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31 de diciembre de 192

Helvio Pertinax besó a Cornificia rogando mentalmente a los dioses que no le castigaran por su excesiva fortuna.

En efecto, para un hombre de sesenta y siete años, disfrutar del amor de una amante treinta años más joven no era, en sí, una situación corriente. Pero cuando, además, la amante en cuestión no era otra que la hija de Marco Aurelio y la hermana de Cómodo César, la cosa resultaba absolutamente extraordinaria.

¡Qué pasmoso ascenso para el hijo de un ligur liberto que vendía carbón! Había comenzado en el precedente reinado, durante las guerras marcomanas. La urgencia de los acontecimientos, la búsqueda del valor y la competencia eran tales que a los oficiales capaces se les ofrecieron fulgurantes carreras e inesperadas oportunidades de promoción social. Al finalizar el reinado, Pertinax se había convertido en senador y ocupado el consulado. Tras un breve período de desgracia, bajo Cómodo, a consecuencia de intrigas cortesanas, había sido reclamado de nuevo para los asuntos públicos a causa de la falta de hombres de experiencia. Y desde entonces, ya fuera en el gobierno de Bretaña o en el proconsulado de Africa, el ligur había desempeñado sus tareas con idéntica fortuna. Hoy, sucediendo en la prefectura de la ciudad a un oscuro amigo de Cómodo, un tal Fustiano, se hallaba en la cumbre de su carrera. Durante algún tiempo, al descubrir que su esposa se había convertido en amante de un flautista de renombre, Pertinax comenzó a creer que los dioses estaban celosos de él. Pero en la misma época conoció a Cornificia.

– ¿No podrías relajarte un poco, aunque sólo fuera durante la noche de las saturnales? -preguntó, acariciando con dulzura a la joven tendida a su lado.

Desde la pequeña y oscura alcoba podían oír claramente los cánticos y las groseras carcajadas de los esclavos reunidos en el triclinio. Tal como establecía la costumbre, festejaban en lugar de sus amos y se hartaban de sus manjares y vinos.

Pertinax, considerando que su función de alto magistrado no le permitía servir en persona a sus hombres, como exigía la tradición, había optado por cederles enteramente el lugar. Se consolaba diciéndose que, en el fondo, era un medio como otro de desaparecer en compañía de su amante durante una larga noche de amor.

– Perdóname -gimió la hermana de Cómodo-, pero tengo un horrible presentimiento. Temo que se prepare una gran desgracia.

Pertinax irguió la cabeza.

– ¿Piensas así porque tu hermano te ha hecho una confidencia especial?

Estaba demasiado oscuro para que pudiera distinguir los rasgos de su amiga, pero cuando ésta respondió lo hizo con un matiz de asco en la voz.

– Mi hermano… Sabes muy bien que nos ignoramos por completo y que me niego a verle.

– Y haces mal…

– ¡Cómo puedes decir eso! Se atrevió a ordenar el asesinato de nuestra hermana Lucila y de mi cuñada Crispina. Se mezcla cada día más con la hez de Roma. ¡Es un monstruo! ¡Jamás comprenderé cómo un ser tan admirable como fue mi padre pudo engendrar semejante ralea!

Sensible a la rebeldía de su joven amante, el prefecto de la ciudad depositó un beso en su mejilla.

– Hablaba por tu bien. Cómodo es implacable con quienes sospecha que se le oponen, incluso…, iba a decir sobre todo, si son de su familia. El alejamiento de la corte, tu distanciamiento de la Domus Augustana no mejora vuestras relaciones. He sabido que, últimamente, ha hecho suprimir a una de vuestras tías maternas que estaba en Acaya.

– ¡Zeus omnipotente! ¿Por qué no me hablaste de ello?

– No quería asustarte. Sin duda hice mal. Sin embargo, insisto: tu voluntad de exilio supone un peligro real. Permíteme, por tu seguridad, que intente reconciliarte con el Emperador.

Un estremecimiento recorrió el espinazo de Cornificia, que abrazó instintivamente a su amante.

– Eres tan bueno y tan recto -dijo, pasando sus dedos por la sedosa barba de Pertinax-. Sin ti estaría sola por completo en esta ciudad donde ya sólo reinan el miedo y la delación.

– ¿Por qué te atormentas así, Cornificia? No debes hacerlo.

– Lo sé, pero soy incapaz de controlar la angustia que domina todos mis pensamientos. Especialmente desde hace unas semanas. Los signos y los prodigios se multiplican. Sólo citaré, como ejemplo, el seísmo del mes pasado.

Esta vez fue Pertinax quien se vio dominado por una corriente glacial. Como todos los romanos, creía a pie juntillas en las advertencias de los dioses, y también él había detectado una inquietante sucesión de extraños fenómenos.

Permaneció tanto tiempo en silencio que Cornificia creyó que se había dormido. Se estrechó contra él.

– ¡Por Venus! ¿Qué sucede? -preguntó-. De pronto te has puesto muy pensativo.

– Recuerdo en este momento un incidente del que mi padre me habló antaño. Según él, el día de mi nacimiento, un potrillo recién nacido consiguió subir al tejado de la casa familiar. Cuando todos se maravillaban ante la hazaña, el potrillo resbaló y se estrelló contra el suelo. Inquieto, mi padre fue a la ciudad vecina para consultar con un adivino. El hombre le explicó que su hijo llegaría a la cima de los honores, pero que encontraría allí la muerte. Cada vez que contaba el incidente, mi padre añadía: «Aquel charlatán se quedó con mi dinero para contarme tonterías.» -Pertinax hizo una profunda inspiración y prosiguió, como hablando consigo mismo-. Hoy, cuando pienso en mi situación, me digo que no puedo llegar más alto. Tal vez, entonces…

– Cállate. No quiero seguir escuchándote. ¡Si te perdiera, moriría!

Con una especie de desesperada avidez, Cornificia se apoderó de la boca de su amante, estrechándose al mismo tiempo contra su cuerpo como si quisiera incrustar en él toda su carne. De pronto se quedó inmóvil.

– ¡Escucha!

Con el corazón al galope, jadeante, Pertinax respondió:

– No es nada. Sigue así, junto a mí.

En aquellas turbulentas horas, el amor seguía siendo el mejor antídoto contra la muerte y la angustia.

Pero la joven dio un nuevo respingo. Dos imperativos golpes habían sonado en la puerta.

– ¡Señor Pertinax! -dijo una voz que parecía amenazadora.

Ambos amantes se miraron con ojos turbados.

– ¡Señor Pertinax!

La puerta se abrió con un siniestro chirrido.

Cornificia lanzó un grito y se separó del cuerpo del prefecto.

Acababan de irrumpir dos hombres, con una lámpara alejandrina en la mano. La mujer los identificó inmediatamente. Uno era el chambelán Eclecto; el otro, el prefecto de la ciudad, Emilio Leto. Dos firmes apoyos de su hermano. Emilio fue el que habló primero.

– Déjanos, mujer-ordenó-. Tenemos que hablar con el señor Pertinax.

– Ni hablar -replicó enojada.

Pertinax tomó a su vez la palabra con una voz trémula, pero que fue afirmándose paulatinamente.

– Os esperaba desde hacía mucho tiempo. Me liberáis de una angustia que no me ha abandonado ni de noche ni de día. ¡Cumplid, pues, vuestro infame deber!

– No es momento para el estoicismo -gruñó Emilio, molesto por aquella artificial grandilocuencia de «viejo romano»-. Tienes que acompañarnos al campamento pretoriano.

– ¿Por qué perder tiempo con lo que, evidentemente, será sólo una ambigua comedia judicial? ¡Mátame aquí y terminemos de una vez!

– ¿Quién habla de matarte? -intervino Eclecto-. Cómodo ha muerto. Venimos a ofrecerte la púrpura.

Cornificia ahogó una nueva exclamación, poniéndose puerilmente la mano en la boca.

– ¿Debía guardar silencio ante ella? -prosiguió el chambelán en tono de excusa.

– No tiene importancia.

Pertinax había saltado de la cama. Era un hombre de gran talla, pero que con la edad había engordado. Su panza colgaba como un odre vacío. Su rostro estaba adornado por una larga barba que casi le llegaba al pecho y se le adivinaba impedido por la artrosis de sus miembros. Eclecto sonrió interiormente, diciéndose que, en tan simple atavío, el futuro César nada tenía en verdad de impresionante.

– ¿Decís que Cómodo ha muerto? Pero…, pero ¿cómo ha sucedido?

– Al salir del baño, hacia la duodécima hora, ha sufrido un ataque y han sido vanos todos los esfuerzos por reanimarle.

– Pero ¿por qué habéis pensado en mí para reemplazarle? Al fin y al cabo, que yo recuerde, nunca hemos estado muy cerca.

– Si fue así, debes saber que no somos responsables de ello. La obediencia al Emperador nos impuso determinadas actitudes que, ciertamente, no habríamos adoptado ante un príncipe virtuoso. Siempre te equivocaste al juzgarnos como vulgares intrigantes sin escrúpulos.

»La prueba es que estamos aquí, bajo tu techo, convencidos de que eres el único capaz de obtener la obediencia de los ejércitos provinciales. Sólo tú podrás evitar un combate de jefes por el poder, como los que conocimos en las peores horas de la República. El honor de la patria te obliga a no negarte.

Pertinax, que seguía desnudo, se mesó la barba con cierto nerviosismo.

– ¿Estáis realmente seguros de que Cómodo ha muerto?

– Tan muerto como Marco Aurelio. Te lo juramos.

– Vuestra palabra no me basta. Quiero ver el cadáver.

– ¡Eso es imposible! -exclamó Emilio-. Los despojos se encuentran en sus aposentos de la Domus Augustana. No podemos introducirte allí sin dar a conocer la noticia, con todas las consecuencias que puedes imaginar.

– En ese caso, arregláoslas para que me traigan aquí el cuerpo.

– Sé razonable -suplicó Eclecto-. ¿Nos imaginas transportando hasta aquí un cadáver? Te lo suplico, encarguémonos de lo más urgente. Ponte la toga y vayamos al campamento pretoriano.

El prefecto meneó la cabeza con una tozudez de anciano.

– Ni hablar. Os lo repito: no me moveré de aquí antes de tener la prueba formal de la muerte de Cómodo. Y ahora, salid de mi casa.

Eclecto y Emilio intercambiaron una mirada de consternación. Pertinax impidió una nueva tentativa.

– Es inútil insistir. Salid o llamo a mis esclavos.

Tras una última vacilación, ambos hombres se retiraron. Apenas cerrada la puerta, Cornificia se abalanzó hacia su amante. Temblaba de los pies a la cabeza.

Emilio no se calmaba.

– ¡Que la peste se lleve a ese viejo cabrón! -murmuró-. Le ofrecemos el Imperio y ya ves lo que exige para aceptar. No, debemos encontrar otro candidato.

– No te dejes dominar por tu resentimiento. No olvides que nos consideran los genios malos de Cómodo. No es extraño que tema una trampa. Y sabes tan bien como yo que Pertinax es el único candidato adecuado.

Ambos hombres habían tomado el camino de la Domus Augustana, metiendo la cabeza entre los hombros para protegerse de las ráfagas heladas. Aquí y allá resonaban todavía, a lo lejos, risas que les recordaban que esa noche era, para la ciudad, la de la alegría y la despreocupación.

– ¿Qué propones entonces? -dijo el prefecto de mala gana.

– Tengo algunos esclavos adictos. Les pediré que vayan a buscar los despojos del Emperador y los envuelvan en sábanas, como si se tratara de un simple montón de ropa sucia.

– ¿Y eres lo bastante ingenuo para creer que los guardias los dejarán entrar y salir con toda impunidad de los aposentos imperiales?

– Dirán que les han encargado hacer limpieza.

– ¡En plena noche! No sabes lo que dices. Sé que estamos viviendo horas extrañas, pero, de todos modos… Tu plan no tiene probabilidad alguna de funcionar.

Eclecto reflexionó.

– A no ser que no estén de guardia los hombres habituales. Ese es tu terreno. Tendrías que dar las órdenes necesarias para que fueran sustituidos por hombres de confianza que no suelan estar de servicio en palacio. Debes de conocer a algunos pretorianos que estarían encantados de cobrar una recompensa o, por qué no, recibir un ascenso.

Un diluvio comenzó a caer sobre la ciudad cuando avistaban ya las rojizas luces de las antorchas que rodeaban el Palatino. Emilio exhaló un profundo suspiro.

– Si salimos de ésta indemnes, prometo ofrecer un sacrificio al dios de los cristianos.