18
Cómodo, sin sandalias, con el codo izquierdo apoyado en un almohadón y el puño sosteniendo su cabeza, permanecía tendido en una indolente pose.
Con sus ojos entornados, su barba espolvoreada de oro y sus carnosos labios, ofrecía la imagen de una decadencia que se habría podido calificar de «refinada». Tumbado en el lecho de honor, entre su anfitrión y su concubina, seguía con creciente interés la evolución de las bailarinas. Las hijas de la Arabia Pétrea, del país de los nabateos y de Saba, bellezas de piel oscura y cabellos de azabache, iban vestidas con una mamaria que apenas disimulaba sus pechos, así como con un largo paño, abierto, que caía hasta sus tobillos.
Sentados en una estera con las piernas cruzadas, en un extremo de los lechos dispuestos en forma de U, cuatro músicos soplaban, tañían y golpeaban sus instrumentos, creando una música incitadora y bárbara al mismo tiempo. Las seis bailarinas giraban en el espacio libre entre los lechos, haciendo tintinear los brazaletes de sus muñecas y tobillos, mientras, de vez en cuando, los rubíes engarzados en su ombligo atrapaban en sus facetas el fulgor de las lámparas alejandrinas. Con sus flexibles caderas, dibujaban en el aire complicados arabescos. Y, a veces, en el crescendo de la música, el movimiento de su vientre desnudo se hacía tan violento que los faldones del paño se entreabrían para mostrar sus piernas estremecidas. Cuando el ritmo se quebró por fin, las bailarinas se dejaron caer al suelo como grandes flores cortadas, provocando los espontáneos aplausos de la concurrencia.
– ¡Por Isis! -exclamó Cómodo-. Es la primera vez que veo unas bailarinas hacer con sus vientres semejantes prodigios. ¡Felicidades, querido Carpóforo!
– Me halagas, César -repuso el caballero ruborizándose de placer.
La joven tendida junto a ambos hombres soltó una risita.
– Es un cumplido merecido, señor Carpóforo. Realmente hay que hacer gala de imaginación para asombrar a nuestro César.
– Y sobre todo ofreciéndole algo que mi querida Marcia no pueda hacer -añadió el Emperador con malicia.
Marcia, con un gesto brusco que le era habitual, echó tras sus hombros la masa de negros cabellos.
– En efecto, César, eso es algo que todavía no puedo hacer… Señor Carpóforo -prosiguió-, ¿permitirás que tus bailarinas me enseñen su arte?
Sus dos compañeros lo celebraron simultáneamente. Cómodo exclamó:
– ¿Ves, Carpóforo, por qué la amo tanto? Como decía mi padre: ¿qué es la belleza sin el encanto? La estatua más perfecta, si no posee un poco del alma del artista, no tiene más valor que el frío mármol.
El joven Emperador se apresuró a inclinarse sobre su compañera, posó sus labios en su hombro ambarino y ascendió hacia la fina línea del cuello.
– Eres mi estatua… -murmuró con voz contenida pero apasionada-. Eres mi estatua de carne, mi hermosa amazona…
Marcia deslizó delicadamente los dedos por la rizada cabellera de su amante y alisó su dorada barba antes de declarar con voz dulce:
– César, tengo hambre.
– Lo siento, princesa mía, mi Ónfale -exclamó Cómodo como despertando de un sueño-. No tengo perdón. Amigo -dijo dirigiéndose a su anfitrión-, tus bailarinas nos han maravillado, ¿qué sorpresa nos reservas como plato fuerte?
Carpóforo, mostrando una sonrisa satisfecha, dio unas palmadas.
– ¡Altera cena!
Inmediatamente se oyó el sonido de un cuerno. Todos los invitados se volvieron hacia la puerta trasera, en la que resonaban ya los pasos de un numeroso grupo.
Entró primero el trompetero, seguido de dos esclavos que llevaban, atados con correas, unos perros de caza y unos soberbios mastines con collares de oro al cuello. Tras ellos, unos personajes con ropa de caza sujetaban por las asas una inmensa fuente en la que habían depositado un joven uro asado, con las patas dobladas bajo el vientre y totalmente cubierto de naranjas, limones, higos y aceitunas.
El animal estaba rodeado de numerosas bandejas de plata y oro llenas de las más sorprendentes viandas: cabezas de jabalí, liebres espolvoreadas con adormidera, lirones confitados con miel, erizos regados con salsa de garum, pintadas, pasteles de lengua de ruiseñor, salchichón de ciervo y, en el colmo de la desmesura, un águila asada.
Gritos de admiración brotaron de todas partes cuando los esclavos ofrecieron a cada uno de los invitados dos perros de cada raza. El Emperador, naturalmente, recibió cuatro. Carpóforo, ante la satisfecha mirada de sus invitados, deseó ceremoniosamente que la ofrenda de aquellos animales permitiera a sus huéspedes cazas tan fructíferas como la que se disponían a degustar. Pero los cortadores de carne se atareaban ya, acompañados de los escanciadores, que hacían circular copas llenas de vino refrescado con nieve, subrayando sus gestos con armoniosos cantos.
De pronto, se elevó la punteada melodía de una flauta anunciando la llegada de un nuevo personaje. Este apareció con el torso y los pies desnudos, la cabeza tocada con un gorro marinero, una red de pescador alrededor de un brazo y precediendo a un grupo de esclavos vestidos del mismo modo, con un arrejaque de plata al hombro y transportando una fuente tan impresionante como la que había servido para el uro, pero provista esta vez de una infinita variedad de productos del mar. Un esturión gigante ocupaba el centro de la fuente, rodeado de anguilas, morenas, lampreas, rodaballos y mújoles, además de una guarnición igualmente abundante: ensaladas de cangrejos, caviar, ostras y pulpitos cocidos en vino. Cómodo devoraba literalmente el espectáculo con los ojos.
– ¡Te has sobrepasado, Carpóforo!
– Conozco tu afición a los frutos del mar -repuso modestamente el caballero.
Como sus predecesores, los esclavos distribuían cantando los manjares. Y, a falta de perros de caza, se ofreció a los invitados arpones de plata.
– Y que vuestra próxima pesca os produzca tanto como lo que esta noche compartís.
Sonaron nuevos aplausos y el anfitrión fue colmado de alabanzas y agradecimientos.
Vuelta la calma, Mallia, tendida entre el chambelán Cleander y su concubina Demóstrata -una antigua amante de Cómodo-, inició una de aquellas controversias que hacían las delicias de los banquetes romanos: «Si Alejandro hubiera vivido, ¿habría vencido a Roma?» El Emperador, que presidía la cena, tenía que arbitrar el debate. Tendido junto a la esposa de Carpóforo, en el segundo lecho de honor, Perennis, el prefecto del pretorio, fue el primero en dar su opinión. Como era de esperar, optó por la victoria romana.
Cleander, que ocupaba el tercer lugar en la jerarquía, contradijo inmediatamente la tesis, feliz de poder oponerse -aunque fuera en tan pequeño detalle- al poderoso prefecto del pretorio: consideraba una evidencia el triunfo del gran macedonio. Todos los demás invitados fueron de su opinión.
Tras interminables discusiones, ambas partes rogaron a Cómodo que decidiera. El joven príncipe, cuyo fuerte no eran precisamente las justas intelectuales, acarició pensativamente su copa de vino. Como Emperador, no podía admitir el supuesto de que Roma fuera vencida por un conquistador cualquiera. Como rey del banquete, no habría sido sutil desautorizar a la mayoría de los comensales. Aquél fue el momento que Marcia eligió para acudir en su ayuda.
– Diríase -exclamó con apenas velada ironía- que nuestros amigos han votado contra Perennis más que contra Roma.
Cómodo aprovechó de inmediato aquel improvisado comentario para desarrollar un discurso del que se desprendía que el voto de la mayoría le parecía provocado más por consideraciones personales que por un juicio imparcial, y, en consecuencia, no podía considerarse válido. Se apresuró a concluir, riendo, que se sentía feliz, de todos modos, al no verse obligado a pronunciar la condena de Roma.
Un silencio más bien reprobador recibió la sentencia. Carpóforo, inquieto, lanzó una ojeada a Cleander. Su malestar aumentó al advertir que el rival del prefecto del pretorio había desaparecido. ¿Era una reacción a la afrenta que acababa de sufrir? No. No era posible. Un cortesano, chambelán por añadidura, no se conmueve por tan poco… Tanto más cuanto que, en los últimos tiempos, los favores del Príncipe se inclinaban más bien en su favor. La voz de Marcia arrancó al caballero de sus meditaciones.
– Estás muy pensativo, Carpóforo. Me preguntaba si tu hija ha heredado de ti esa habilidad para provocar tan sutiles controversias.
– No…, hum…, tal vez -masculló penosamente Carpóforo, intuyendo al mismo tiempo que la muchacha intentaba desviar la atención.
– En ese caso, ¿no querrías plantear, a tu vez, una cuestión? -añadió, degustando delicadamente una ostra.
El infeliz banquero rebuscó desesperadamente en su memoria, maldiciéndose por no haber tenido nunca la curiosidad de leer la obra de Plutarco de Queronea. Sus Charlas de mesa habían sido redactadas, precisamente, para evitar al lector este tipo de problemas. Pero Carpóforo siempre había desdeñado ese tipo de guías, considerándolas apenas buenas para interesar a los ociosos y los libertinos. Le salvó la reaparición de Cleander.
Rodeando los lechos, el chambelán susurró unas palabras al oído del Emperador mientras le presentaba algo en la palma de su mano. Al mismo tiempo, Marcia comenzó a charlar con el caballero, de modo que éste no pudo captar nada de la conversación que ambos hombres mantenían. Instantes más tarde, el chambelán se alejó de nuevo y Carpóforo pudo advertir que Cómodo contemplaba fijamente una moneda.
Un profundo malestar se había apoderado de la estancia. Abandonando los alimentos, los comensales, inquietos, observaban también al Emperador. Y cuando resonó el característico paso de los soldados, no les cupo duda alguna de que se avecinaba un drama.
Cleander apareció de nuevo seguido de dos legionarios sin insignias de grado. Su presencia en la sala era insólita. Acostumbrada a los pretorianos, Italia había perdido el hábito de ver a auténticos miles. En especial a éstos, que, a juzgar por sus rostros y ropas polvorientos, parecían haber recorrido un largo camino. Pero, sobre todo, era insólito que Cómodo hubiera interrumpido un banquete para ocuparse de asuntos públicos. La razón que había provocado tal cambio de actitud debía de ser de gran importancia.
Instintivamente, todos aguzaron el oído, aunque el esfuerzo resultó innecesario, pues Cómodo interrogó a los miles en voz alta.
– ¿Venís de Panonia?
– Sí, César.
– ¿Y traéis de allí estas monedas?
– ¿Qué ocurre, César? -preguntó Perennis inquieto.
Ignorando la intervención del prefecto, los dos legionarios respondieron afirmativamente. Cómodo insistió:
– ¿Y quién os las entregó?
– Los tesoreros de nuestra legión. Hemos recibido soldada doble.
– Sabéis, sin embargo, que estas monedas no tienen valor alguno.
– Por eso hemos venido corriendo a Roma -explicó uno de los hombres, mientras Cleander añadía:
– No son hoy de curso legal, César… Pero pueden serlo mañana.
Perennis dio un salto.
– No sé lo que está tramándose pero, César, te lo ruego, no escuches a los calumniadores.
– ¿Y por qué te crees calumniado, Perennis? -interrogó suavemente el chambelán.
El prefecto del pretorio vaciló unos instantes. La voz de Cómodo resonó inmediatamente.
– ¡Infame traidor! -exclamó, irguiéndose y señalándole con el dedo-. Tenías la intención de hacerme asesinar y ocupar mi lugar.
– ¿Yo, César? ¿Cómo puedes…? ¡No encontrarás en todo el Imperio servidores más fieles que mis hijos y yo!
– ¡Hablemos de tus hijos! Están al mando del ejército del Ister.
– ¡Con gloria!
– Tal vez. Pero, de todos modos, han cometido un crimen incalificable: ¡acuñar esta moneda para distribuirla entre las legiones!
Uniendo el gesto a la palabra, Cómodo le enseñó un denario de plata en el que Perennis reconoció su propia efigie, así como su nombre.
– César… Es la más…, la más innoble de las calumnias que nunca me hayan dirigido… Debes creerme, yo…
– Tal vez te hubiera creído si éste fuera el primer incidente del que tengo conocimiento. Desgraciadamente para ti, no es así. ¿Recuerdas a aquel hombre vestido de filósofo que me apostrofó durante los juegos capitolinos?
El prefecto del pretorio no respondió, pero todos recordaban a aquel hombre, de pie en primera fila, vuelto hacia el palco imperial y gritando: «¡No es momento, Cómodo, de celebrar fiestas, cuando Perennis y sus hijos conspiran para apoderarse de la púrpura!»
– Di orden de que se lo llevaran para interrogarle, pero tú, Perennis, te adelantaste y le hiciste ejecutar.
– ¿Y por tan irrisorio incidente decides hoy mi culpabilidad?
– Eso no es todo. Está también el asunto de los tránsfugas de Bretaña.
Nadie había oído hablar de ello. Sin embargo, advirtieron que esta vez el prefecto se había puesto pálido. Cómodo prosiguió con maligna sonrisa:
– Una tropa de mil quinientos hombres que, tras haber abandonado su isla, atravesó toda la Galia para venir a verme a Roma. Reclamaban justicia para sus jefes, a quienes te habías tomado la libertad de eliminar para sustituirlos por legados de tu entera confianza. ¿Vas a decirme acaso que también eso es una calumnia?
El joven Emperador cogió al prefecto por los faldones de la toga con intención de atraerlo hacia sí. Pero no contaba con el impetuoso temperamento del sirio, que apartó brutalmente las manos del Príncipe, se soltó y exclamó con increíble audacia:
– ¡No se trata a un prefecto del pretorio como a un vulgar gladiador!
Todo sucedió muy rápido. Haciendo gala de su habitual agilidad, Cómodo desenvainó la espada de uno de los petrificados legionarios y la hundió de un solo golpe en el pecho de Perennis. Con las pupilas dilatadas por el horror y la sorpresa, el prefecto cayó al suelo con un ruido sordo.
Fascinados por el drama, tan sólo unos pocos oyeron el grito de horror que lanzó Marcia.