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Un duro sol lanzaba sus rayos sobre el techo de las insulae que se levantaban a orillas del mar cuando Calixto y Carpóforo avistaron el puerto de Ostia.

Tras haber recorrido la vía central, pasaron ante los jardines dominados, a la izquierda, por el templo de Júpiter. Dejaron atrás las termas de los Siete Sabios antes de llegar a los muelles, no lejos del foro de las Corporaciones.

A lo largo del templo dedicado a la annona se alzaba una hilera de tiendas, sesenta aproximadamente, cuyo umbral estaba decorado con mosaicos negros sobre fondo blanco. Cada tienda albergaba un oficio en particular: aquí un comerciante en madera, allí un cordelero, más allá medidores de trigo o peleteros.

Curbis, Alejandría, Sirta, Cartago. Grabadas en la madera de los dinteles, las ciudades de origen de cada armador destacaban como otras tantas invitaciones a hacerse a la mar.

En torno a las dársenas, todo eran exclamaciones, idas y venidas en las que porteadores, marinos, vendedores, mujeres y niños se codeaban sobre un fondo salpicado de luces y sombras. Y ruidos: el tintineo de las monedas en el mostrador de los cargadores, la cantinela de los bataneros que amasaban con los pies, en recipientes llenos de orines o de potasa, las togas que debían limpiar o la lana en bruto de la que había que eliminar el churre. Y el aire preñado de picantes aromas llegados de lugares lejanos.

Viendo aquel espectáculo que, sin embargo, le resultaba familiar, Calixto se sintió incómodo. Desde aquella tarde en el circo Máximo no soportaba la promiscuidad de la muchedumbre.

– ¿Qué sucede? -preguntó el senador advirtiendo la súbita palidez de su esclavo-. ¿No te encuentras bien?

– No es nada, el calor sin duda.

– Tienes razón, hace calor. Alguien ha debido de entreabrir las puertas de los Infiernos.

Para demostrar mejor su reprobación, Carpóforo se secó, molesto, las gotas de sudor que corrían por su cráneo recién afeitado.

Instantes más tarde, se detuvieron ante un thermopolium del que brotaba un fuerte aroma de garum de pescado asado, y pidieron bebidas refrescantes.

Carpóforo estudió atentamente a su esclavo.

– ¿De modo que te has decidido? -dijo-. ¿Piensas dejarte esa barba?

Calixto se pasó las manos por las mejillas.

– Creo que sí.

– No te enseñaré nada nuevo diciéndote que, entre los griegos, dejarse la barba es señal de luto.

Decididamente, pensó Calixto, su amo estaba muy insistente. Disimuló.

– No soy griego.

– En el fondo, cuando pienso en esa peluquera me digo que tal vez tu desgracia te sea beneficiosa: ahora sólo tendrás que ganar el precio de tu liberación.

Calixto apretó los dientes. Si su amo sospechara el terrible alcance de sus palabras.

– Evidentemente, nada sustituye un gran amor de juventud, y…

– ¡Entre Flavia y yo sólo había amistad y ternura!

– Claro, claro… Pero insisto: pronto descubrirás que la vida es más fuerte que cualquier otra cosa… -Vació de un trago su copa de vino y dio la señal de partida-: Por cierto, había olvidado decirte que Mallia no te perseguirá más con sus requerimientos.

Ante la perpleja expresión de su esclavo, explicó:

– Se casa con Didio Juliano el joven y abandona hoy mismo mi propiedad. Podrás, consagrarte, pues a la dirección de mi banco. Ya no te molestará.

– Pero, entonces…

– ¿Qué pasa?

– Si Mallia se casa con el hijo del senador Juliano, eso significa que este último vuelve a estar en gracia.

– Compruebo con placer que tu mente ha recuperado su agilidad. Evidentemente, Juliano padre regresará al Tíber y al foro dentro de pocas semanas. Y, lo que es más importante, en los idus de septiembre podrás ir a cobrar los veinte talentos que nos debe ahora su hijo.

Habían llegado al corazón del puerto. Ante ellos, las onerarias, navíos de carga con la proa en forma de cisne que surcaban en todas direcciones el Mare Nostrum, se balanceaban en las dársenas mientras sus velas trapezoidales parecían poner remiendos de tela en el azul del cielo.

– ¡Por Venus, qué hermoso es! -exclamó Carpóforo señalando al Isis-. Es sin duda el navío más poderoso, más rápido y más útil de toda la flota de transporte.

El elogio estaba justificado: el Isis era con mucho el navío más imponente del puerto de Ostia.

Distinguieron al capitán, que avanzaba hacia ellos haciendo aparatosas señas.

Pintoresco personaje el tal Marco. Barbudo y rechoncho, su despotismo y su afición a las ganancias eran tan legendarios como su risa. Cuando algo le divertía, soltaba una extraordinaria carcajada, especie de redoble interior que nadie sabía de dónde emanaba. Calixto se dijo que no había cambiado mucho desde la última vez que se habían visto. Tan sólo sus rasgos, ya entonces muy marcados, parecían estarlo más aún.

– Señor Carpóforo, estoy encantado de volver a verte.

– Por lo que veo, los vientos te han sido favorables, Marco. No te esperábamos tan pronto.

– En efecto, señor. Zarpamos de Alejandría cuatro días después de las fiestas de Cibeles.

– ¿Has hecho la travesía sólo en diez días?

– Nueve: llegamos ayer.

– ¿Nueve días cuando un trayecto normal necesita dieciocho? Decididamente, vas más deprisa aún que las galeras imperiales.

El incontenible redoble que servía de risa al capitán resonó durante largo tiempo antes de que se decidiera a responder.

– Creo, en efecto, que ningún navío que navegue sirviéndose únicamente de los vientos etesios

[47] puede realizar una travesía tan rápida.

– Que yo sepa -observó Calixto-, hay uno o dos precedentes. Pero, tanto en un caso como en el otro, los navíos no viajaban con todo su cargamento de trigo. En verdad, esta hazaña asegura para el servicio de la annona y en consecuencia para ti, señor, una sustancial ganancia de tiempo. Tal vez debiéramos pensar en recompensar el celo y la competencia del capitán Marco.

Un brillo de agradecimiento pasó, furtivamente, por la mirada gris azulada del capitán. Por lo que a Carpóforo se refiere, era demasiado hábil manejando a los hombres como para desdeñar el consejo.

– Tienes toda la razón, Calixto. Págale a nuestro amigo quinientos denarios. Y dobla la cantidad si repite la proeza.

Lamentablemente, los vientos etesios no son siempre tan favorables, señor -dijo Marco, inclinándose-, pero procuraré satisfacerte.

– Estoy convencido de ello. Ahora, dame noticias de tu cargamento. Me preocupa sobre todo el estado de las sedas.

– Seguidme, vosotros mismos podréis juzgarlo.

Calixto y Carpóforo siguieron los pasos del capitán, que los llevó a las bodegas del Isis. Descubrieron allí un impresionante número de toneles, cajas y jaulones, todo ello colocado en gradas a lo largo de las paredes. Marco forzó uno de los cofres y extrajo con mil precauciones un vestido de seda cuyos reflejos recordaban un ciprino dorado.

Calixto siguió mentalmente el camino recorrido por aquella vestidura, desde los hilos concebidos en las lejanas provincias de Seres, en los confines de Oriente, y pacientemente transportadas a Egipto por los mares interiores, hasta el trabajo único de los tejedores de aquel país y, por fin, hoy, Ostia, Italia. Una tela como la que había servido para fabricar aquella pieza podía evaluarse en casi doce medidas de oro. Es decir, el salario de cuarenta mil jornadas de trabajo de un obrero. Un sueño…

– Y aquí… -Marco dio un gran golpe en uno de los tabiques-, ¡mil doscientos modii de trigo!

– Muy bien -apreció Carpóforo-, el prefecto de la annona está satisfecho de ti.

El banquero efectuó un rápido examen de sus mercancías antes de confiar a Calixto el resto de las operaciones.

Estas consistían en desembarcar los géneros y llevarlos luego a uno de los numerosos y enormes almacenes situados en la periferia de Ostia.

El calor era sofocante y los hombres trabajaban con lentitud. Fueron necesarias diez horas para desembarcar parte del trigo. Se precisarían dos días más para acabar con los mil doscientos modii.

La noche se deshilachaba sobre el mar cuando Marco invitó a Calixto a refrescarse. Este, aunque embrutecido por el sol y la fatiga, vaciló. Durante todas aquellas horas, el trabajo le había impedido pensar en Flavia y en todo lo demás. Deteniéndose, temía dejar libre de nuevo el campo a toda clase de ideas mórbidas. Decidió, sin embargo, aceptar.

Ambos hombres se dirigieron a la taberna llamada El Elefante, una de las muchas que florecían en el puerto. Apenas se hubieron sentado, Marco dijo:

– Quisiera agradecerte la gratificación que me has conseguido.

– Quinientos denarios es poco…

– ¿Poco? -Y la inimitable risa del capitán resonó espontáneamente en su garganta-. Será poco para un individuo como tú, acostumbrado a manejar millones, pero para mí, un simple marino…

Se habían instalado frente a frente, acodados en el mármol del mostrador, tibio todavía a consecuencia del calor del día.

– Compréndeme -prosiguió el capitán-, para mí lo más importante es asegurarme el porvenir. Me gustaría ganar los denarios suficientes para retirarme a alguna parte. A Pérgamo, a Capri, ¿qué sé yo? Fundar una familia, tener hijos. Mira, mira mis manos. Los hombres de mi raza mueren pronto. Al principio me gustaba apasionadamente este oficio, los viajes, lo desconocido. Cuando se tienen veinte años, todo es único. A los cincuenta, todo fatiga. Y hoy, Calixto, tengo cincuenta años y carezco de descendencia. Es triste. Ciertamente he tenido hembras de Egina, de Cartago, preñadas de sol, vibrantes como una copa de samos en pleno mediodía. ¿Y luego? Silencio… No, necesito poco. Una viña, una granja, la paz… ¿Comprendes?

Calixto asintió distraídamente. Cada vez que regresaba de sus periplos, Marco sentía una inevitable necesidad de explayarse.

Disertó así durante casi una hora sobre las mujeres, el tiempo, el dinero, la política y demás, pasando de un tema a otro sin concluir jamás realmente. Forzoso era reconocer, sin embargo, que en aquellos relatos había siempre un clima mágico que incitaba a soñar.

Calixto casi podía tocar con la mano Alejandría y sus amplias avenidas, largas como ríos, los templos rodeados de jardines de inolvidables aromas, el serapeum, la puerta del Sol y, por encima de todo, la torre de fuego de la isla de Faros, tan brillante que iluminaba, según decían, los confines del universo. Antioquía durante el crepúsculo, cuando las cuchillas del sol poniente transforman el Orontes en camino de llamas. Pérgamo con su acrópolis, dominando como un nido de águilas el encajonado valle del Caicos. Y, de pronto, a medida que Marco hablaba, una loca idea nació en el espíritu del tracio.

Las esperanzas de liberación que Carpóforo había hecho nacer en él parecían, hoy, muy aleatorias. Desde las guerras de Marco Aurelio reinaba una crisis multiforme y compleja. En Oriente, inmensos territorios habían sido asolados por los partos; en Dacia, en Panonia y también en Iliria y en Tracia, por los bárbaros o los bandidos de Materno. Además, la peste había causado graves pérdidas entre los campesinos. La penuria de víveres había engendrado la carestía de la vida, reduciendo a la miseria a los más pobres. Aunque Cómodo había intentado luchar contra aquella situación, imponiendo un baremo que los precios no debían superar, la medida se había revelado poco eficaz.

Además, el propio Emperador padecía las consecuencias de aquella situación, pues el rendimiento de los impuestos había descendido considerablemente. Lo remediaba, hasta cierto punto, nacionalizando las aduanas, con lo cual privaba a las sociedades arrendatarias -y en consecuencia a personajes como Carpóforo- de sustanciales rentas. Finalmente, acababa de tomar la decisión de disminuir los tipos de interés, medida que aliviaba mucho a los deudores, pero colocaba a los bancos en muy mala posición. Y en tales condiciones, ¿cómo ganarse honradamente su liberación?

La voz de Marco le sacó bruscamente de sus pensamientos.

– ¿No te interesan ya mis historias?

– Muy al contrario. Me he dejado llevar por tu relato: estaba en pleno viaje.

Encantado por aquella respuesta, el capitán soltó una nueva carcajada.

– ¿Cuándo te harás de nuevo a la mar? -preguntó Calixto con desenvoltura.

– No lo sé. Seguramente hacia los idus de septiembre.

Aun en contra de su voluntad, Calixto notó que el corazón latía con tanta fuerza en su pecho que tuvo la certeza de que Marco podía oírlo.

Los dioses estaban con él. En los idus de septiembre era precisamente cuando tenía que cobrar los veinte talentos de Didio Juliano. Sintió entonces mucho miedo. Las puertas se entreabrían, pero ¿se atrevería a cruzarlas? Tanto más cuanto que el camino que llevaba a ellas estaba lleno de trampas. El joven Juliano podía desaparecer o, sencillamente, no disponer de la suma en la fecha acordada y pedirle a Carpóforo un plazo suplementario. Convencer a Marco de que le permitiera embarcar en el Isis sería una tarea más ardua aún.

– Dime, Marco. Hace un momento, cuando me has comunicado tu deseo de abandonar los viajes y comprar un pedazo de tierra, ¿hablabas en serio? ¿O, sencillamente, era un modo de expresar cierto estado de depresión?

– Escúchame, pequeño, ¡Cayo Sempronio Marco no tiene nunca depresiones! Las depresiones son para las babosas y las doncellas de Vesta, no para un hombre de mi temple.

– Mejor así. En ese caso, cuando hablabas de obtener los medios para retirarte, ¿en qué suma estabas pensando?

Marco reflexionó brevemente.

– Digamos ciento cincuenta o doscientos mil sestercios.

Calixto hizo un rápido cálculo: a doce mil quinientos sestercios el talento… Una vez que le hubiera pagado a Marco, le quedarían unos cincuenta mil sestercios para su uso personal.

– ¿Y si te consiguiera esa suma?

El capitán abrió los ojos con asombro. Luego, echando hacia atrás la cabeza, soltó una nueva carcajada que atrajo hacia él la atención de clientes y viandantes.

– Mi pobre Calixto, el vino produce en ti peligrosos efectos. ¿Doscientos mil sestercios? ¡Pero si ni siquiera tienes un as!

Vació su jarra y tomó al tracio del brazo.

– Vamos, ven, marchémonos. Oigo chapotear el cerebro en tu cabeza.

Calixto no se movió.

– Te hablo muy en serio, Marco. Tendrás la suma. ¡Te lo juro por Zagreo!

– ¿Qué estás diciendo? ¿De dónde sacarás semejante fortuna?

– Lo único que te interesa saber es que puedo obtenerla.

Visiblemente turbado, Marco sintió la necesidad de apoyarse en el mostrador.

– Mírame a los ojos -dijo acercando su rostro al del tracio-. No estarás divirtiéndote conmigo, ¿verdad? ¿Te das cuenta de que ya no tengo edad?

El capitán hizo una pausa, como si intentara evaluar a su interlocutor.

– Perfecto. Examinemos la proposición desde otro punto de vista… No pretenderás hacerme creer que esta mañana has abierto los ojos diciéndote: «Me gusta esa vieja barrica de Marco y sería agradable poder ofrecerle unas decenas de miles de sestercios.» Vamos, basta ya de palabras: ¿qué hay tras esa súbita generosidad?

– Necesito tu ayuda.

– Ya estamos. ¿Qué quieres?

– Embarcar contigo en el Isis, en tu próximo viaje a Alejandría.

– Esta vez no cabe duda alguna: Baco ha envenenado tu cabeza. ¿Partir en el Isis? ¿Has pensado al menos en las consecuencias? Para comenzar, nuestro querido Carpóforo tendría el placer de darte estrapada al pie del Capitolio, donde algunos buitres picotearían tu cerebro enfermo. Pero eso no sería todo; también habría para mí. En el mejor de los casos, acabaría como galeote entre Tiro y Faleria hasta que el Mediterráneo quedara convertido en una piscina para patricias en celo. Y eso, pequeño, no es más que una visión optimista de las cosas.

– Carpóforo no lo sabrá. ¿Cómo quieres que establezca una relación entre tú y mi desaparición?

– ¿Cómo? Bueno, sencillamente porque en esta ciudad todo se sabe y siempre habría un alma caritativa dispuesta a denunciarnos. Alguien, cualquiera de los que te hubiese visto subir a bordo.

– No si embarco por la noche.

– ¿Y durante la travesía?

– Ya lo he pensado: la bodega. Sólo saldré cuando haya llegado a Alejandría.

– ¡Estás loco! ¿De diez a veinte días en la cala?

– Tal vez esté loco, Marco, pero tú lo estás todavía más si rechazas doscientos mil sestercios.

Marco se secó la frente, nervioso.

– ¿Sabes, Calixto?, me fatigas y me das sed. -Pidió otra jarra de albus-. Sí -repitió-, me fatigas.

– Te lo suplico, tienes que aceptar. Si me quedo en Roma me volveré loco. Si no me marcho, pondré fin a mis días.

– ¡No me hagas chantaje! ¡Me horroriza!

– Y sin embargo, es cierto. ¡Aquí me asfixio!

– Que yo sepa, ocupas una situación privilegiada y no pasas las noches en una ergástula.

– Mi prisión es todo lo que me rodea. Además, hay otra cosa. Alguien a quien quería más que a mí mismo y que ya no existe… Ya nada me retiene aquí…

– ¡Tonterías! Dime mejor qué don de Venus te permitirá obtener semejante suma.

– Ya te he dicho que eso es cosa mía.

Marco estudió durante un largo rato a Calixto con aire de circunspección.

– De acuerdo -dijo por fin-, tú ganas. Tú ganas, pero con mis condiciones.

– ¿Tus condiciones?

– Eso es. Cuando te hablaba de retirarme a un rincón tranquilo, no pretendía en absoluto hacerlo a cambio de algo. En todo caso, no con mi cabeza en la balanza. ¿Queda claro? Ya imaginarás que no voy a arriesgarme a perder todo lo que tengo así, sin contrapartidas.

– Pero, bueno…, ¿y los doscientos mil sestercios?

– Está bien, pero no es bastante.

– ¿Quieres decir que…?

– Quiero decir que entre el deseo y los medios para realizarlo hay todo un mundo. Y ese mundo tiene un precio: doscientos mil sestercios más.

– ¿Cuatrocientos mil en total?

– Sé sumar perfectamente.

Pálido, Calixto sintió que perdía pie. Los veinte talentos de Juliano no bastarían. Por un instante, sintió la tentación de abandonarlo todo. No quería partir con la bolsa vacía, para vivir en Alejandría como mendigo o servidor de algún burgués alejandrino.

– De acuerdo -anunció de pronto-, tendrás la suma.

¿No era él, en fin de cuentas, quien controlaba las finanzas de Carpóforo?

– Atención, Calixto, nada de engaños. Cuatrocientos mil y ni un as menos. No sé dónde ni cómo obtendrás la suma, pero si fracasas siempre tendrás tiempo de recordar mis advertencias. Dicho esto, creo que debemos regresar al navio. De lo contrario no serán sestercios lo que llueva…

– Espera un instante. ¿Cómo sabré cuándo parte el Isis?

– Por el propio Carpóforo, claro. Ya imaginarás que no voy a aparejar sin que me lo ordene. Probablemente, te enterarás de la fecha antes que yo.

– Entonces, quedamos citados aquí mismo, al alba del día de la partida.

– Ten cuidado: pasada la segunda hora, izaré las velas.

– No temas, estaré aquí.

Una divertida sonrisa apareció en los labios del capitán.

– Estás loco, Calixto, loco. Pero ¿ quieres que te diga una cosa? Vencedor o no, me gustas.