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Abril de 215
Zephyrin señaló con el índice a Calixto y Asterio.
– Es inútil fingir. Sé que me reprocháis una actitud en exceso conciliadora hacia esas herejías que proliferan en nuestra comunidad. Sin embargo, sigo creyendo que no hay que hacer nada que pueda poner en cuestión la unidad de la Iglesia. Hace casi cuatro años que Septimio Severo murió, cuatro años que no se oyen los gritos de angustia de nuestros hermanos. Una era de paz se abrirá para el mundo cristiano, ¿y queréis que yo siembre la discordia con un juicio sin concesiones?
Asterio intercambió con Calixto una mirada turbada.
– ¿Por qué no me respondéis? -prosiguió Zephyrin-. Decidme claramente lo que pensáis.
– Pienso -dijo Calixto- que debe condenarse a los hombres que desfiguran la fe y cuyo único objetivo es imponer su propia doctrina. Tal condena me parece, por el contrario, propicia a la unión, no a la discordia.
– Supongo que te refieres al caso Sabelio.
– En efecto.
– Estoy cansado de esas constantes querellas doctrinales y teológicas en las que todos se creen poseedores de la verdad. ¡Los adopcionistas, los montañistas y, hoy, los sabelianistas!
– De todos modos, no podemos permitir que propaguen esa absurda teoría sobre la Trinidad. Sabes tan bien como yo que desnaturaliza las Sagradas Escrituras. ¿Debo recordarte las tesis de Sabelio
– El problema esencial sigue siendo el de definir las relaciones entre Dios Padre y Cristo, su hijo. Ahora bien, para establecer con precisión estas relaciones sólo disponemos de las citas del Evangelio, que dejan el campo libre a todas las interpretaciones. ¿Cómo castigar en estas condiciones? ¿Por qué condenar a unos hombres que también están convencidos de tener la clave? No hay que castigar, sino iluminar.
Asterio, que hasta entonces se había limitado a escuchar, se arriesgó a intervenir.
– Santo Padre, tienes que considerar el hecho de que Noeto, fundador de los sabelianistas, fue expulsado de su Iglesia de Esmirna. ¿Por qué razón debemos tolerar aquí, en Roma, por mediación de discípulos de Noeto como Sabelio, lo que fue rechazado por nuestros hermanos de Asia?
– Además -precisó Calixto-, la teoría que intentan defender esos hombres contradice por completo el carácter más fundamental de nuestra fe: la sumisión de Jesús, una sumisión abnegada, llena de amor, a la voluntad del Padre. Su plegaria, su sacrificio, toda la obra de la redención. Por otra parte… -miró intensamente a Zephyrin, como para ponerle en guardia-, nuestros propios hermanos nos critican, nos reprochan nuestra falta de firmeza.
– Cuando hablas de nuestros hermanos, ¿te refieres concretamente al sacerdote Hipólito?
– Entre otros.
– Pues bien, sabe que no cederé ni a vuestras presiones ni a las de vuestros hermanos. Un alma expulsada de la Iglesia es un alma perdida para Dios. No actuaré contra Sabelio y su escuela.
Un silencio recibió la conclusión de Zephyrin. Intercambiaron una última mirada y el Santo Padre se retiró, seguido de Asterio.
– ¡Nos ha dejado las palabras! Nos ha dejado la sagrada huella de sus pasos en las orillas del Tiberíades para que nos sirva de guía por el justo camino. Pues os lo aseguro, hermanos, ¡no hay salvación fuera del justo camino! ¡No hay salvación!
Como hacía con frecuencia, Hipólito había convocado a los discípulos que formaban su escuela en aquella cripta del cementerio Ostriano; aquel lugar donde, según cierta leyenda, había resonado la voz de Pedro el venerado.
– Afirman que Cristo es el Padre. Y que el Padre nació y sufrió en la cruz. ¡Eso afirman! -Un nuevo murmullo de desaprobación se oyó entre los asistentes-. Mi corazón se desgarra ante la idea de que algunos hombres que forman parte de nuestra Iglesia toleren, se sometan a la insoportable afrenta representada por la persona de Sabelio. Y entre esos hombres, dos de nuestros hermanos, y no de los menores: el papa Zephyrin y Calixto, su diácono principal.
– ¡Vergüenza sobre sus cabezas! -gritó alguien.
– En verdad, debéis saber que nuestro Santo Padre no es realmente culpable. Desde hace diecisiete años, no gobierna, se deja gobernar. Lo sabéis como yo y me apena decirlo: en el fondo, Zephyrin no es más que un tonto y un avaro manipulado en la sombra por su diácono. ¡Calixto! El tiene todos los poderes. Ese individuo cuyo turbio pasado prefiero no recordar. -La cripta se llenó de ofuscados gritos-. ¡Sí! El pastor ya no es más que el eco de su diácono. Si Sabelio sigue propagando impunemente su mal, no hay que culpar de ello al Papa, sino a su diácono.
Hipólito hizo una profunda inspiración, dejó que su mirada vagara unos instantes por la muchedumbre y concluyó con voz súbitamente afligida:
– Os digo todo esto únicamente para poneros en guardia y no para que germine en vuestros corazones la semilla de la rebelión. Zephyrin tal vez sea un hombre débil, pero no deja de ser por ello nuestro jefe indiscutible. Roguemos ahora, roguemos, pues sólo la oración iluminará las tinieblas.
E Hipólito comenzó a celebrar el sacrificio…
Calixto se frotó los ojos con gesto cansado.
Iglesia, tan fuerte y tan frágil.
Cuanto más pensaba, más se forjaba en su interior la misma certidumbre.
Era necesario un faro, un jefe que tomara las riendas con firmeza. Era preciso asegurar la inmutable rectitud de la fe y fortalecer los vínculos que unían a los cristianos con la Iglesia. Al igual que una elección más severa, una preparación más atenta debía asegurar la constancia de quienes se disponían al bautismo. Y Roma debía dar el ejemplo y ser el centro de la unidad.
La tarea es inmensa… Hay tantas cosas que hacer…
El desfile se prolongaba por la vía Sacra, flanqueada por una muchedumbre en pleno delirio.
Lo que se veía parecía irreal, pues la desmesura estaba presente en todas las cosas.
Las trescientas vírgenes con los pechos desnudos acababan de franquear el gigantesco arco de mármol rosado y se alejaban lentamente hacia el foro. Arrastrado por doscientos toros, a los que se intentaba enfurecer acosándolos con jaurías de hienas encadenadas, apareció una inmensa carreta que transportaba un pene esculpido en un gigantesco bloque de granito.
Más lejos, de pie en un carro de oro y piedras raras, hizo su entrada Avito Basiano, apodado ya Heliogábalo, que apenas tenía catorce años. Iba el primero y de espaldas, para que su mirada no se apartara nunca de su señor, mientras que los sacerdotes procuraban que no cayera al avanzar.
Había sucedido a Macrino, asesino de Caracalla y asesinado a su vez en algún lugar de Asia Menor. En Emesa, Julia Domna había muerto de hambre por voluntad propia. Su sobrina Soemias había logrado que proclamaran emperador a su hijo, sacerdote del dios sirio, Heliogábalo.
A partir de aquel día, Roma presenciaría extrañísimos espectáculos.
La piedra negra, símbolo de Heliogábalo, había sido llevada solemnemente a la capital y colocada en un templo que, a tal efecto, se habían apresurado a construir en el Palatino.
En el interior del santuario comenzaron a celebrarse ceremonias tomadas del rito sirio. En el transcurso de las noches, se elevó el eco de extraños cantos hacia el asombrado cielo de Roma. Corrieron rumores de sacrificios de niños, y también de otras prácticas tan inconcebibles allí como corrientes eran en la patria original del dios rey.
En las fiestas públicas se celebraban hecatombes, vertiendo los más viejos y exquisitos vinos. El propio Heliogábalo bailaba ante los altares al ritmo de los címbalos, acompañado por coros de mujeres sirias. A su lado, senadores y caballeros colocados en círculo se convertían en impotentes espectadores, mientras los titulares de las más altas funciones, con ropas sirias de lino blanco, aportaban su contribución al sacrificio.
Corría también el rumor de que Heliogábalo se complacía ofreciéndose como mancebo. Al igual que Dioniso, algunas noches se entregaba, vestido de seda de China y al son de tamboriles y flautas, para satisfacer a su dios. Con el rostro pintado, llevando collares y ropas de mujer, danzaba durante horas y horas, despojándose progresivamente de todo carácter masculino.
¿Qué había sido de la grandeza de Roma?