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Pan y circo.

Era preciso que ambos elementos se reunieran para satisfacer al pueblo de Roma. Si el pan estaba en gran medida asegurado por las distribuciones mensuales del pórtico de Munucio, los espectáculos, por su parte, dominaban la vida de la capital: más de doscientos días festivos durante los que se ofrecía a la población los más variados placeres.

Las fiestas de Cibeles y de Atis eran dos de esos acontecimientos, y daban lugar a excesos de carácter licencioso que se prolongaban durante varios días y sus respectivas noches. Además, aquel año, se sabía que su solemnidad se vería realzada por la participación del Emperador en las carreras de carros.

La reciente captura de Materno era interpretada por todo el mundo como prueba de la especial ternura de los amantes dioses hacia el joven César. ¿No se murmuraba, acaso, que el impío rebelde había acariciado el blasfemo proyecto de raptar y asesinar al Herácleo? En señal de gratitud, Cómodo había prometido solemnemente sacrificar, a su modo y cuando finalizaran los Juegos, a Materno y sus amigos.

Aquella mañana, Carpórofo le había pedido a Calixto que le acompañara al circo Máximo.

Si bien el tracio sentía repulsión hacia los combates de gladiadores, en cambio, como a la mayoría de los habitantes del Imperio sometidos a la influencia griega, la atmósfera y el espectáculo de los hipódromos no le dejaban indiferente.

Pero no era ésa la única razón que le había llevado a aceptar la invitación de su amo. Desde su entrevista con Marcia, un velo cubría sus pensamientos. No conseguía concentrarse en sus tareas ni tampoco conciliar el sueño. El rostro de la Amazona no le abandonaba. Lo hallaba, testarudo, en los ruidos del día y los silencios de la noche. Tenía la sensación de que, hiciera lo que hiciese, todo le llevaba a ella.

– Por fin podremos vivir con entera tranquilidad. Nuestras provincias no serán holladas ya por esas legiones fuera de la ley, cuyos excesos fueron tan desastrosos como los de los bárbaros. Quiero pensar que, con la detención del rebelde, sus partidarios se apresurarán a volver al redil. Ya era hora. Los buenos negocios son cada vez más escasos y las cargas cada vez más pesadas. ¡Ah, cuando pienso en los benditos tiempos del emperador Antonino!

Sentado junto a Carpóforo en la bamboleante litera que los llevaba al valle Murcia, donde se levantaba el circo, Calixto no escuchaba. Su mirada vagaba por la multitud cada vez más densa, cada vez más ruidosa a medida que se acercaban al mayor edificio de la ciudad. Y en el centro de aquella muchedumbre cosmopolita, donde el de Hibernia se codeaba con el de Paropamisos y las gordas matronas con los porteadores de brazos curtidos por el sol, él no dejaba de ver las imágenes de dos seres, dos mujeres. La esclava y la favorita. Tan cercanas una de otra y, sin embargo, tan distintas. Como si el mismo corazón latiera en dos pechos separados.

Acababan de llegar a su destino. Cuando la litera reposó en el suelo, Calixto se separó del banquero y se dirigió hacia la cávea que formaba el conjunto de las gradas. La tésera que Carpóforo le había entregado daba derecho a un lugar privilegiado.

Flamma… Casio… Octavo…

A lo largo de las paredes que llevaban a la arena, la muchedumbre había grabado el nombre de sus campeones, célebres aurigas.

Levantó la mirada hacia el gigantesco velum que habían colocado para proteger a los espectadores del sol. Desde donde se encontraban, podía distinguir perfectamente el palco imperial, así como el conjunto de la pista, salpicada en algunos lugares de lentejuelas de crisocalco. Apenas se hubo instalado, las trompetas resonaron en los cuatro extremos del circo anunciando la llegada de los carros.

– ¡Ave, César! ¡Ave!

Los doscientos cincuenta mil espectadores se habían puesto de pie en las gradas.

Cómodo acababa de hacer su aparición, de pie en un carro reluciente de oro, con la cabeza y el torso desnudos, sujetando firmemente las riendas de cuatro caballos de inmaculada blancura. Dominando sus corceles, que piafaban nerviosos, levantó la mano con la palma abierta hacia la muchedumbre.

Tras él, las cuadrigas de sus adversarios llegaron, una tras otra, a la pista, claramente identificables por el color de las túnicas. Azul y rojo, campeones de la aristocracia, despreciados generalmente por el pueblo. Blanco y verde, grandes favoritos de la plebe.

Avanzando al paso, los carros dieron la vuelta en un majestuoso movimiento al impresionante muro blanco, flanqueado, a ambos extremos, por dos obeliscos, que separaba en sentido longitudinal la pista del circo. El reglamento de la carrera imponía a los participantes dar siete vueltas completas. Junto al primer mojón se alineaban siete grandes huevos de madera, y junto al segundo destacaban siete delfines de bronce destinados, como un gigantesco ábaco, a indicar el número de vueltas efectuadas por los competidores. Los carros acababan de recorrer la pista y regresaban por el lado opuesto, el más estrecho y, por lo tanto, el más peligroso de abordar, hacia el palco imperial. El carro de Cómodo se detuvo al pie del palco en el mismo instante en que sonaban la solemne queja de las trompetas y el resbaladizo ronquido de los órganos hidráulicos.

Marcia se levantó.

Calixto pudo verla entre las colgaduras púrpura que caían como una cascada a lo largo de los muros. Iba vestida con una túnica blanca salpicada de oro. Y sólo ella ocupaba aquel lugar sagrado, reservado antaño a la familia de los príncipes y a los invitados de prestigio.

Se hizo un silencio cuando avanzó hasta el parapeto. Se inclinó hacia el Emperador antes de gritar con fuerza:

– ¡Ave, Herácleo! ¡Todos tus fieles adoradores te saludan y esperan tu victoria!

Atronadores aplausos saludaron las palabras de la Amazona y se repitieron cuando la favorita lanzó hacia el Príncipe una túnica verde. Cómodo la cogió al vuelo y se la puso rápidamente. Entonces el pueblo dio libre curso a su alegría: al ponerse los colores de la plebe, Cómodo seguía al mismo tiempo la tradición del divino Augusto y la de los emperadores «democráticos» como Nerón, Domiciano y Lucio Vero, que hicieron del pueblo su principal aliado.

Calixto, por su parte, no conseguía apartar los ojos de Marcia.

«Parece tan alejada de las preocupaciones de los mortales…»

Desde su encuentro no había tenido noticias de ella. ¿Recordaba todavía los jardines de Agripa o a Flavia?

Se negó a seguir la corriente pesimista de sus pensamientos. La joven acababa de hacerle una seña a un personaje que permanecía a pocos pasos de allí. Este dejó caer su bastón de juez. La cuerda tendida a través de la pista cayó blandamente y los ocho carros saltaron. Los partidarios de Cómodo ya sólo tuvieron ojos para la divinidad imperial que llevaba sus colores. Lamentablemente, un grito de decepción sustituyó muy pronto a la esperanza de los primeros momentos.

Uno de los azules, perteneciente a la clase senatorial al igual que su aliado rojo, Cayo Tigedio, acababa de adelantar al flamante carro de Cómodo. El Emperador, perjudicado por su falta de experiencia, se vio frenado de pronto por aquella móvil muralla, y su rostro recibió los chorros de arena que levantaban las ruedas de sus dos adversarios. Para recuperar el terreno perdido, tenía que colocarse en el exterior e intentar adelantarlos antes del mojón. El Emperador azotó rabiosamente su tiro y fue desplazándose poco a poco. Pero, adivinando sus intenciones, el segundo auriga del equipo azul se desplazó enseguida en la misma dirección, encerrando al Emperador contra la espina. Así, le impedía cualquier maniobra. Y el mojón se acercaba ya.

Los dos primeros competidores giraron sucesivamente. Cómodo, en un desesperado movimiento, se pegó entonces al carro de Cayo Tigedio. Furioso, advirtió por las vibraciones que los cubos de las ruedas chocaban entre sí, se rechazaban y estaban a punto de romper los ejes. En las gradas, se admiraba con fascinación la lucha a la que ambos aurigas se entregaban: todos conocían la fragilidad de aquellos vehículos, a los que sólo el peso del hombre daba una relativa estabilidad. Recorrieron de nuevo «la espina dorsal». La velocidad, fantástica ya, aumentó con el huracán de gritos y exclamaciones.

Marcia, que sigue en pie con los puños apoyados en el parapeto de mármol, observa aquella enloquecida carrera. No ignora que aquel tipo de prueba puede resultar fatal para los competidores, en especial para los principiantes como Cómodo. Y entonces le invade la duda de si la angustia que se ha apoderado de ella nace del temor a que el Príncipe pueda sufrir algún percance o, por el contrario, de esa esperanza.

Abajo, sumido en un torbellino de polvo y sudor, Cómodo, gracias a la rapidez de sus caballos, ha conseguido por fin distanciarse del segundo tiro, conducido por el auriga azul. Pero ante él sigue levantándose la muralla que forman los otros dos carros que le impiden cualquier adelantamiento.

Azul y rojo. La facción de los ricos y del Senado. Nadie duda de que han destinado deliberadamente a esta competición sus mejores corceles, sus más expertos aurigas, con el único objetivo de humillar al príncipe de Roma ante su pueblo. Pues, bajo las apariencias de una simple competición deportiva, aquí se están decidiendo intereses mucho más graves. ¿Acaso los dioses no conceden la victoria a quien les parece? ¿Y no es esa victoria la prueba evidente de que los dioses favorecen, junto al carro y su tiro, a todos los que se identifican de buena gana con él? Para Cómodo, esta actitud se asemeja mucho a una verdadera declaración de guerra. Recibe como si se tratara de injurias personales la arena que azota su rostro, lacera su frente y hace que broten lágrimas de sus ojos. En verdad le cuesta aceptar la idea de que le traten, sencillamente, como a un competidor más.

El quinto delfín cae girando sobre su eje de metal y anuncia el comienzo de la sexta vuelta.

En la entrada de la recta, uno de los competidores rojos intenta adelantar a su rival. El esfuerzo es inmenso; la tensión, formidable. Entregados al combate, ambos adversarios no advierten que llegan al mojón a excesiva velocidad. El viraje desplaza a uno de los carros, que choca violentamente con el de su adversario. La multitud contiene la respiración; por un instante parece que la estructura de los carros se quebrará bajo el impacto, pero no es así. Tras haber oscilado sobre su base, ambos vehículos se separan de pronto, abriendo así una brecha por la que, con loca temeridad, se introducen entonces los corceles del Emperador.

Como un solo hombre, la muchedumbre delirante se levanta para expresar su entusiasmo. Los caballos de Cómodo, con espuma en los ollares, ya se han situado en cabeza. Una victoriosa sonrisa ilumina los rasgos del Emperador mientras, aflojando la presión de las riendas, ve aparecer al final de la pista la última curva y el palco imperial donde está su favorita. Hoy le demostrará al pueblo que no es sólo un gladiador de mérito, sino también un auriga sin igual.

Sumido en la embriaguez de su cercana victoria, llega con demasiada rapidez al inicio de la última vuelta.

Entonces, con todas sus fuerzas, con el cuerpo y la cabeza tendidos hacia atrás, intenta controlar el desplazamiento de su carro, pero sin éxito. No puede evitar desviarse hacia la derecha, dejando el paso libre a su perseguidor, que le adelanta entre un torbellino de polvo y arena. Con un furioso latigazo, Cómodo lacera la grupa de sus caballos, que, relinchando a causa del dolor, multiplican sus esfuerzos. Sabe que debe ponerse en cabeza antes del segundo mojón si quiere mantener una esperanza de victoria. Pero no cuenta con la experiencia de su adversario. Acostumbrado a todas las astucias, éste comienza a zigzaguear deliberadamente ante el vehículo del Príncipe, impidiéndole la maniobra de adelantamiento. Por fin, el campeón de los azules toma la curva en cabeza y cruza solo la línea de llegada entre el estruendo de las trompetas.

Temblando tanto de agotamiento como de humillación, el Emperador echó pie a tierra, dejando las riendas en manos del joven esclavo que se había precipitado hacia el tiro. Se dijo que, de todos los crímenes de lesa majestad, éste le hería más que cualquier otro.

Y estaba también aquella intolerable sensación de impotencia ante la derrota que acababa de sufrir. ¡Ah, si al menos pudiera vengarse castigando la desfachatez de su vencedor! No; corría el peligro de quedar en ridículo ante su pueblo.

Contempló con torva mirada el carro de su adversario mientras daba la vuelta de honor al paso bajo las aclamaciones de sus admiradores, que se apresuraban a lanzarle monedas de oro y joyas.

«De modo que esos piojosos apoyan sin escrúpulos al partido del Senado», pensó Cómodo, más amargado todavía por el espectáculo. De repente, el populacho y su alma versátil le horrorizaron. ¡Si tuviera una sola cabeza! Con qué voluptuosidad la habría cercenado entonces…

Maquinalmente, se volvió hacia el palco imperial y no le disgustó descubrir que el pulvinar estaba desierto. Sin duda, tampoco Marcia había podido soportar la indecente exhibición de la muchedumbre.

Calixto abandonó su localidad y se dirigió hacia uno de los innumerables vomitorios, aquellas bocas abiertas bajo las gradas. A su espalda resonaban nuevos clamores y recordó que Materno y sus cómplices iban a ser entregados a las fieras. Tanto por razones humanitarias como religiosas, la perspectiva le asqueó. Dioniso Zagreo había sido despedazado y devorado por los Titanes; el recuerdo de aquel acto fue siempre, para los orfistas, símbolo de luto. Apretó el paso y, al ver a un vendedor ambulante, le pidió un vaso de mulsum y decidió aguardar a Carpóforo bajo las arcadas.

Allí reinaba la oscuridad. De los bloques de travertino emanaba un saludable frescor, que compensaba el calor tórrido que se elevaba de aquella depresión excavada entre el Palatino y el Aventino. Se secó con el reverso de la túnica las gotas de sudor que brotaban en su frente. Apoyando la nuca contra la piedra, cerró los ojos.

¡Qué desorden mental de opuestos pensamientos, similares a un mosaico cuyos colores se negaran obstinadamente a armonizarse!

Flavia, Marcia, Carpóforo… Y de nuevo Flavia…

El vendedor ambulante le rozó. Calixto se dijo que tenía un aspecto extraño. Su nariz aguileña le hacía parecer un ave rapaz.

El hombre pasó ante él, aparentemente interesado en tres individuos que salían del anfiteatro.

– ¿Un vaso de mulsum, señores?

Gruñeron una negativa.

– Ya me diréis qué os parece. Es el mejor de la ciudad: vino de Cales, hojas de cedro… ¡El mejor!

– No insistas.

– Miel de Macedonia y…

– ¡Te he dicho que no insistas! Ve a ofrecer tu mixtura a los infelices que van a ser entregados a las fieras.

El vendedor, que pese a sus protestas se disponía a ofrecerle una copa a uno de los hombres, se detuvo en seco.

– ¿Compadecéis a esos bandidos? ¡Materno y su pandilla son unos asesinos, unos monstruos!

– Si sólo se tratara de Materno.

Como si hubiera comprendido lo que insinuaban sus interlocutores, el vendedor hizo un vago gesto.

– Ah, ya veo… Bueno, ésos tampoco valen mucho más.

Los tres hombres apretaron entonces el paso, como si tuvieran prisa por alejarse del valle Murcia.

El hombre con nariz de rapaz los observó un momento antes de encogerse de hombros y levantar hacia ellos su copa.

– ¡A la salud de vuestro Dios, cristianos!

Al oír la última frase, Calixto, intrigado, se le acercó.

– ¿Qué han querido decir con eso de «si sólo se tratara de Materno»?

– Bebe, amigo. Bebe a mi salud.

– ¡Responde! ¿Y por qué hablas de «cristianos»?

– Pero ¿no ves que salta a la vista? ¡Esa gente pertenece a la secta del nazareno!

– ¿Por qué lo dices?

– Porque hace más de diez años que «hago» los anfiteatros. Hay un medio infalible de identificarlos: son los únicos espectadores que abandonan el circo en cuanto se anuncia que van a ser arrojados a las fieras algunos adeptos del cristianismo.

– Pero… Hoy sólo Materno y sus cómplices van a ser sacrificados.

– Lo has visto tan bien como yo. Al parecer se han hecho algunas modificaciones en el desarrollo de la fiesta. Tal vez el deseo de…

El tracio no escuchaba ya. Invadido por un súbito presentimiento, corrió hacia el vomitorio. Subiendo de dos en dos los peldaños de la escalera que conducía a la arena, salió de nuevo frente a la inmensa pista. Y los vio.

Una decena de hombres estaban alineados al pie del palco imperial. Calixto, colocando una mano abierta sobre la frente para protegerse del sol, observó la silueta central.

No, no estaba soñando. No era una alucinación. Una mujer, la única: Flavia.

Estaba allí, inmóvil entre la plebe, con las muñecas atadas a la espalda y mirando al frente. Ajena a las risas y a los brazos tendidos de la excitada muchedumbre del circo Máximo. Sin pensarlo, Calixto se lanzó hacia delante y bajó por las gradas, empujando sin contemplaciones a los espectadores para acercarse lo máximo posible a la pista.

Llegó hasta las plazas senatoriales y, poseído por una loca audacia, las cruzó de punta a punta hasta llegar a la balaustrada de piedra, último obstáculo entre él y los prisioneros.

Patricios y senadores le contemplaban estupefactos. ¿Sería también aquel individuo de aspecto extraviado cómplice de Materno? ¿Era necesario avisar a los pretorianos o guardarse de intervenir?

Calixto, por su parte, sólo veía la frágil silueta de Flavia, que el desmesurado marco hacía más frágil todavía.

No podía ser. No ella, no aquí.

Sonaron las trompetas para saludar la llegada de las panteras.

En el centro de la pista, los montacargas vertieron a espuertas sus oleadas de muerte.

Decenas y decenas de fieras evolucionan ahora, en desordenados círculos, alrededor de Materno y su banda. Vacilantes, se acercan, se apartan, giran y vuelven a girar sobre sí mismas. Calixto puede ver claramente cada detalle de su pelaje, que hace pensar en manchas de luz pálida moviéndose sobre la arena. Uno de los hombres, visiblemente aterrorizado, se aparta de pronto de sus compañeros y corre en línea recta, movido por una pueril esperanza de fuga. Apenas ha dado unos pasos cuando su movimiento provoca la caza.

Con un patético sobresalto, el fugitivo intenta escalar el muro de la espina, pero dos fieras están ya junto a él. Una clava sus colmillos en la pierna que cuelga a una toesa del suelo, mientras la otra, saltando, hinca sus garras en la espalda del infeliz. Tras él, los demás hombres, que también han intentado dispersarse, son heridos uno tras otro, lacerados, desgarrados, despedazados entre un hedor de sangre y orines.

Sólo Flavia permanece inmóvil y, curiosamente, es la única incólume.

Todos los rostros convergen en ella. Y Calixto se oye gritar:

– ¡Dioniso Zagreo, sálvala! ¡Te lo ruego, sálvala!

Algunos comienzan a excitar e insultar a las fieras. Otros, aparentemente sensibles al sorprendente hecho de que la muchacha todavía esté con vida, levantan espontáneamente el pulgar al cielo, pidiendo misericordia.

Calixto, agarrado a la balaustrada, observa el espectáculo con el corazón en un puño.

Una pantera se ha aproximado a Flavia y parece evaluarla. Se acerca más aún. Se aparta con desdén y luego, bruscamente, sin que nada permitiera presagiarlo, lanza su pata hacia la desnuda pierna de la muchacha, haciéndola caer al suelo. Tendida de costado, ésta sufre un nuevo ataque de la fiera.

Y entonces es cuando el espectáculo empieza a parecer increíble: encogida sobre sí misma, Flavia mantiene una expresión tranquila, lejana. Casi podría creerse que sonríe.

Al principio, Calixto se dice que debe de ser víctima de una alucinación, que aquella sonrisa es sólo un rictus de dolor. Pero no, la realidad está a la vista. Se diría que, en cierto modo, la muchacha se ha desdoblado, que carne y espíritu se han disociado.

Rápidamente, otras fieras se han unido a la carnicería. El cuerpo de Flavia ya no es más que una herida informe, que los repetidos zarpazos hacen rodar por la arena como si fuera una vulgar muñeca de trapo. Y ella continúa sonriendo.