hacía casi ocho años, Severo tomara el poder, con evidente menosprecio del Senado y apoyándose sólo en el ejército, había puesto en marcha un proceso para convertir Italia en una simple provincia entre las demás provincias. Algunos veían en aquella política la venganza del africano de Leptis Magna contra aquella aristocracia senatorial y aquellos romanos hacia los que no sentía demasiada estima.

Desde los primeros meses de su reinado, el Emperador había obligado al Senado a rehabilitar la condenada memoria de Cómodo, haciéndose proclamar hijo de Marco Aurelio y convirtiéndose, así, en «hermano» del príncipe asesinado. Luego, sin duda para agradar al pueblo, había llevado hasta la caricatura aquel prurito de fidelidad, participando en competiciones de carros y exhibiciones de gladiador.

Calixto recordaba todavía el día en que le comunicaron que el infeliz Narciso, el amigo fiel que tan bien había protegido a Marcia en las horas difíciles, había sido detenido por los vigilantes y arrojado a las fieras mientras se anunciaba a los espectadores: «¡He aquí al hombre que estranguló a Cómodo!»

Unas voces que surgían de una taberna cercana llamaron por un instante su atención. Pero no se tomó la molestia de frenar su montura: las peleas que enfrentaban a la gente del pueblo con los nuevos soldados, brutales y rudos, más acostumbrados a los bosques salvajes y las montañas nevadas que a los pórticos de mármol, eran cosa cotidiana y a nadie preocupaban ya.

Prosiguió su descenso hacia la Suburra. E1 sol iba hacia el ocaso y él tenía que recorrer todavía un largo camino antes de llegar a la villa de la familia Caecilii.

Atravesó calles mugrientas, recorrió los foros, pasó por el mercado de animales y llegó a los muelles.

Habían transcurrido dos años… Dos años con su peso de recuerdos y trastornos.

Tras la marcha de Marcia, se había puesto cien veces en camino hacia Roma. Cien veces había dado marcha atrás. Todo le impulsaba a reunirse con aquella mitad de sí mismo. Su fe le había ordenado no desfallecer.

Había pasado un otoño, un invierno, otro otoño.

El segundo anochecer de las nonas de noviembre de 199, cuando se disponía a acompañar a unos pescadores, llamaron a su puerta-.

Apenas hubo abierto el batiente, comprendió, al ver el rostro grave de Jacinto, que éste venía a comunicarle una grave noticia.

– El papa Víctor ha muerto.

Calixto invitó a entrar al sacerdote.

– Y eso no es todo. Los diáconos y el colegio presbiterial han elegido a su sucesor.

– ¿Cómo se llama?

– Es alguien muy cercano a ti: tu antiguo compañero de infortunio.

– ¿Zephyrin?

– El mismo. Desde ayer, tal como establece la tradición, nuestro amigo es obispo de Roma, vicario de Cristo y jefe de la Iglesia.

Zephyrin papa…

– El me ha rogado que te anunciara la nueva. Y quiere verte enseguida.

– ¿Sabes por qué?

– Ahora es el pastor. El mismo te lo dirá.

Calixto meditó unos instantes, confuso; luego se levantó para seguir al sacerdote.

Al entrar en la villa Vectiliana, Calixto sintió enseguida una emoción profunda, indefinible.

Había sabido, por Jacinto, que Marcia había recuperado sus bienes gracias a la intervención de Severo y que había donado aquella villa a la Iglesia de Roma.

Ahora, entre aquellos muros donde sabía que había vivido ella, tenía la impresión de que, de un momento a otro, la joven iba a aparecer en el recodo de un pasillo. Cruzó el atrio y sus pasos resonaron extrañamente en la exedra contigua a la habitación del nuevo obispo.

– Zephyrin estaba sentado ante su mesa de trabajo. Había rollos de pergamino diseminados por los improvisados estantes, que un rayo de sol barría en toda su longitud. La primera reacción de Calixto fue inclinarse. El hombre que estaba frente a él no era ya el penado a quien, un día, había salvado la vida. Hoy era el directo sucesor de Pedro. Pero Zephyrin no le dio tiempo a realizar el gesto.

– ¿Habrías hecho algo semejante cuando nos abrasábamos los pulmones en aquella isla? Vamos, amigo mío, nada ha cambiado salvo que -hizo una pausa-, salvo que tengo algunos años más. Pero, tranquilízate. No te he hecho regresar de Antium para evocar los rigores de la vejez. No, se trata de otra cosa.

Zephyrin le indicó a Calixto que se sentara.

– Bueno -prosiguió en tono grave-, la muerte del papa Víctor nos deja ante problemas preocupantes. Como lamentablemente habíamos presentido, las persecuciones se han reanudado. No pasa día sin que me comuniquen una nueva tragedia. Me preocupan las consecuencias de la presión que nos hace sufrir Septimio Severo desde que tomó el poder. Y pienso en los temores del Papa difunto, cuando decía que viviríamos «un período represivo que podría ser comparable a las horas neronianas».

– Pero ¿no podemos actuar? ¡No permitiremos de nuevo que nuestros hermanos sean llevados como rebaños al matadero!

– Reconozco en esas palabras tu impulsivo carácter. ¿Qué quieres hacer? ¿Enfrentarte con las manos vacías a los legionarios? ¿Luchar contra las fieras? Nos asedia un imperio, no un puñado de vigilantes.

– ¿Qué propones?

– Resistir. Crecer, permanecer unidos. Por encima de todo, permanecer unidos. Cosa que dista mucho de ser fácil con los innumerables conflictos teológicos que envenenan, desde hace algún tiempo, la vida de la Iglesia. Grupos heréticos de muy distinta inspiración atacan lo cristológico, niegan la divinidad de Cristo y sólo ven en él a un hombre adoptado por Dios, atacan el dogma trinitario: Teódoto, Cleomenes, Basílides

[85]*, Sabelio, por supuesto… Sin olvidar a Hipólito y su empeño en que utilice la amenaza de excomunión contra esa gente.

– Estoy al corriente del caso Sabelio. Su teoría sobre la Trinidad es una verdadera herejía, y…, por una vez, me pregunto si la insistencia de Hipólito no estará justificada.

– ¡Jamás cederé a este tipo de presión! Un alma expulsada de la Iglesia es un alma expulsada de Dios.

Ante aquel súbito enardecimiento, Calixto se limitó a inclinar la cabeza. Aquél no era el momento oportuno para iniciar una polémica. Zephyrin masajeó maquinalmente su pierna, siempre dolorida, y se arrellanó en la silla curul antes de proseguir.

– Debes comprender, pues, que ante esos acontecimientos todos somos indispensables. Y te he hecho venir porque tengo la intención de confiarte tareas importantes. Te nombro diácono y, de entre los siete, será en ti en quien deposite toda mi confianza. Creo que huelga mencionar los requisitos necesarios para llevar a cabo tu acción: ser independiente, preferentemente soltero, joven… Tú aún no has cumplido cuarenta años. Tendrás que acompañarme a todas partes y, en caso necesario, viajar en mi lugar. Serás el vínculo que una al pastor y su rebaño. Tu deber no será ni la evangelización ni la liturgia, sino la acción social. Serás mi mirada y mi corazón.

Como Calixto seguía callado, Zephyrin prosiguió.

– Y eso no es todo. Durante nuestra estancia en el penal, me contaste tus aventuras y el cargo que ocupabas en casa de aquel banquero… -Intentó recordar el nombre-. ¿Cómo se llamaba?

– Carpóforo.

– He decidido poner tus cualidades al servicio de nuestros hermanos. Desde hoy te confío la administración de los bienes de la comunidad: serás el tesorero.

Calixto iba a responder, pero el Papa prosiguió:

– Ya sé, ya sé lo que vas a decirme. Pero te propongo esta responsabilidad precisamente a causa del delito que cometiste. Pues, mira, al contrario que Víctor, pienso que el mejor modo de borrar un error en el desempeño de una tarea es, cuando la ocasión se presenta, llevar a cabo otra tan similar como sea posible. Podrás confirmar mi teoría. En adelante, las propiedades eclesiásticas estarán en tus manos. Ciertamente son modestas, pero para nosotros constituyen un bien precioso.

Zephyrin se dirigió hacia un estante, cogió un rollo de cobre y se lo tendió a Calixto.

– Todo está aquí. Saca de ello el mejor provecho.

El tracio cogió el rollo y, tras un momento de meditación, se levantó diciendo:

– Acepto el honor que me haces, Zephyrin. Y sabré mostrarme digno de tu confianza. Sin embargo… -El papa le miró con curiosidad-. No esperes que permanezca mudo. Como tú mismo has dicho, tendrás a tu lado también mi mirada y mi corazón. No quisiera ser sólo tu sombra.

Zephyrin esbozó una pálida sonrisa.

– Soy un hombre viejo, Calixto. Y un hombre viejo no se apoya en una sombra.

Al hacer el inventario de los bienes cuya administración le habían confiado, Calixto no se sorprendió demasiado al descubrir varios cementerios, entre ellos el más antiguo, el cementerio Ostriano, situado en la vía Salaria y que se remontaba a los tiempos de Pedro. En aquella misma vía estaba también la catacumba vecina, llamada de Priscila, el cementerio Comodila, donde Pablo estaba enterrado, el cementerio de Domitila, en la vía Ardeatina, y finalmente las criptas de Lucina, en la vía Appia.

La atención del nuevo diácono se dirigió especialmente a estas últimas, pues, a medida que examinaba el conjunto de los cementerios, tomaba conciencia de una carencia: no existía cementerio oficial de la Iglesia. Las criptas de Lucina podían serlo

[86]*. Lo más difícil fue reunir los fondos necesarios para la adquisición de las tierras colindantes, que pertenecían desde generaciones a la familia de los Acilii Glabriones. Tras más de un año de conversaciones, la familia le había convocado por fin. Y ahora acudía a la cita con el corazón palpitante, lleno de esperanza. Se disponía a cruzar el puente Fulvio cuando unos violentos gritos llamaron su atención.

– Area non sint! ¡No hay cementerios para los cristianos!

A Calixto le dio un vuelco el corazón. Detuvo su caballo y aguardó algo alejado. Un grupo de hombres y mujeres recorría los muelles. Algunos iban armados.

– Area non sint!

No cabía duda. No podía perder ni un instante, tenía que avisar a Zephyrin y a los demás. Tiró de las riendas y dio media vuelta en dirección a la villa Vectiliana.

Irrumpió literalmente en el jardín de la propiedad. Tras haber puesto pie a tierra, corrió por el atrio.

– ¡Zephyrin! -aulló, invadido por un terrible presentimiento.

Registró todas las estancias, del triclinio al gabinete de trabajo, y acabó encontrando al Papa en la terraza, acompañado del joven Asterio, uno de los nuevos clérigos.

También estaban Jacinto y algunos menesterosos a quienes la villa servía de albergue.

– Zephyrin…

El anciano hizo un gesto con la mano.

– Lo sé. Y esta vez parecen decididos. Mira…

En el crepúsculo, unas siluetas avanzaban hacia la ciudad con antorchas en las manos.

– Pero ¿por qué? ¿Quién ha podido provocar este nuevo acceso de violencia?

– ¿No estás al corriente?

Jacinto explicó:

– Acabamos de enterarnos de que el emperador Septimio Severo ha proclamado un edicto que prohíbe, formalmente, cualquier conversión al judaísmo o al cristianismo.

– ¿Ha prohibido el bautismo?

– La noticia viene de Palestina, donde en estos momentos está el Emperador.

– Pero ¿por qué? ¿Por qué poner fin a estos años de tolerancia?

– ¿Quién sabe lo que pasa por la cabeza de un César? Tal vez su estancia en Oriente ha despertado en él el sentimiento de que representamos un peligro para el Imperio. Este edicto no supondrá ningún cambio para los judíos. La circuncisión ha estado siempre prohibida para quienes no son de familia judía. No cabe duda, apunta directamente a nosotros.

– Es incomprensible. Severo cree en los prodigios, en los milagros, en la adivinación y en la magia, y rinde, como su hijo Caracalla, culto y honores en todos los santuarios que encuentra en su camino. ¡Es tan religioso que nadie sabe ya cuál es su religión!

– Tanto más incomprensible -prosiguió Zephyrin- cuanto que Caracalla al parecer tuvo una nodriza cristiana, que algunos de nosotros tienen acceso a palacio y que Julia Domna, esposa del Emperador, pasa por ser una intelectual que siente curiosidad por las cosas religiosas y se interesa mucho por el cristianismo. El propio Hipólito le hizo llegar, hace apenas unos días y a petición de ella, el opúsculo sobre la resurrección que ha redactado.

– No tenemos elección, Santo Padre -intervino el joven Asterio-, tenemos que huir.

El movimiento de la muchedumbre en la calle aumentaba. De pronto ascendió del atrio un rumor sordo, seguido de un golpe más violento.

– ¡Intentan derribar la puerta! -gritó Jacinto.

– Y no les costará lograrlo. El batiente no es más grueso que un montón de papiro.

– Ven, Zephyrin -dijo Calixto-. Asterio tiene razón, debemos abandonar la villa.

El Papa miró a su diácono con expresión atormentada. Como si leyera su mente, Calixto insistió.

– No, quedarse no sería útil a nuestra causa. El martirio puede esperar.

– Pero ¿adonde iremos?

– A las criptas de Lucina -propuso Calixto-. Recientemente ordené que se hicieran obras, que excavaran algunas galerías suplementarias que son un verdadero dédalo en el que yo puedo orientarme. Estaremos seguros hasta que los espíritus se tranquilicen.

– ¡Pero no conseguiremos llegar a la vía Appia!

– Debemos intentarlo. Encontraremos monturas en casa de Marcelo y las tinieblas seguramente nos protegerán. Tenemos posibilidades de pasar.

Acababa de oírse un crujido, indicando que el batiente cedería muy pronto.

– Vamos. No podemos perder ni un instante. Pronto será demasiado tarde.

Uniendo el gesto a la palabra, Calixto asió al Papa del brazo y lo arrastró hacia la parte trasera de la casa, seguido de Asterio, Jacinto y los demás fieles.

Llegaron al muro que delimitaba el jardín. Calixto se agachó.

– Pronto, Zephyrin, apóyate en mis hombros.

– ¡Es imposible! Ya no tengo veinte años. Y mi pierna…

– Es necesario, Santo Padre -le conminó Jacinto.

– No podré hacerlo. Yo…

– ¡Te lo suplico, Zephyrin! Acuérdate de la mina: te pedí que te arrastraras bajo el bloque de piedra y lo conseguiste perfectamente. Haz lo mismo hoy.

Un espantoso estruendo resonó en el atrio. La puerta había acabado haciéndose trizas y dando paso a la marea humana.

– ¡Trepa! -Clavó una firme mirada en la del Papa y añadió-: Esta vez, Zephyrin, te pido que salves mi vida…

Con un esfuerzo que parecía sobrehumano, y ayudado por Asterio, el Papa obedeció.

Un instante más tarde, todos habían saltado al otro lado del muro.

– ¡Y ahora, alejémonos deprisa!

– ¡Mi pierna! -gimió Zephyrin cayendo al suelo-. Huid sin mí. Tenéis posibilidades. Hágase la voluntad del Señor.

– ¿Y dónde está la voluntad del hombre, Zephyrin?

Ignorando sus protestas, Calixto lo levantó del suelo. Tras ellos, los gritos de la muchedumbre sonaban ya en el peristilo.