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Fustiano seguía siendo el mismo que cuando se había separado de él. El mismo que, sin duda, sería siempre: cordial, servicial e inclinado a mezclar la fantasía con un prudente pragmatismo.

Calixto le encontró sentado entre dos campesinos, en uno de los bancos de piedra situados al pie de la basílica donde el tribunal celebraba sus sesiones. Sin preocuparse por los pliegues de su toga o su dignidad de magistrado, y menos aún por los intereses de los abogados que aguardaban a pocos pasos, piafando de impaciencia, se empeñaba en conciliar a los litigantes.

– Un mal arreglo siempre es mejor que un buen proceso. Confiad en mi vieja experiencia. Pensad en los gastos y las innumerables molestias que os aguardan.

– Señor, la causa de mi cliente es justa -interrumpió uno de los abogados-. Si quisieras iniciar el asunto, estoy seguro de poder demostrarlo.

– Tu colega y adversario tiene la misma pretensión -replicó tranquilamente Fustiano-. ¿Y es necesario perder el precioso tiempo de varias clepsidras, así como los denarios de esta buena gente, pudiéndose lograr un acuerdo amistoso?

En otras circunstancias, Calixto, apoyado en una de las columnas de mármol, habría sonreído ante los esfuerzos de su amigo. Pese a la discreción de Fustiano, sospechaba que éste debía de hacerse preguntas sobre él, aunque Calixto le había dejado creer que se encargaba de los asuntos de su padre, rico propietario tracio. Y cuando el servicio que le ataba a Carpóforo le obligaba a desaparecer varios días, invocaba entonces la autoridad de un liberto griego que, según decía, le habían impuesto como tutor. ¿Cómo reaccionaría Fustiano si llegaba a descubrir que su amigo era, en realidad, un simple esclavo? En la ciudad, los prejuicios eran muy fuertes. Un hombre de bien, magistrado por añadidura, no podía ser el compañero de un esclavo. Esta relación podía desembocar, incluso, en una prohibición de participar en los ritos órficos, pues los esclavos no tenían derecho a tomar parte en los oficios religiosos.

– ¡Calixto!, me satisface verte. ¿Vienes a pleitear conmigo?

La voz de Fustiano le arrancó de su meditación. Señaló sonriente a los dos campesinos que se retiraban dándose el brazo y a los abogados que, con aspecto desolado, confiaban su despecho a los testigos, que se disponían también a dispersarse.

– Aunque abrigara semejante ambición, tu elocuencia me habría disuadido. Pero, respóndeme con sinceridad: ¿los procesos romanos son realmente, como se afirma, una emboscada?

– ¡Tus preguntas me sorprenden siempre! ¿De dónde sales para ignorar que los romanos de toda clase y condición pasan la mayor parte de su tiempo juzgando, pleiteando o testificando en algún tribunal?

– Me había fijado ya en esa particularidad, pero, ¿sabes?, para un provinciano como yo el derecho es una selva oscura y llena de asechanzas, que es preferible evitar explorarla

[43].

– Lo que prueba que las provincias son la savia viva del Imperio -suspiró el prefecto-. Ahora, dime, ¿por qué estás aquí? Dudo que sea el mero placer de verme lo que te ha obligado a abandonar tu misterioso antro.

Calixto fingió no haber oído la última observación y replicó con cierto malestar:

– Estoy aquí para recurrir a tu clemencia.

Fustiano lo examinó unos instantes como si estuviera convencido de que su amigo bromeaba, pero, ante su grave expresión, le invitó a seguirle.

Ambos hombres atravesaron la basílica judicial para dirigirse a la pequeña habitación reservada al prefecto. Como en todas las estancias romanas, el mobiliario se reducía a su más simple expresión: una mesa con un gran reloj de arena y, en la pared, casilleros de madera que contenían cilindros de cobre. Ningún cofre para ropa, aunque sí dos sillones que permitían tenderse a medias. Calixto y Fustiano se sentaron.

– Te escucho.

– La noche pasada ordenaste detener a un grupo de cristianos que se reunía en una mansión de la vía Appia.

– Es cierto. ¿Cómo lo has sabido?

– Me…, me interesa una de las esclavas.

Fustiano frunció el entrecejo con expresión maliciosa.

– Ah, caramba. Calixto enamorado… -Pero recuperó enseguida la seriedad-. ¿Tu amiga es realmente cristiana?

El tracio asintió.

– Malo. Naturalmente, deseo ayudarte. Sin embargo, no puedes ignorar que únicamente el emperador tiene derecho a otorgar la gracia.

– Pero ¿es indispensable que haya condena? Una muchacha anónima, unos esclavos y un puñado de gente modesta no amenazan en absoluto la seguridad del Imperio, ni tampoco la de los ciudadanos.

– Tal vez. Pero la ley es así. Si se reconocen cristianos ante el tribunal, y es lo que hacen por lo general, me veré obligado a condenarlos.

Calixto movió la cabeza con cansancio.

– ¿Por qué los has detenido? Hace un rato te he visto desplegar una gran elocuencia para evitar un proceso. ¡Esa gente de la vía Appia no hacía más daño que tus dos campesinos!

Por primera vez desde el comienzo de la discusión, Fustiano se turbó.

– Me he visto obligado -confesó con voz sorda-. Una persona a la que no puedo negarle nada me informó de la reunión. Hacer respetar las leyes es uno de mis deberes.

– Fustiano, debemos intentar encontrar una solución.

Al mismo tiempo que pronunciaba estas palabras, advertía el terrible peligro que amenazaba a Flavia y sus amigos. La muchacha, tan frágil, tan alegre, desaparecería de un modo absurdo. Imaginarla helada, rígida… No, no lo soportaría. Se apartó como para escapar a aquella visión desgarradora.

A su lado, Fustiano, con la barbilla apoyada en un pulgar, parecía reflexionar intensamente.

– Creo que hay un medio de salvar a tu amada: el proceso.

– ¿El proceso? Pero ¿no es el proceso, por el contrario, lo que…?

– No. Bastaría con que me las arreglara para no preguntarles si son cristianos. Y, como prueba de lealtad, exigiré que quemen un bastoncillo de incienso a los pies de la efigie del Emperador.

– ¿Y crees que eso bastará para que los suelten?

Una ligera sonrisa de complicidad apareció en los labios de Fustiano.

– Todo depende de la severidad de quien juzga…

El tribunal del prefecto se hallaba en la curia del foro, el lugar más animado de Roma. Habitualmente no se debatían allí asuntos criminales, sino sólo procesos civiles. Sin embargo, la situación jurídica de los cristianos era tan imprecisa, tan vago el procedimiento, que a veces se hacía una excepción a la regla.

Aquella mañana, hecho extraordinario, la ruidosa muchedumbre que invadía a diario la basílica, si bien no estaba ausente, sí era al menos muy escasa. ¿A quién podía apasionarle, en verdad, el caso de unos cuantos cristianos considerados por todos la hez de la sociedad, cuando los tribunales de los prefectos, repletos de ilustres litigantes, ofrecían a los aficionados a las trapacerías el espectáculo de célebres causas?

Algunos ociosos, más por costumbre que por interés, lanzaban displicentemente una vaga ojeada a la concurrencia y hacían una mueca ante la mediocridad del asunto y el carácter, soporífero a menudo, de los debates, antes de incorporarse en la plaza a aquel murmullo que constituía la propia esencia de la vida de Roma.

Calixto, de pie a la sombra de una columna, observaba nervioso a los acusados. Estaban sentados pocos peldaños más abajo que él, alineados en bancos de madera frente a la pequeña tribuna desde donde presidía el prefecto.

Fustiano parecía prestar oído atento al alegato del joven abogado nombrado de oficio para defender al grupo de cristianos, pero Calixto habría jurado que dormitaba. Este dirigió su atención hacia Flavia, que se hallaba sentada junto a Efesio. Pese a cierta tensión que podía adivinarse en su rostro, seguía siendo muy hermosa, y sus cabellos sueltos parecían desafiar al sol. El tracio tenía el corazón en un puño.

Pese a las confiadas palabras de Fustiano, no conseguía librarse de la opresión que le habitaba.

«Te amo, Calixto… Y no como una hermana.»

Las palabras pronunciadas por la muchacha volvían a su mente con una especie de desesperación. ¿Por qué? ¿Por qué no apreciamos el amor de los seres y las cosas hasta que nos vemos privados de él?

Recordó la reacción de Carpóforo cuando había sido informado del arresto de sus esclavos.

Aunque le enfureció saber que bajo su techo actuaban camarillas cristianas, se había apresurado a encargarle a Calixto que hallara una salida satisfactoria para el caso.

La pérdida de una veintena de servidores le hubiera resultado intolerable.

Lo más difícil para el tracio fue, conociendo su temperamento, convencer a Hipólito de que no asistiera al proceso. Realmente, lo último que necesitaba Fustiano era que una intervención intempestiva le complicara la tarea. Por otra parte, ya habían rozado varias veces el drama durante el interrogatorio celebrado momentos antes.

Interrogado en primer lugar, Efesio, como propietario de la domus de la vía Appia, respondió a la pregunta ritual «¿Eres libre o esclavo?» con un ostentoso «Soy cristiano.»

Calixto tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no saltar sobre aquel hombre. ¿Cómo era posible tan suicida inconsciencia? Fustiano, sorprendido por la respuesta, había fingido no oír y se había apresurado a aclararle al antiguo intendente de Apolonio que sólo quería saber si era libre o esclavo. Efesio había agravado la situación replicando:

– Es una pregunta sin sentido. Para los cristianos no hay ni amos ni esclavos, sólo hermanos en Jesucristo.

Despechado y desconcertado a la vez, Fustiano había hecho, una vez más, oídos sordos, para hacerle admitir finalmente que, ante la ley, era sobre todo un liberto. Dirigiéndose luego a Flavia, prosiguió:

– ¿Y tú? ¿Eres libre o esclava?

La respuesta no se había hecho esperar:

– Soy cristiana.

– ¡Por Baco! ¡Esto es una insensatez! -había gritado el prefecto-. Sólo te pregunto cuál es tu situación legal…, tu situación legal.

Flavia había hecho un gesto evasivo.

– Soy cristiana; me considero, pues, libre pese a ser esclava.

Fustiano había levantado los ojos al cielo y había convocado al siguiente acusado.

– Te advierto que, si por casualidad contestas tú también con un «soy cristiano», ordenaré que te den cien vergajazos por ultraje a un magistrado. ¡Y la advertencia vale para todos!

Tras ello, no hubo más incidentes. Los acusados se limitaron a responder a las preguntas hechas por el prefecto. Calixto, por su parte, a medida que el proceso iba desarrollándose, se decía que era absurdo querer salvar a la gente a su pesar. Muchos de ellos habían bajado la cabeza y podía ver cómo movían los labios. Sin duda, oraban a su dios.

Todo el interés del tracio se dirigió de nuevo hacia Fustiano. Al principio, no comprendió el objetivo que pretendía alcanzar ni la estrategia empleada. Pero, progresivamente, su habilidad le fascinó.

En efecto, el joven prefecto había decidido emplear la astucia. En primer lugar, estableció las causas de la reunión nocturna. Al saber que aquellas ceremonias se limitaban a un simple reparto de pan y vino, preguntó qué había de real en las acusaciones de infanticidio y crimen ritual.

Tras el indignado desmentido de los esclavos, pareció consultar sus tablillas para reconocer en tono docto: «Ciertamente, no me han informado de ninguna desaparición de niños, sean ingenuos o esclavos.» Adoptando la severa expresión del censor, los había acusado entonces de ateísmo. La reacción de los acusados fue más espectacular todavía. Efesio la expresó en unas lapidarias palabras:

– ¿Nos tomas acaso por filósofos epicúreos? ¡Adoramos a Dios, al Unico! ¡No somos ateos!

– Perfecto -aprobó el prefecto-. Pero se murmura también que no aceptáis la legitimidad del Emperador y que no hacéis distinción alguna entre romanos y bárbaros.

– Señor prefecto -protestó Efesio, que actuaba de portavoz-, eso son calumnias. Respetamos profundamente la función imperial y a la propia persona del César. Toda la enseñanza de nuestro maestro lo ordena. Por lo que respecta a la acusación de incivismo o traición, te recuerdo que hay legiones enteras formadas por cristianos. Sólo citaré como ejemplo la famosa Fulminata, que con sus oraciones salvó de la sed al emperador Marco Aurelio y a su ejército durante la guerra contra los cuados

[44]. La única verdad es que los hombres, criaturas de Dios, son iguales ante el Señor. Y que si un parto o un germano se convierte a la Fe, es nuestro hermano al igual que un romano o un griego.

Fustiano había escuchado pacientemente la parrafada del antiguo intendente. En cuanto éste se sentó de nuevo, declaró:

– Deseo creer en vuestra devoción a César, pero tendréis que probarla.

Y señalando una estatua de mármol que representaba a Cómodo, ordenó:

– Quemad un bastoncillo de incienso ante esa estatua. Aquellos de vosotros que lo hagan serán liberados inmediatamente.

Un murmullo de sorpresa corrió por los bancos. Nadie esperaba tanta tolerancia. Calixto había exhalado un suspiro de alivio al ver que su amigo levantaba discretamente el pulgar diestro, signo que indicaba, en el anfiteatro, que se había decidido conceder la gracia al supliciado. Sin embargo, algo le decía que no todo estaba todavía resuelto. Dirigió su atención hacia el grupo de esclavos. No se decidían a abandonar los bancos. Aunque la mayoría de los rostros revelaban resignación, algunos mantenían una actitud sorprendentemente firme.

– ¿Y bien? -exclamó Fustiano en visible impaciencia.

Calixto creyó oír una voz que decía: «No tenemos elección», seguida inmediatamente de la de Efesio: «Sería renegar, un sacrilegio.»

Fustiano se irguió bruscamente, con un aspecto glacial que el tracio nunca le había visto.

– ¡La muerte no aguarda!

Tras una última vacilación, los acusados se levantaron y se dirigieron lentamente hacia la estatua.

– ¡No lo hagáis! -imploró Efesio.

Pero ya no le escuchaban. Uno tras otro, los hombres y las mujeres desfilaron ante la efigie de Cómodo y cada uno de ellos quemó incienso en las cazoletas previstas a este efecto. El prefecto inscribió el nombre de los esclavos en una tablilla de cera, antes de despedirlos declarando en un tono de nuevo sereno:

– Ve, eres libre.

Pronto quedaron tan sólo Flavia y Efesio. El antiguo intendente mantenía un aspecto impasible y triste a la vez. La muchacha, por el contrario, estaba más pálida, y juntaba y separaba los dedos con nerviosismo. Fustiano se inclinó hacia ellos y los invitó a realizar el gesto que podía salvarlos.

– Lo siento, señor prefecto, lo que me pides es imposible.

– ¡Imposible! ¿Por qué? ¿No has dicho hace un momento que reconocías a Cómodo como legítimo emperador?

– Es cierto. Pero no puedo rendirle el homenaje que ordenas.

Fustiano alzó los brazos al cielo con extremado cansancio.

Efesio proseguía:

– El incienso está reservado para los dioses. Lo sabes muy bien. Y hay un solo Dios que reina en el mundo. Lo que nos exiges es una apostasía.

– Pero ¿acaso has perdido la cabeza? Tus compañeros lo han hecho sin dificultad alguna.

– No me corresponde juzgar su conducta. De todos modos, no influirá en la mía.

– ¡Es la primera vez que intento razonar con una mula! ¿Y tú, muchacha, compartes su opinión?

Hubo un largo silencio, y luego:

– Sí, prefecto. Sin embargo, te agradezco que…

No tuvo tiempo de concluir la frase; el grito de Calixto corrió como un torrente bajo la bóveda de la basílica, un grito desesperado, casi implorante:

– ¡No, Flavia! ¡No!

La joven levantó su rostro infantil hacia él y meneó la cabeza. Y Fustiano comprendió enseguida que su amigo había intercedido por ella. Se frotó el mentón con gesto nervioso.

– Sin duda sabéis que vuestra negativa os condena a muerte.

– Haz lo que consideres tu deber -replicó Efesio con terrorífica calma.

– ¿No tengo esperanza alguna de convencerte, muchacha?

– Si traicionara mi fe sería, de todos modos, la muerte de mi alma. No lo intentes, señor.

El joven prefecto suspiró, vencido por tanta determinación.

– Tendré entonces que emplear otros medios para haceros cambiar de opinión. Y, por Baco, no me gusta.

– Nunca conseguirás alterar nuestras convicciones -insistió Efesio.

– En tu lugar, yo no estaría tan seguro como tú -ironizó el magistrado.

Ante la velada mirada de Calixto, Fustiano tendió con mano temblorosa una copa a uno de los esclavos, que se apresuró a llenarla de un espeso cécubo

[45].

La pesada sombra de los lictores

[46] y ujieres se alargaba extrañamente a la vacilante luz de los hacheros de bronce colgados en las húmedas paredes, que hedían a moho y salitre.

Al ver la siniestra panoplia de hierros, tenazas y caballetes, indispensables auxiliares de la justicia, Calixto notó en la boca el sabor de la bilis.

– Fustiano -dijo con voz tensa-, ¿no irán a…?

El prefecto le interrumpió con un gesto que quería ser tranquilizador.

– No tenemos elección. Pero, no temas, puedo asegurarte que tus amigos cederán enseguida. Lictores -prosiguió-, haced entrar a los acusados.

Una pesada puerta de bronce cobrizo se entreabrió para dar paso a Flavia y Efesio. La joven tenía apagada la mirada, pálidas las mejillas. Avanzaba como en sueños y no parecía advertir la presencia de Calixto. Por su parte, el rostro de Efesio, tan vacío de expresión habitualmente, reflejaba serenidad y determinación.

Calixto, siguiendo un impulso espontáneo, tendió la mano hacia la muchacha y sus dedos rozaron la dorada cabellera.

– Flavia, te lo vuelvo a suplicar, obedece al prefecto. Hazlo por mí.

Ella se volvió lentamente y dijo con cierta melancolía:

– Lo hago por ti. Para que tu corazón se abra a la luz y vivas por fin la Verdadera Vida.

– ¡Comenzad por el hombre! -ordenó Fustiano-. Y que se haga justicia.

El anciano villicus de Apolonio fue despojado al instante de sus ropas y encadenado con los brazos en alto a uno de los muros, frente a los ujieres.

El prefecto le preguntó una vez más si aceptaba quemar incienso ante la estatua del Emperador. Por toda respuesta, Efesio negó con la cabeza firmemente. Fustiano hizo una señal. Uno de los lictores tomó el haz de vergas que envolvía su hacha y comenzó a azotar implacablemente el desnudo cuerpo del villicus.

– Y pensar que algunos estarían dispuestos a pagar por ver este espectáculo en un anfiteatro -comentó el magistrado con cierta amargura.

El tracio, con los ojos fijos en el intendente, no pudo responder nada. Cada vez que se abría una herida en su piel, el hombre se agitaba y sus dedos se doblaban para formar un puño cerrado sobre un invisible hilo. El espíritu de Calixto rememoró una escena prácticamente idéntica que había tenido lugar, unos años antes, en la propiedad de Carpóforo: había sido él, Calixto, quien ocupara entonces la plaza del supliciado, y el lictor de servicio se llamaba Diomedes.

– ¡Más fuerte! -ordenó Fustiano.

Sin embargo, se notaba que aquella orden no había sido inspirada por ningún sentimiento de crueldad, sino por el deseo de obtener lo antes posible la rendición del hombre.

Finos hilillos de sangre corrían en difusos regueros por el pecho de Efesio mientras, bajo la violencia de los golpes, comenzaban a desprenderse jirones de carne.

Unas lágrimas resbalaron por la mejillas de Flavia. Inclinó la cabeza y sus labios se movieron sin emitir palabra alguna. Al observarla, Fustiano se dijo que sin duda debía de orar a su dios, y sintió muy a su pesar cierta admiración.

– Por Marte -susurró inclinándose hacia Calixto-, ¿por qué no compraste a esta infeliz? Desde que la he visto he comprendido enseguida que ella era el objeto de tu petición. La propia Venus estaría celosa de su belleza.

Calixto eludió el comentario del magistrado.

– Fustiano, creo que debes poner fin al suplicio de este hombre. No tiene ya edad para soportar semejante sufrimiento.

El prefecto miró al villicus. Su cabeza se movía de derecha a izquierda, sus puños se habían entreabierto, sus piernas se doblaban y el peso de su cuerpo sólo estaba ya sostenido por los grilletes de la cadena, que magullaban la carne de sus muñecas.

– Unos instantes más… Si cede, tu amiga seguirá su ejemplo.

El lictor sudaba copiosamente. Grandes aureolas manchaban su túnica.

Aumentó la fuerza de los golpes, irritado al comprobar el poco resultado que el tratamiento producía en la víctima. Concentró entonces sus golpes en el sexo del villicus, hasta que los filamentos de carne y los ensangrentados mechones del vello púbico formaron sólo un infame magma. ¡Y ni una queja!

– Ha perdido el conocimiento -anunció bruscamente el prefecto.

En efecto, la ensangrentada silueta colgaba de un modo lamentable, con la barbilla apoyada en el pecho.

– ¡Pronto, dadle de beber!

Se apresuraron. Rociaron los miembros y el rostro del infeliz. Palmearon sus mejillas. Uno de los ujieres pegó la oreja al descarnado tórax.

– ¿Y bien? -se impacientó el magistrado.

– Ha…, ha muerto, señor…

– ¡Inútiles! ¡Sois unos inútiles!

– Pero -balbuceó el responsable del drama- un lictor no es un verdugo de oficio y…

– ¡Silencio! ¡Lleváoslo! -ordenó Fustiano. Furioso, se volvió hacia Flavia-. Este ejemplo debiera bastarte. Vamos, pongamos fin a este horror y rinde homenaje a César. Te lo advierto: si te niegas de nuevo, recibirás un castigo más implacable todavía.

Flavia levantó la cabeza y clavó sus grandes ojos húmedos en los del prefecto. Tranquilamente, comenzó a desnudarse.

– No -imploró Calixto-. Te lo suplico por tu Dios, haz lo que te dice.

Sin romper su silencio, la muchacha tendió al lictor sus muñecas.

Esta vez, Fustiano se sintió realmente desarmado.

– ¡Por Plutón y Perséfone! -aulló-. ¿No ves que eliges la muerte, pequeña insensata? Y la peor de todas. ¡Mira lo que queda de tu compañero! ¿Es eso lo que quieres?

– El dijo: Quien intente conservar su vida la perderá. Efesio nunca estuvo tan vivo.

Aquella certidumbre expresada con tanto dominio dejó pasmados a los testigos.

Entonces, señalando con el dedo a uno de los lictores, Fustiano dijo:

– Es tuya. -Y añadió enseguida, casi a media voz-: No la estropees demasiado.

A Calixto le pareció que el suelo se abría bajo sus pies. Se abalanzó hacia su amigo y le apretó el brazo, suplicando:

– Piedad Fustiano, piedad para ella. No está en sus cabales. Te lo ruego, suéltala. Piedad…

Las últimas palabras se ahogaron en un sollozo. Intentó acercarse a Flavia, pero el prefecto detuvo en seco su impulso.

– Déjala. Ya no puedes hacer nada por ella.

– Fustiano… Piedad…

Con inesperada rudeza, el magistrado tiró del tracio y lo arrastró hacia un rincón retirado.

– Escúchame: te repito que ya no puedes hacer nada por ella. Y yo tampoco. He ido tan lejos como puede ir un prefecto íntegro. Si la liberara, los ujieres aquí presentes darían inmediato testimonio de mi actitud. Mi puesto, mi carrera, mi vida estarían en peligro. ¿Lo comprendes? Va a ceder. Debe ceder. Es su última oportunidad de salvación.

Calixto miró a su amigo con expresión desesperada y, tras unos breves instantes, masculló:

– De acuerdo, cumple con tu deber… Y que los dioses nos perdonen.

Se abalanzó hacia la puerta de bronce y corrió por el inmenso corredor salpicado de hacheros.

Permanecía allí, encogido al pie de los peldaños como un animal acosado.

Con la cabeza entre las manos, le llegaban, como una intermitente pesadilla, las voces de lictores y ujieres, el ruido de los objetos, los gemidos de Flavia entremezclados con las conminaciones de Fustiano.

– Pero ¿no ves que sólo queremos tu bien? ¿Qué significa un bastoncillo de incienso a cambio de una vida?

– Te agradezco tu bondad, prefecto. No sientas remordimientos.

– Pero ¿por qué? ¿Por qué?

– Por mi alma y la de mis hermanos.

Un silencio, y luego:

– ¡Lictores, utilizad las tenazas!

De nuevo el eco helado del metal chocando y, de pronto, un aullido inhumano seguido de un lamento desgarrador y el balbuceo de unas palabras:

– Señor, perdónales.

– ¿Estás loca? ¿Dónde está ese señor al que invocas? ¿En el cadáver de tu compañero? ¿En la sangre que pierdes y que mancha el suelo? ¿En tus uñas arrancadas?

– Rezo por ti, prefecto.

– Peor para ti… ¡Aceite hirviendo y sal en sus heridas!

Un grito terrible desgarró la bóveda de piedra.

Entonces, sin fuerzas ya, Calixto se puso las manos en las sienes y subió por la escalera que conducía al aire libre.

Más derrumbado que acodado en el mostrador del thermopolium, Fustiano le sirvió a su amigo una cuarta copa de másico.

– Nunca había visto semejante tozudez. Nunca. Es casi terrorífico. Mientras el verdugo se afanaba en sus abiertas heridas, seguía encontrando fuerzas para dirigirse a su dios.

– Y tú, a quien yo había implorado que la salvaras, la destruyes, la destrozas y finalmente acabas condenándola a las fieras. Qué ironía…

Fustiano repuso, con sincero cansancio:

– Ya te he explicado mi situación. Pero, sobornando a uno de los carceleros, debe de ser posible hacerle llegar cicuta.

– Te hablo de salvarla y tú respondes: ¡Muerte!

– ¿Prefieres que sea pasto de tigres y leopardos?

– Si consideras la posibilidad de corrupción para hacerla perecer, imagino que debe de ser posible utilizarla para que pueda evadirse.

– ¿Te das cuenta de lo que me pides?

– Perfectamente. Una ilegalidad para salvar una vida con la que una absurda legalidad quiere acabar.

– Aun admitiendo que intentásemos semejante locura, nuestra acción estaría condenada al fracaso.

– ¿Por qué?

– A estas horas, sin duda tu amiga va ya camino del anfiteatro Flavio. Para sacarla de allí no necesitaríamos la complicidad de un carcelero, sino la de los guardias, los domadores, los cocheros y los gladiadores. Al final, tanta gente estaría al corriente de nuestro proyecto que llegaría enseguida a oídos de los vigilantes y yo acabaría ocupando el lugar de tu amada en la arena. No, créeme, podemos hacer algo mejor.

Calixto le lanzó una mirada interrogativa.

– Solicitar la gracia imperial. Ahora Cómodo es el único que puede salvar a tu amiga.

– Estás diciendo insensateces. ¿Por qué oscuras razones aceptaría un emperador interceder en favor de una esclava?

– Alguien podría convencerle.

– ¿Tú?

– No, no tengo bastante poder; pero no es ése el caso de la favorita, de Marcia.

Calixto creyó haber oído mal.

– Me han dicho que la Amazona ha intervenido varias veces en favor de condenados; cristianos, sobre todo.

– ¿Marcia? ¿Estás seguro?

– Absolutamente. Además, se dice que también ella es cristiana.

Calixto miró fijamente su copa de vino con una expresión del todo nueva.

La voz de la concubina del Emperador volvía a su memoria.

«El odio es una palabra que debemos rechazar. Sólo cuentan la tolerancia y el perdón.»