15

Cuando recobró el sentido, tuvo la seguridad de hallarse en las orillas del Estigia, el río de los Infiernos; cómo explicar, si no, aquella oscuridad absoluta que le rodeaba por todas partes. Acostado en posición fetal, intentó estirarse, pero una atroz quemadura le paralizó. Era como si todo su ser se desgarrara. Entonces, se esforzó en permanecer totalmente inmóvil, respirando apenas, con la mejilla pegada a la tierra húmeda.

– Ama, tengo que hablar contigo.

Durante aquellas dos últimas noches, contradictorias reflexiones habían atormentado la conciencia de Flavia. Ahora había tomado una decisión.

Se confiaría a Mallia aunque aquello le hiciera sufrir, aunque aquello le costara perder a Calixto.

Inmóvil, de pie en el marco de la puerta que daba a su alcoba, Mallia la observaba, dividida entre la curiosidad y la cólera. No estaba acostumbrada a que sus esclavas la molestaran cuando despuntaba el día. Sin responder, dio media vuelta y se instaló en el escabel de marfil situado ante el tríptico de bronce que le permitía contemplarse, simultáneamente, de frente y de perfil. Tomando un paño blanco de una pequeña mesilla de mármol, se lo puso displicentemente sobre los hombros.

– ¡Péiname!

Flavia apretó nerviosamente los puños, más consciente que nunca de que no era momento de desobedecer. Con ambas manos, liberó de la tela la masa de descoloridas crines que componían la cabellera de la sobrina de Carpóforo. Cogió peines, agujas y cintas, y murmuró:

– Debo hablarte de mi hermano.

Mallia arqueó las cejas, sorprendida.

– ¿Tu hermano? Yo creía que eras una alumna que no tenías familia.

– Es cierto. Pero fue Calixto quien me recogió en la calle y, desde entonces, siempre le he considerado mi hermano.

– ¿Calixto?

Un brillo de interés apareció en su mirada. Flavia, que adivinaba el curso de sus pensamientos, no pudo evitar una especie de irritación.

– ¿Qué pasa?

– Creo saber que no te es indiferente. -Hizo una pausa antes de concluir-: He venido a pedirte que lo salves.

– ¿Salvarle? No te comprendo. ¿Está acaso en peligro?

– ¿Pero no estás al corriente? Hace dos días…

– Hace dos días visité a mi prima de Alba. Por otra parte, no creerás que estoy al corriente de la vida cotidiana de nuestros servidores. Explícate, pues.

Una vez más, Flavia advirtió el abismo que separaba a los amos de los esclavos… Sin embargo, el acontecimiento de la víspera había originado bastante alboroto. Durante la cena fue, incluso, el único tema de conversación. Emilia y ella habían pasado parte de la noche velando a Calixto, esforzándose en suavizar las llagas abiertas por el látigo de Diomedes. Carpóforo, al igual que aquella mujer, no tenía noticia alguna del drama.

Resignadamente, comenzó a contarle a su señora el incidente del cochinillo, la ciega violencia de Eleazar, la intervención de Calixto, el enfrentamiento entre ambos hombres y el terrible castigo que por ello recibió el tracio.

– Cuando ordenó a Diomedes que se detuviera, hacía mucho tiempo que Calixto había perdido el sentido. Luego, hizo que lo arrojaran al osario.

– ¿El osario?

– Es una especie de calabozo, que los esclavos llaman así porque no es mayor que un nicho excavado en la tierra y recuerda las pequeñas urnas donde se depositan los huesos de los difuntos. Le he suplicado a Eleazar que me permitiera, al menos, llevarle agua, pero no me ha escuchado.

– ¡Insensato…! Siempre he sabido que el cerebro de ese sirio no es mayor que una nuez. Vamos, acaba de peinarme. Luego iremos a decirle dos palabras.

Quienes conocían a la sobrina de Carpóforo sabían que era preferible afrontar un descenso a los Infiernos que sus cóleras. Bajo el diluvio de injurias que caía sobre él, el villicus sólo podía inclinar la cabeza y callar.

– ¿Primero el látigo y después el osario? -jadeó Mallia tras haber agotado su repertorio de insultos-. ¡Y sin cuidados! ¡Por Belona! ¿Has perdido la cabeza?

– Pero, ama -protestó con temor Eleazar-, ¡ese perro intentó matarme!

– ¡Pues estás muy vivo! ¿O acaso es tu fantasma el que gesticula ante mí? No, estoy segura de que eres tú quien tiene la intención de dejarle reventar en ese…, ese… -Pareció buscar la palabra que Flavia había pronunciado y, luego, prosiguió muy deprisa-: Y, según me han dicho, con sal en las heridas. ¡Sal en la carne viva! ¡Si no me contuviera!

El villicus, aterrorizado, esbozó un gesto de defensa, evitando por los pelos que el estilete que Mallia acababa de sacar de entre los pliegues de su túnica le dejara tuerto.

Flavia contemplaba la escena encantada y temerosa al mismo tiempo.

Algo le decía que, al provocar la intervención de Mallia, había creado una situación cuyas consecuencias sufriría también, antes o después.

– ¡Tranquilízate, ama! -gritó el sirio.

Adivinando que la mirada de los esclavos estaba fija en él, tuvo un movimiento de orgullo:

– ¡No olvides que pertenezco al señor Carpóforo!

– ¡Precisamente! Hablemos de ello. Confió en ti, encargándote de su rebaño, y le has traicionado. Conoces perfectamente el interés que siente por ese Calixto y los servicios que el hombre le presta. ¿Eres consciente de que, por tu fatuidad, has estado a punto de causarle una inmensa pérdida?

«Una inmensa pérdida, tal vez -pensó Eleazar-. Pero sin duda no tan importante como para ti…»

Una oleada de cólera le dominó. Gracias a que esa mujer deseaba cabalgar al tracio, éste iba a recuperar la libertad. Peor aún, tal vez iba a ocupar una posición comparable a la suya. No pudo evitar decir, con increíble audacia:

– En vez de pensar en la satisfacción de tu bajo vientre, sería mejor que pensases en lo que tu tío diría si supiera que…

No tuvo tiempo de concluir la frase.

Mallia se había quedado más blanca que un bastoncillo de cerusa. Nadie se había atrevido nunca a hablarle en ese tono, y un esclavo menos todavía.

El punzón que servía para grabar las tablillas de cera podía también degollar a aquel cerdo sirio. Tuvo el impulso de lanzarse sobre él, pero en el último instante se impuso la razón y se limitó a amenazar, con los labios prietos:

– Te juro por Plutón que, si mi tío se entera de algo, haré que te arrojen al estanque de las morenas. No serás ni el primero ni el último desvergonzado que les sirve de pasto. Y ahora, basta ya de charla, obedece y libera al esclavo.

Flavia acabó de vendar las heridas que abrían oscuros surcos en la espalda de Calixto.

– ¿Cómo te encuentras?

El tracio, boca abajo, se movió lentamente.

Recordaba todavía el tenue hedor a excrementos y orines que invadía las tinieblas del osario mientras duró su cautividad.

– Voy a salir de aquí -murmuró con voz ronca-. Me iré, lo juro. Pero, antes, el sirio me las pagará.

– No sabes lo que estás diciendo. El dolor te inspira esas palabras.

– Te digo que me evadiré. Y el sirio va a pagármelas.

Flavia meditó un instante antes de decir, fatigada:

– Mucho me temo que seas tú, lamentablemente, el que se vea obligado a pagar.

– ¿Qué quieres decir?

La joven abandonó la cabecera de su compañero y se dirigió lentamente al pequeño ventanuco por donde entraba una luz láctea.

– Mallia me ha ordenado que te lleve a sus aposentos -dijo sin volverse-. Esta misma noche.

Calixto se volvió boca arriba.

– Y supongo que aceptarás -añadió Flavia regresando a su lado.

El se incorporó con precaución. Sus pupilas, de un intenso azul, se habían vuelto grises.

– A menos que tu dios decida, de pronto, sustituirme…

Una luna rojiza había aparecido sobre los montes Albanos. Pesadas nubes, llegadas ya al anochecer, velaban la mayoría de las estrellas. El asfixiante calor apenas se veía atenuado por los erráticos soplos de una brisa que rizaba la superficie de los estanques, agitando el follaje de cipreses y álamos.

– No tardará en estallar la tormenta -advirtió el tracio como si hablara consigo mismo.

Flavia caminaba a su lado. No respondió, pero no pudo evitar advertir que incluso los elementos naturales se habían puesto de acuerdo para compartir la turbación de su alma.

La pareja cruzó el patio y penetró bajo las alineadas arcadas que conducían a los aposentos de los amos. Cuando llegaron al jardín interior, una bandada de palomas, presa del pánico, emprendió bruscamente el vuelo. Flavia aceleró el paso, como si quisiera poner fin de una vez por todas a aquella absurda comedia. Se guió por los escasos fulgores que dejaban pasar las cortinas corridas y se detuvo, finalmente, ante una de las arcadas. Apartando la tela, entró en la alcoba de Mallia.

La sobrina de Carpóforo enrolló el pergamino que estaba leyendo antes de salir a su encuentro. Vestía una fina túnica de lino de Egipto, y ambos jóvenes advirtieron que se colocaba deliberadamente ante el hachero de bronce, ofreciendo así, por transparencia, la desnudez de su cuerpo.

– Me place volver a verte -comenzó en tono estudiado-. ¿Te duele todavía?

– Sí. Pero el dolor me tranquiliza. Demuestra que estoy vivo. Y eso es lo que cuenta.

La joven se contoneó y, sin pudor alguno, acercó su cuerpo al de Calixto. Con cierta turbación, Flavia observó que las manos de su ama se deslizaban por la espalda de su amigo.

– Quítate la túnica -dijo Mallia con una voz repentinamente ronca.

Impasible, Calixto comenzó a desnudarse. Sus gestos eran todavía desmañados y torpes, y Flavia le ayudó a quitarse la ropa por la cabeza.

Mallia caminó lentamente a su alrededor. Su respiración se aceleró al ver el entramado de las cicatrices que cruzaban la piel de su esclavo. Fascinada, las rozó con sus uñas largas y pintadas de ocre, un poco como un chalán que acariciara la cabeza de un caballo acabado de adquirir. Era más de lo que Flavia podía soportar. De pronto, dio media vuelta y desapareció por el largo corredor envuelto en sombras.

¿Cuánto tiempo permaneció Flavia inmóvil en las tinieblas? Nunca lo recordaría. Sólo seguía reteniendo la vaga visión de blancos fantasmas petrificados, de las frondosas copas inclinándose bajo los mugidos del viento, de sus largos y dorados cabellos adhiriéndose, revueltos, a su frente y sus mejillas, y del agua de sus lágrimas mezclándose con el agua del cielo.

Cuando volvió a la realidad, se descubrió postrada junto al tocón de un árbol.

Se irguió con esfuerzo. Su empapada túnica le parecía una vestidura de plomo. A pocos pasos, encontró la avenida y la recorrió maquinalmente hasta llegar a la negra masa de la domus, dominada por completo por una infinita pesadumbre que vibraba en su interior e invadía cada parcela de su cuerpo.

– ¡Flavia!

Se sobresaltó, asustada por el tono de aquella voz que, sin embargo, le parecía familiar.

– Flavia, pequeña, ¿qué te ha pasado?

Reconoció a Emilia. Intentó hablar, pero no lo consiguió. Las lágrimas afluyeron de nuevo a sus ojos. Entonces, la sierva la cogió de la mano y la condujo al ala destinada a los esclavos.

Desde el drama vivido con Eleazar, los compañeros de Carvilio le habían acondicionado el lugar que servía habitualmente de alacena, y habían instalado allí un pequeño lecho para que el viejo cocinero pudiera recuperarse al margen de los dormitorios y las salas comunes.

Dormitaba allí, a la luz de una lámpara griega, cuando aparecieron Flavia y Emilia. Entreabrió los párpados y contempló a las dos mujeres con aspecto somnoliento.

– ¡Flavia! Pero ¿qué ha pasado?

La muchacha no respondió, y Emilia preguntó a su vez, impulsada por una repentina intuición:

– Calixto… Se trata de Calixto, ¿no es cierto?

La muchacha asintió débilmente.

– ¿Le ha agredido de nuevo el intendente? -preguntó Carvilio temeroso-. No puedo creerlo.

– No… -balbuceó Flavia-. No ha sido Eleazar.

– Entonces…

– ¡Comprendo! -exclamó la sierva-. Mallia… Mallia ha logrado por fin su presa. ¿Es eso?

Y como Flavia no respondía, insistió:

– Dime, pequeña, ¿se trata de esa criatura, verdad?

Como si no pudiera guardar para sí su desesperación, la muchacha ocultó el rostro entre las manos y les reveló la verdad.

– Pero no entiendo por qué te pones así -se extrañó el cocinero-. Deberías sentirte tranquilizada y, en cambio, da la impresión de que acaban de anunciarte la muerte de Calixto. A fin de cuentas, compartir el lecho de Mallia me parece mucho menos duro que acostarse en la sucia tierra del osario.

– ¡Imbécil! -intervino Emilia con expresión furiosa-. Vosotros, los hombres, no tenéis sensibilidad alguna. Pero ¿no lo has comprendido? -Sin aguardar respuesta del pasmado anciano, posó una mano en los empapados cabellos de Flavia-. Ya sospechaba que estabas enamorada del tracio. Pero ignoraba la fuerza de tu amor.

– Enamorada… -masculló Carvilio, advirtiendo de pronto la torpeza que acababa de cometer-. ¿Desde cuándo?

– Desde siempre… Desde la noche en que su rostro se inclinó sobre el mío.

– Así pues, ¿es por eso, indirectamente, por lo que nunca has querido dar el paso definitivo y hacerte cristiana? -interrogó Emilia.

– ¡Me hubiera gustado tanto que ambos compartiéramos ese sagrado instante, que mi bautismo fuera también el suyo!

Todo se aclaraba. Las reticencias de su compañera retrasando constantemente el día, los pretextos invocados en las reuniones.

– En verdad no tienes derecho a reprocharle haberse entregado a esa mujer -dijo el cocinero-. En fin de cuentas, ¿no fuiste tú quien favoreció indirectamente su unión? ¿Tenía elección acaso?

Por toda respuesta, Flavia echó hacia atrás la cabeza, haciendo ondear su dorada cabellera.